El tren salió del puente y entró en una angosta cañada. El viento rebotó en las paredes de roca creando un extraño alarido repleto de ecos. Gurgeh bajó la vista hacia el tablero. Estaba jugando sin la ayuda de ninguna sustancia producida por sus glándulas, y su oponente usaba una mezcla de considerable potencia sugerida por el mismo Gurgeh. Aparte de eso Gurgeh le había dado una ventaja inicial de siete piezas, el máximo admitido. El señor Dreltram no era mal jugador, y al principio había sabido aprovechar aquella etapa inicial de la partida en que su ventaja numérica de piezas tenía un efecto más palpable, estando muy cerca de derrotar a Gurgeh, pero éste se había defendido bien y creía que Dreltram había perdido la ocasión de vencerle, aunque aún existía la posibilidad de que hubiera ocultado unas cuantas minas en sitios que podían darle problemas.
Pensar en aquellas sorpresas desagradables hizo que Gurgeh comprendiera que no se había tomado la molestia de ver dónde estaba su pieza oculta, lo cual había sido otra forma —ésta no oficial— de hacer que la partida resultara un poco más igualada. La Posesión se juega en un tablero de cuarenta casillas. Las piezas de los dos jugadores están distribuidas en un grupo principal y dos grupos más reducidos, y cada jugador puede ocultar hasta un máximo de tres piezas en otras tantas intersecciones que no estén ocupadas al principio del juego. Sus posiciones son registradas en tres delgadas tarjetas circulares hechas de cerámica a las que sólo se da la vuelta cuando el jugador desea utilizarlas. El señor Dreltram ya había revelado sus tres piezas ocultas (una de ellas se encontraba en la intersección donde Gurgeh, en otro alarde de espíritu deportivo, había colocado la totalidad de sus nueve minas, lo cual era un auténtico caso de mala suerte).
Gurgeh había hecho girar los diales de la tarjeta de su única pieza oculta y la había colocado boca abajo sobre la mesa sin mirarla, por lo que ni el señor Dreltram ni él tenían ni la más mínima idea de dónde se encontraba la pieza. Quizá estuviera en una posición ilegal, lo cual podía hacerle perder la partida o (y eso era menos probable) en un lugar de gran utilidad estratégica situado dentro del territorio de su oponente. Gurgeh utilizaba ese pequeño truco siempre que jugaba una partida con alguien a quien no consideraba un profesional. Aparte de proporcionar a su oponente un margen de ventaja que probablemente le hacía mucha falta, servía para que la partida resultase mucho más interesante y menos predecible y añadía un poco más de emoción al desarrollo del juego.
Pensó que ya iba siendo hora de que averiguara dónde estaba su pieza oculta, no sólo por curiosidad sino porque el límite de ochenta movimientos que se habían fijado como momento en el que era obligatorio revelar la posición de la pieza ya no tardaría en llegar.
Empezó a buscarla, pero no podía ver la tarjeta donde había registrado las coordenadas de su pieza oculta. Sus ojos recorrieron el desorden de cartas y tarjetas de cerámica que cubrían la mesa. El señor Dreltram era un jugador bastante desordenado. Sus cartas, tarjetas y piezas por usar o eliminadas estaban dispersas por encima de la mesa, y habían invadido la parte de ésta que se suponía correspondía a Gurgeh. La ráfaga de viento que se produjo cuando el tren entró en el túnel hacía una hora estuvo a punto de llevarse las cartas de menos peso, y las sujetaron con vasos y pisapapeles de cristal que aumentaron todavía más la impresión de confuso desorden, impresión ya reforzada por la pintoresca aunque un tanto afectada costumbre del señor Dreltram de anotar manualmente todos los movimientos en una tablilla (afirmaba que en una ocasión la memoria de un tablero de anotaciones se había borrado a causa de una extraña avería privándole de todos los datos sobre una de las mejores partidas que había jugado en su vida). Gurgeh empezó a levantar cosas canturreando para sí mismo mientras buscaba la tarjeta de cerámica con los ojos.
Y entonces oyó a su espalda una repentina inspiración de aire que casi parecía una tos de incomodidad. Giró sobre sí mismo y vio al señor Dreltram, quien parecía extrañamente a disgusto. Gurgeh frunció el ceño. El señor Dreltram —que acababa de volver del cuarto de baño y tenía las pupilas dilatadas por la mezcla de drogas que estaban produciendo sus glándulas— fue hacia la mesa seguido por una bandeja llena de bebidas, se sentó y clavó la mirada en las manos de Gurgeh.
Gurgeh no se dio cuenta de que las cartas que tenía en las manos y que acababa de levantar mientras buscaba la tarjeta de su pieza oculta eran las correspondientes a las minas del señor Dreltram hasta que la bandeja empezó a depositar las bebidas sobre la mesa. Gurgeh las contempló —las cartas seguían boca abajo, por lo que no había visto cuál era la posición de las minas—, y se imaginó los pensamientos que debían estar pasando por la mente del señor Dreltram.
Volvió a dejar las cartas en el sitio del que las había cogido.
—Lo siento mucho. —Se rió—. Estaba buscando mi pieza oculta.
Las palabras acababan de salir de su boca cuando la vio. La tarjeta circular estaba encima de la mesa casi delante de él.
»Ah —dijo, y sólo entonces sintió el calor de la oleada de sangre que invadió su rostro—. Aquí está. Hmmm… La estaba buscando con tanto entusiasmo que no la veía.
Volvió a reír y sintió una opresión muy extraña que recorrió velozmente todo su cuerpo, una presa de acero que se cerró sobre sus entrañas haciéndole sentir algo indefinible a medio camino entre el terror y el éxtasis. Nunca había experimentado algo semejante. La sensación que más se le aproximaba… Sí, pensó con una repentina claridad, lo más aproximado a esa sensación había sido el primer orgasmo de su adolescencia, su primera incursión en la sexualidad con una chica que le llevaba muy pocos años de ventaja. Había sido una experiencia tosca y con una base puramente humana, como si un instrumento hubiera ido desgranando una melodía muy sencilla nota por nota (era la comparación más adecuada, teniendo en cuenta que el paso del tiempo y el progresivo dominio de sus glándulas productoras de drogas harían que acabara disfrutando de auténticas sinfonías sexuales), pero aquella primera vez había sido una de sus experiencias más memorables; no sólo porque se trataba de una novedad absoluta sino porque pareció abrirle todo un mundo tan nuevo como fascinante que encerraba una gama de sensaciones y de vivencias totalmente distintas. La sensación fue muy parecida a la que acompañó su primer torneo de juegos cuando representó a Chiark contra el equipo juvenil de otro Orbital, y se repetiría cuando sus glándulas productoras de drogas alcanzaran la madurez definitiva pocos años después de la pubertad.
El señor Dreltram rió y se secó el rostro con un pañuelo.
Gurgeh concentró toda su atención en el juego, dejándose absorber por él hasta tal punto que su oponente tuvo que avisarle de que la partida ya había llegado al límite de los ochenta movimientos. Gurgeh dio la vuelta a su tarjeta sin haber comprobado la posición de la pieza oculta. Había decidido correr el riesgo de que ocupara el mismo cuadrado que una de las piezas reveladas.
La pieza oculta resultó estar justo en la misma posición que el Corazón, la pieza alrededor de la que giraba todo el juego; la pieza de la que estaba intentando apoderarse su oponente… Había seiscientas posibilidades contra una, pero allí estaba.