Gurgeh cerró los ojos. Podía sentir el bultito que había debajo de su lengua reseca como el papel.
—¿Y la nave? —preguntó volviendo a abrir los ojos.
La unidad tardó unos segundos en responder.
—Imposible —dijo con voz átona y resignada.
Nicosar se inclinó sobre el tablero. Colocó una carta de fuego sobre un símbolo de agua que cubría un pliegue de una zona elevada. El coronel de la Guardia giró la cabeza unos centímetros hacia un lado y Gurgeh vio moverse sus labios como si acabara de soplar para quitarse una motita de polvo del cuello del uniforme.
Nicosar se incorporó, miró a su alrededor y dio la impresión de aguzar el oído. Gurgeh pensó que no había nada que escuchar aparte de los rugidos de la tormenta.
—Acabo de captar una emisión de infrasonidos —dijo Flere-Imsaho—. Ha sido una explosión a un kilómetro de aquí en dirección norte… El viaducto.
Gurgeh siguió con los ojos a Nicosar. El Emperador fue lentamente hasta otra posición del tablero y colocó una carta sobre la carta de Gurgeh que ocupaba la zona: fuego sobre agua. El coronel volvió a decir algo por el micrófono que llevaba en el hombro. El castillo tembló. Una serie de ondas expansivas recorrieron el salón haciéndolo vibrar.
Las piezas se tambalearon sobre el tablero. Los espectadores se pusieron en pie y empezaron a gritar. Los paneles de cristal se agrietaron en sus marcos y cayeron sobre las losas haciéndose añicos, dejando que la voz aullante de la tempestad entrara en el salón seguida por una estela de hojas. Una hilera de llamas apareció sobre las copas de los arbustos cenicientos y llenó de fuego la base de la negrura hirviente en que se había convertido el horizonte.
Nicosar colocó la siguiente carta de fuego, esta vez sobre una carta de tierra. El castillo pareció removerse bajo los pies de Gurgeh. El viento que entraba por las ventanas hizo rodar las piezas de menos peso igual que si fuese una invasión tan absurda como incontenible y tiró de las túnicas del Adjudicador y sus ayudantes. Los espectadores habían empezado a abandonar los grádenos y tropezaban los unos con los otros en un frenético intento de llegar a las salidas. Los guardias ya habían alzado sus armas.
El cielo estaba lleno de llamas.
Nicosar colocó la última carta de fuego sobre la de la Vida, el elemento-fantasma, y se volvió lentamente hacia Gurgeh.
—Esto tiene peor aspecto a cada… ¡Greeeeeee!
La voz de Flere-Imsaho se convirtió en un chirrido estridente. Gurgeh giró sobre sí mismo y vio a la máquina vibrando en el aire envuelta por un aura de fuego verde.
Los guardias habían empezado a disparar. Las puertas del salón se abrieron de golpe y la multitud corrió hacia ellas, pero los guardias ya se habían dispersado por el tablero y hacían fuego a discreción contra las galerías de observación y los bancos. Los haces de las armas láser caían sobre el gentío que intentaba huir y derribaban a los ápices, machos y hembras que no paraban de gritar creando una tormenta de luces parpadeantes y detonaciones que hacían vibrar el aire.
—¡Graaaaaaak! —gritó Flere-Imsaho.
El metal de sus placas se había vuelto de un color rojo oscuro y estaba empezando a humear. Gurgeh no podía apartar los ojos de la unidad. Nicosar seguía inmóvil en el centro del tablero rodeado por sus guardias con la cabeza vuelta hacia Gurgeh. El Emperador sonreía.
Las llamas se alzaron sobre las copas de los arbustos cenicientos. Los últimos heridos salieron tambaleándose y tropezando por las puertas y el salón quedó vacío. Flere-Imsaho flotaba en el aire. La unidad estaba envuelta en un aura blanca, amarilla y naranja. Gurgeh la vio subir hacia el techo dejando caer gotitas de metal fundido que se esparcieron sobre el tablero. Una nube de llamas y humo surgió de la nada y la ocultó. Flere-Imsaho aceleró y cruzó el salón como empujada por una inmensa mano invisible. La unidad se estrelló contra la pared y estalló con un destello cegador. La onda expansiva fue tan potente que casi hizo caer a Gurgeh de su taburete.
Los guardias que rodeaban al Emperador salieron del tablero y empezaron a dispersarse por los bancos y galerías rematando a los heridos. Ninguno de ellos prestó atención a Gurgeh. Los ecos de los disparos entraban por las puertas que llevaban al resto del castillo, y los muertos yacían envueltos en sus atuendos multicolores como si fuesen una horrenda alfombra.
Nicosar fue lentamente hacia Gurgeh deteniéndose unos momentos para apartar algunas piezas de una patada. Gurgeh vio como uno de sus pies se posaba sobre el charquito de fuego provocado por una de las gotas de metal fundido que se habían desprendido de la carcasa de Flere-Imsaho y lo extinguía. El Emperador desenvainó su espada y la alzó con la tranquila lentitud que habría empleado para mover una pieza o coger una carta del juego.
Gurgeh se aferró a los brazos del asiento. El infierno aullaba en el cielo alrededor del castillo. Las hojas giraban en el salón como una diluvio reseco que no terminaría jamás. Nicosar se detuvo delante de Gurgeh. El Emperador sonreía.
—¿Sorprendido? —gritó para hacerse oír por encima del estrépito de la tormenta.
Gurgeh apenas podía hablar.
—¿Qué has hecho? ¿Por qué? —graznó pasados unos momentos.
Nicosar se encogió de hombros.
—He convertido el juego en realidad, Gurgeh.
Sus ojos recorrieron el salón inspeccionando la carnicería. Estaban solos. Los guardias se habían dispersado por el castillo para matar a todo aquel con quien se encontraran.
Había cadáveres por todas partes. En el suelo del salón y en las galerías, caídos sobre los bancos, encogidos en los rincones, formando X macabras sobre las losas con sus ropas puntuadas por los agujeros negruzcos del láser… El humo brotaba de la madera y las ropas; el repugnante olor dulzón de la carne quemada flotaba en el aire.
Nicosar alzó la pesada espada de doble filo en su mano enguantada y la contempló con una sonrisa melancólica. Gurgeh sintió una punzada de dolor que le atravesó las entrañas. Le temblaban las manos. Notó un extraño sabor metálico en la boca y al principio pensó que era el implante intentando abrirse paso por entre la carne que lo ocultaba, como si hubiera decidido reaparecer por alguna razón que ni tan siquiera podía adivinar, pero no tardó en comprender que no era el implante y, por primera vez en su vida, conoció el sabor del miedo.
Nicosar dejó escapar un suspiro casi inaudible y se irguió delante de Gurgeh. Su cuerpo pareció crecer hasta ocultarle todo el salón y extendió lentamente el brazo acercando la espada al pecho de Gurgeh.
«¡Unidad!», pensó. Pero Flere-Imsaho era una mancha de hollín en la pared.
«¡Nave!» Pero el implante que llevaba debajo de la lengua guardó silencio, y la Factor limitativo aún estaba a varios años luz de distancia.
La punta de la espada bajó un poco y quedó a unos centímetros del vientre de Gurgeh. Después empezó a subir y pasó lentamente sobre el pecho de Gurgeh hasta llegar a su cuello. Nicosar abrió la boca como si se dispusiera a decir algo, pero meneó la cabeza con una expresión vagamente irritada y se lanzó hacia adelante.
Gurgeh tensó los músculos de las piernas y sus pies se incrustaron en el vientre del Emperador. Nicosar se dobló sobre sí mismo y Gurgeh salió despedido del taburete cayendo hacia atrás. La espada pasó silbando por encima de su cabeza.
Gurgeh siguió rodando mientras el taburete se estrellaba contra el suelo y se levantó de un salto. Nicosar estaba medio encogido sobre sí mismo, pero no había soltado la espada. El Emperador fue tambaleándose hacia Gurgeh moviendo la espada de un lado a otro como si estuvieran separados por una muralla de enemigos invisibles. Gurgeh echó a correr, primero a un lado y después a través del tablero en una dirección que le llevaría hasta las puertas del salón. El telón de llamas que se alzaba sobre las ondulantes copas de los arbustos cenicientos engulló las nubes de humo negro que se apelotonaban al otro lado de las ventanas. El calor se había convertido en algo físico, una presión sobre la piel y los ojos. Gurgeh puso un pie sobre una pieza que el vendaval había hecho salir del tablero, perdió el equilibrio y cayó.