Gurgeh contempló la intersección ocupada por su bien defendido Corazón y movió lentamente la cabeza para comprobar las coordenadas que había marcado al azar en la tarjeta de cerámica dos horas antes. Eran las mismas. No cabía duda. Si hubiera echado un vistazo a la tarjeta un movimiento antes habría podido desplazar el Corazón hasta una posición donde no corriese peligro…, pero no lo había hecho. Había perdido las dos piezas, y haber perdido el Corazón significaba que la partida estaba perdida. Había perdido.
—Oh, qué mala suerte… —dijo el señor Dreltram carraspeando para aclararse la garganta.
Gurgeh asintió.
—Creo que es costumbre que el jugador derrotado se quede con el Corazón como recuerdo del momento en que la catástrofe se abatió sobre él —dijo, acariciando la pieza que acababa de perder.
—Eh… Sí, eso tengo entendido —dijo el señor Dreltram.
Su expresión dejaba bien claro que la imprevisible derrota de Gurgeh le hacía sentirse un tanto incómodo y, al mismo tiempo, que estaba encantado por su buena fortuna.
Gurgeh volvió a asentir. Dejó el Corazón sobre el tablero y cogió la tarjeta de cerámica que le había traicionado.
—Creo que prefiero quedarme con esta tarjeta —dijo.
La alzó ante el rostro del señor Dreltram, quien se apresuró a asentir.
—Bueno… Sí, por supuesto. Quiero decir… ¿Por qué no? No tengo nada que objetar, faltaría más.
El tren entró en un túnel y fue reduciendo la velocidad hasta detenerse en la estación que había dentro de la montaña.
—Toda la realidad es un juego. La física a su nivel más fundamental, la mismísima textura de nuestro universo… todo eso es un resultado directo de la interacción entre el azar y ciertas reglas bastante sencillas, y la misma descripción puede aplicarse a los mejores juegos, los más elegantes y satisfactorios tanto al nivel intelectual como al estético. El futuro es maleable porque es incognoscible y porque es el resultado de acontecimientos a un nivel subatómico que no pueden ser predecidos en su totalidad, y eso permite conservar la posibilidad del cambio y la esperanza de acabar imponiéndose… la posibilidad de la victoria, por utilizar una palabra que ya no está de moda. En ese aspecto el futuro es un juego; y el tiempo es una de las reglas. Generalmente los mejores juegos mecanicistas —aquellos que pueden ser Jugados «perfectamente» en algún sentido de la palabra, como por ejemplo la Rejilla, el Enfoque Pralliano, el 'Nkraytle, el Ajedrez o las Dimensiones Fárnicas—, pueden ser atribuidos a civilizaciones que carecían de una visión relativista del universo, y mucho más de la realidad. También podría añadir que esos juegos siempre se originan en sociedades donde aún no han aparecido las máquinas conscientes.
»Los juegos de primerísima categoría admiten el elemento del azar por mucho que impongan las restricciones más severas a la suerte pura y simple. Por muy complicadas y sutiles que sean las reglas y sin importar la escala y diferenciación del volumen de juego y la variedad de poderes y atributos de las piezas, cualquier intento de crear un juego basado en otros criterios acaba llevando inevitablemente a quedar aprisionado en una perspectiva que se encuentra varias eras por detrás de la nuestra, no sólo en el aspecto social sino incluso en el tecnofilosófico. Como ejercicio histórico puede que eso tenga cierto valor, lo admito, pero como obra del intelecto… Es una pérdida de tiempo pura y simple. Si quiere hacer algo anticuado, ¿por qué no construye una embarcación de madera o una máquina de vapor? Son artefactos tan complicados y que exigen tanto esfuerzo como un juego mecanicista, y también le servirán para mantenerse en forma.
Gurgeh obsequió con una reverencia levemente irónica al joven que se había aproximado a él para exponerle una idea en que basar un juego que se le había ocurrido hacía poco. El joven parecía no saber qué decir. Tragó una honda bocanada de aire y abrió la boca para hablar. Gurgeh estaba preparado para ello, tal y como lo había estado las últimas cinco o seis veces en que el joven había intentado decir algo, y reanudó su discurso antes de que éste hubiera podido pronunciar una sola palabra.
—No, le aseguro que no bromeo. Emplear sus manos para construir algo por oposición a utilizar únicamente su cerebro no es nada vergonzoso o intelectualmente inferior a esa segunda actividad. Le garantizo que permite aprender las mismas lecciones y adquirir las mismas habilidades precisamente a los únicos niveles que tienen una importancia real, y…
Gurgeh no llegó a completar la frase. Acababa de ver a Mawhrin-Skel. La unidad venía flotando hacia él por encima de las cabezas del gentío que atestaba la gran plaza.
El concierto principal ya había terminado. Las cimas de las montañas que se alzaban alrededor de Tronze resonaban con los ecos de los distintos grupos que habían empezado a actuar después, y los grupos de gente iban gravitando hacia sus formas musicales favoritas. Algunos optaban por la música seria, otros preferían la improvisación, algunos querían bailar y otros deseaban experimentar la música sometidos al trance provocado por cierta droga. La noche era cálida y estaba bastante nublada. La escasa luz que llegaba del lado más distante del Orbital creaba un halo lechoso que flotaba alrededor de las nubes que ocupaban la vertical del cielo por encima de Tronze. La ciudad, la más grande de la Placa y de todo el Orbital, había sido construida junto al gran macizo central de la Placa Gevant, allí donde el lago Tronze fluía por el borde de la meseta dejando caer sus aguas desde un kilómetro de altura para que se desparramaran por la llanura que había debajo. La cascada era como un diluvio permanente que regaba la jungla.
Tronze servía de hogar a menos de cien mil personas, pero aun así Gurgeh tenía la sensación de que la ciudad estaba demasiado llena de gente y sus espaciosas mansiones y encrucijadas, sus elegantes galerías, plazas y terrazas, sus miles de casas acuáticas y sus esbeltas torres unidas por puentes no lograban disipar aquella sensación de ahogo que le invadía a cada visita. Chiark era un Orbital de construcción bastante reciente —sólo tenía unos mil años de antigüedad—, pero Tronze ya casi había alcanzado el tamaño máximo al que podía aspirar cualquier comunidad orbital. Las auténticas ciudades de la Cultura se hallaban en sus inmensas naves, los Vehículos Generales de Sistemas. Los Orbitales eran una especie de suburbios rurales concebidos para las personas que querían disfrutar de mucho espacio en el que moverse. En términos de escala y si se lo comparaba con uno de los VGS de mayor magnitud capaces de albergar a miles de millones de personas, Tronze apenas si era una aldea.
Gurgeh tenía costumbre de asistir al concierto de los sesenta y cuatro días de Tronze, y normalmente siempre se veía acosado por los seguidores y entusiastas del juego. Gurgeh solía mostrarse educado, aunque de vez en cuando se permitía alguna brusquedad. Esta noche, después del desastre del tren y aquella extraña y casi vergonzosa oleada de emociones que había experimentado como resultado de que el señor Dreltram creyera que estaba intentando hacer trampas —por no mencionar el leve nerviosismo que sentía desde que se había enterado de que la chica del VGS Culto del cargamento estaba en Tronze y tenía muchas ganas de enfrentarse a él—, no se encontraba del humor adecuado para soportar impertinencias o estupideces.