Cenó a solas con la mente en blanco. Fue a nadar en la piscina que había en el último sótano del castillo y se sumergió dentro de aquel agujero tallado en el promontorio rocoso sobre el que había sido construida la fortaleza. Estaba solo. Todos los demás habían subido a las torres del castillo o a las murallas más altas o se habían marchado en las aeronaves para contemplar el resplandor lejano que iluminaba el confín oeste del cielo, allí donde acababa de empezar la Incandescencia.
Gurgeh nadó hasta sentirse cansado. Se secó, volvió a ponerse los pantalones, la camisa y la chaqueta delgada y fue a dar un paseo por la muralla del castillo.
El cielo estaba cubierto de nubes y la noche era muy oscura. Los enormes troncos de los arbustos cenicientos llegaban más arriba que los baluartes exteriores y ocultaban las luces lejanas de la Incandescencia. Los guardias imperiales patrullaban la fortaleza asegurándose de que nadie decidiera adelantar la llegada de las llamas. Gurgeh tuvo que demostrarles que no llevaba encima nada susceptible de producir una chispa o crear un fuego antes de que le dejaran salir del castillo. Los postigos ya estaban siendo comprobados y las pruebas del sistema de rociado habían dejado charcos en los patios y explanadas.
La vieja fortaleza estaba sumida en el silencio y el extraño estado anímico mezcla de temor religioso y expectación que la había invadido era tan tangible que incluso Gurgeh se dio cuenta del cambio. El ruido de las aeronaves que estaban sobrevolando la extensión de bosque empapada por los rociadores con rumbo al castillo le recordó que se suponía que todo el mundo debía estar dentro a medianoche, y empezó a volver sobre sus pasos absorbiendo la atmósfera de espera como si fuese algo precioso que no podía durar mucho y que quizá nunca volviera a repetirse.
No estaba cansado. La agradable fatiga de nadar en la piscina se había convertido en una especie de cosquilleo lejano, y cuando subió la escalera que llevaba a su habitación no se detuvo en ese piso sino que siguió adelante. El cuerno acababa de sonar anunciando la medianoche.
Gurgeh emergió a un baluarte situado bajo una torre de gran tamaño. El paseo de forma circular estaba oscuro y mojado. Se volvió hacia el oeste para contemplar la tenue claridad rojiza que iluminaba el cielo. La Incandescencia aún estaba muy lejos y quedaba por debajo del horizonte. Sus destellos se reflejaban en las nubes como si fueran un lívido crepúsculo artificial. Los reflejos no impidieron que Gurgeh fuese consciente de la inmensidad y el silencio de la noche que había caído sobre el castillo ahogando todos los ruidos. Encontró una puerta que daba acceso a la torre y subió por la escalera que llevaba hasta arriba. Se apoyó en el parapeto de piedra y volvió la cabeza hacia el norte y la hilera de colinas. Aguzó el oído y escuchó el lento gotear de un rociador que perdía agua en algún lugar debajo de él, y el apenas audible susurro de los arbustos cenicientos que se preparaban para enfrentarse a su destrucción. Las colinas eran invisibles. Gurgeh dejó de intentar verlas y se volvió de nuevo hacia la banda de color rojo oscuro que se curvaba de forma casi imperceptible por el oeste.
Oyó sonar un cuerno en algún lugar del castillo seguido de otro, y luego otro más. También oyó ruidos anormales; gritos lejanos y pasos que corrían, como si el castillo volviera a despertar. Gurgeh se preguntó qué estaría ocurriendo. Tiró de la delgada tela de su chaqueta intentando protegerse mejor el torso. Había empezado a soplar una ligera brisa del este, y Gurgeh fue repentinamente consciente de que la noche era bastante fresca.
La tristeza que había sentido durante el día aún no se había esfumado del todo. Se había convertido en algo menos obvio pero más básico, como si se hubiese escondido en las profundidades de su mente para fundirse con ella. Qué hermosa había sido la partida; cuánto había disfrutado moviendo las piezas, qué jubilosamente vivo se había sentido…, pero sólo porque intentaba provocar su cese, sólo porque estaba asegurándose de que esa alegría no duraría mucho tiempo. Se preguntó si Nicosar habría comprendido lo ocurrido, y pensó que por lo menos debía sospecharlo. Se sentó en un pequeño banco de piedra.
Y de repente comprendió que echaría de menos a Nicosar. Existían algunos aspectos en los que tenía la sensación de que el Emperador y él habían llegado a un grado de intimidad que Gurgeh nunca había conocido antes. El juego les había unido y había hecho que compartieran toda una gama de experiencias y sensaciones que Gurgeh no creía posibles en ningún otro tipo de relación.
Dejó escapar un suspiro, se levantó del banco y volvió al parapeto para contemplar el camino que había al pie de la torre. Vio a dos guardias imperiales cuyas siluetas apenas podían distinguirse gracias a la luz que brotaba por la puerta abierta. Sus pálidos rostros estaban vueltos hacia arriba y le observaban. Gurgeh no estaba seguro de si debía saludarles o no. Uno de los guardias alzó un brazo y un chorro de luz cayó sobre Gurgeh obligándole a protegerse los ojos. Una tercera silueta menos alta vestida con ropas oscuras en la que no se había fijado antes fue hacia la torre y cruzó el umbral. El haz de la linterna se desvaneció. Los dos guardias se colocaron uno a cada lado de la puerta.
Gurgeh oyó pasos dentro de la torre. Volvió a tomar asiento en el banco de piedra y esperó.
—Buenas noches, Morat Gurgeh.
Era Nicosar. La oscura silueta del Emperador de Azad emergió de la oscuridad de la torre. Gurgeh vio que tenía los hombros algo encorvados.
—Alteza…
—Siéntate, Gurgeh —dijo aquella voz tranquila y suave.
Nicosar fue hacia el banco y tomó asiento junto a Gurgeh. Su pálido rostro era como una luna indistinta que flotaba delante de él, y la débil claridad que brotaba del pozo de la escalera apenas si permitía distinguir sus rasgos. Gurgeh se preguntó si Nicosar podría verle. El rostro-luna se movió lentamente y acabó volviéndose hacia la mancha de color carmín que se iba esparciendo por el horizonte.
—Ha habido un intento de acabar con mi vida, Gurgeh —dijo el Emperador en voz baja.
—Que ha… —empezó a decir Gurgeh, y durante unos instantes no supo cómo reaccionar—. Alteza, ¿estáis bien?
El rostro-luna volvió a girar hacia él.
—Estoy ileso. —El ápice alzó una mano—. Por favor, deja de llamarme «Alteza». Estamos solos, y podemos olvidarnos del protocolo. Quería explicarte personalmente la razón de que el castillo haya quedado bajo la ley marcial. La Guardia Imperial lo vigila todo. No espero otro atentado, pero hay que tomar precauciones.
—Pero ¿quién ha podido hacer algo semejante? ¿Quién sería capaz de atacaros?
Nicosar volvió la mirada hacia el norte y las colinas invisibles que se alzaban en esa dirección.
—Creemos que los culpables quizá hayan intentado escapar por el viaducto que lleva a los lagos que alimentan el depósito de agua, así que he enviado unos cuantos guardias allí. —La cabeza de Nicosar se volvió lentamente hacia el hombre y cuando siguió hablando lo hizo en un tono de voz aún más bajo que antes—. Me has colocado en una situación muy interesante, Morat Gurgeh.
—Yo… —Gurgeh suspiró y clavó los ojos en sus pies—. Sí. —Alzó la mirada y contempló el círculo de blancura que flotaba ante él—. Lo siento. Quiero decir que… Bueno, el final está muy cerca.