-Salvador? -llamé. El eco de mi voz se extendió por la casa. Tensé el percutor del arma. Seguí avanzando por el corredor hasta llegar a la habitación del fondo. La puerta estaba entornada.
-¿Salvador? -pregunté.
Apunté con el arma a la puerta y la abrí de una patada. No había rastro de Marlasca en el interior, apenas la montaña de cajas y objetos viejos apilados contra la pared. Sentí de nuevo aquel olor que parecía filtrarse por los muros. Me aproximé al armario que cubría la pared del fondo y abrí las puertas de par en par. Retiré las ropas viejas que pendían de los percheros. La corriente fría y húmeda que brotaba de aquel orificio en la pared me acarició el rostro. Fuera lo que fuese lo que Marlasca había ocultado en aquella casa, estaba tras aquel muro.
Guardé el arma en el bolsillo del abrigo y me lo quité. Busqué el extremo del armario e introduje el brazo por el resquicio que quedaba entre el armazón y la pared. Conseguí asir la parte de atrás con la mano y tiré con fuerza. El primer tirón me permitió ganar un par de centímetros para asegurar el agarre y tiré de nuevo. El armario cedió casi un palmo. Seguí empujando el extremo hacia afuera hasta que la pared tras el armario quedó a la vista y tuve espacio para colarme. Una vez detrás empujé con el hombro y lo aparté completamente contra la pared contigua. Me detuve a recobrar el aliento y examiné la pared. Estaba pintada de un color ocre diferente al resto de la habitación. Bajo la pintura se adivinaba una suerte de masa arcillosa sin pulir. La golpeé con los nudillos. El eco resultante no daba pie a duda alguna. Aquello no era una pared maestra. Había algo al otro lado. Apoyé la cabeza contra la pared y ausculté. Entonces escuché un ruido. Pasos en el pasillo, acercándose... Me retiré lentamente y alargué la mano hacia el abrigo que había dejado sobre una silla para coger el revólver. Una sombra se extendió frente al umbral de la puerta. Contuve la respiración. La silueta se asomó lentamente al interior de la habitación.
-Inspector... -murmuré.
Víctor Grandes me sonrió fríamente. Imaginé que llevaban horas esperándome ocultos en algún portal de la calle.
-¿Está haciendo reformas, Martín?
-Poniendo orden.
El inspector miró la pila de vestidos y cajones tirados en el suelo y el armario desencajado y se limitó a asentir.
-He pedido a Marcos y a Gástelo que esperen abajo. Iba a llamar, pero ha dejado usted la puerta abierta y me he tomado la libertad. Me he dicho: esto es que el amigo Martín me estaba esperando.
-¿Qué puedo hacer por usted, inspector?
-Acompañarme a la comisaría, si es tan amable.
-¿Estoy detenido?
-Me temo que sí. ¿Me lo va a poner fácil o vamos a tener que hacer esto por las malas?
-No -aseguré.
-Se lo agradezco.
-¿Puedo coger mi abrigo? -pregunté.
Grandes me miró a los ojos un instante. Entonces tomó el abrigo y me ayudó a ponérmelo. Sentí el peso del revólver contra la pierna. Me abotoné el abrigo con calma. Antes de salir de la habitación, el inspector lanzó un último vistazo a la pared que había quedado al descubierto. Luego me indicó que saliese al pasillo. Marcos y Gástelo habían subido hasta el rellano y esperaban con una sonrisa triunfante. Al llegar al extremo del pasillo me detuve un momento para mirar hacia el interior de la casa, que parecía replegarse en un pozo de sombra. Me pregunté si volvería a verla alguna vez. Gástelo sacó unas esposas, pero Grandes hizo un gesto de negación.
-No será necesario, ¿verdad, Martín?
Negué. Grandes entornó la puerta y me empujó suave pero firmemente hacia la escalera.
Esta vez no hubo golpe de efecto, ni escenografía tremendista, ni ecos de calabozos húmedos y oscuros. La sala era amplia, luminosa y de techos altos. Me hizo pensar en el aula de un colegio religioso de postín, crucifijo al frente incluido. Estaba situada en la primera planta de Jefatura, con amplios ventanales que permitían vistas a las gentes y tranvías que ya empezaban su desfile matutino por la Vía Layetana. En el centro de la sala estaban dispuestas dos sillas y una mesa de metal que, abandonadas entre tanto espacio desnudo, parecían minúsculas. Grandes me guió hasta la mesa y ordenó a Marcos y a Gástelo que nos dejaran a solas. Los dos policías se tomaron su tiempo para acatar la orden. La rabia que respiraban se podía oler en el aire. Grandes esperó a que hubieran salido y se relajó.
-Creí que me iba a echar a los leones -dije. -Siéntese. Obedecí. De no ser por las miradas de Marcos y Gástelo al retirarse, la puerta de metal y los barrotes al otro lado de los cristales, nadie hubiera dicho que mi situación era grave. Me acabaron de convencer el termo con café caliente y el paquete de cigarrillos que Grandes dejó sobre la mesa, pero sobre todo su sonrisa serena y afable. Segura. Esta vez el inspector iba en serio.
Se sentó frente a mí y abrió una carpeta, de la que extrajo unas fotografías que procedió a colocar sobre la mesa, una junto a otra. En la primera aparecía el abogado Valera en la butaca de su salón. Junto a él había una imagen del cadáver de la viuda Marlasca, o lo que quedaba de él al poco de sacarlo del fondo de la piscina de su casa en la carretera de Vallvidrera. Una tercera fotografía mostraba a un hombrecillo con la garganta destrozada que se parecía a Damián Roures. La cuarta imagen era de Cristina Sagnier, y me di cuenta de que había sido tomada el día de su boda con Pedro Vidal. Las dos últimas eran retratos posados en estudio de mis antiguos editores, Barrido y Escobillas. Una vez pulcramente alineadas las seis fotografías, Grandes me dedicó una mirada impenetrable y dejó transcurrir un par de minutos de silencio, estudiando mi reacción ante las imágenes, o la ausencia de ella. Luego, con infinita parsimonia, sirvió dos tazas de café y empujó una hacia mí.
-Antes que nada me gustaría darle la oportunidad de que me lo contase usted todo, Martín. A su manera y sin prisas -dijo finalmente.
-No servirá de nada -repliqué-. No cambiará nada. -¿Prefiere que hagamos un careo con otros posibles implicados? ¿Con su ayudante, por ejemplo? ¿Cómo se llamaba? ¿Isabella?
-Déjela en paz. Ella no sabe nada.
-Convénzame.
Miré hacia la puerta.
-Sólo hay una manera de salir de esta sala, Martín -dijo el inspector mostrándome una llave.
Sentí de nuevo el peso del revólver en el bolsillo del abrigo.
- ¿Por dónde quiere que empiece?
- Usted es el narrador. Sólo le pido que me diga la verdad.
- No sé cuál es.
- La verdad es lo que duele.
Por espacio de algo más de dos horas, Víctor Grandes no despegó los labios una sola vez. Escuchó atentamente, asintiendo ocasionalmente y anotando palabras en su cuaderno de vez en cuando. Al principio le miraba, pero pronto me olvidé de que estaba allí y descubrí que me estaba contando la historia a mí mismo. Las palabras me hicieron viajar a un tiempo que creía perdido, a la noche que asesinaron a mi padre a las puertas del diario. Recordé mis días en la redacción de La Voz de la Industria, los años en que había sobrevivido escribiendo historias de medianoche y aquella primera carta firmada por Andreas Corelli prometiendo grandes esperanzas. Recordé aquel primer encuentro con el patrón en el depósito de las aguas y aquellos días en que la certeza de una muerte segura era todo el horizonte que tenía por delante. Le hablé de Cristina, de Vidal y de una historia cuyo final habría podido intuir cualquiera excepto yo. Le hablé de aquellos dos libros que había escrito, uno con mi nombre y otro con el de Vidal, de la pérdida de aquellas míseras esperanzas y de aquella tarde en que vi a mi madre abandonar en la basura lo único bueno que creía haber hecho en la vida. No buscaba la lástima ni la comprensión del inspector. Me bastaba con intentar trazar un mapa imaginario de los sucesos que me habían conducido a aquella sala, a aquel instante de vacío absoluto. Volví a aquella casa junto al Park Güell y a la noche en que el patrón me había formulado una oferta que no podía rechazar. Confesé mis primeras sospechas, mis averiguaciones sobre la historia de la casa de la torre, sobre la extraña muerte de Diego Marlasca y la red de engaños en la que me había visto envuelto o que había elegido para satisfacer mi vanidad, mi codicia y mi voluntad de vivir a cualquier precio. Vivir para contar la historia.