Cuando la unidad acabó de hablar la prisión ya había desaparecido. La ciudad ocupaba toda la pantalla y sus remolinos de calles, edificios y cúpulas hacían pensar en otra variedad de laberinto.
—Parece bastante ingenioso —dijo Gurgeh—. ¿Funciona?
—Eso es lo que les gustaría que creyéramos. En realidad se utiliza como excusa para que la gente no tenga un juicio justo, y los ricos siempre pueden arreglárselas para salir del laberinto a base de sobornos. Así que… Sí, los gobernantes están muy satisfechos del laberinto.
El módulo y las dos fragatas se posaron en un inmenso campo de aterrizaje para lanzaderas situado junto a un río de cauce muy ancho y aguas fangosas cruzadas por gran cantidad de puentes. El campo de aterrizaje estaba a una distancia bastante considerable de la ciudad, pero se hallaba rodeado por gran cantidad de cúpulas geodésicas de poca altura y edificios de tamaño mediano. Gurgeh salió del módulo con Flere-Imsaho flotando a su lado —la unidad volvía a llevar su disfraz de antigüedad, emitía un zumbido muy potente y estaba envuelta en un aura chisporroteante de estática—; y se encontró sobre un inmenso cuadrado de hierba sintética que había sido desenrollado junto a la parte trasera del módulo. Encima de la hierba sintética había unos cuarenta o cincuenta azadianos vestidos con uniformes y trajes de varios estilos. Gurgeh había estado intentando dar con una forma segura de identificar a los distintos sexos, y tuvo la impresión de que la mayoría pertenecían al sexo intermedio o ápice con algunos machos y hembras dispersos entre ellos. Detrás del grupo que le esperaba había varias hileras de machos que vestían el mismo uniforme y llevaban armas. Detrás de ellos había otro grupo que tocaba una música más bien estridente en la que predominaban los instrumentos metálicos.
—Los chicos de las armas son la guardia de honor —dijo Flere-Imsaho desde debajo de su disfraz—. No te alarmes.
—No estoy alarmado —dijo Gurgeh.
Sabía que ésta era la forma habitual de hacer las cosas en el Imperio. Las fiestas de bienvenida oficial eran ceremonias rígidas y complicadas en las que participaban burócratas imperiales, guardias de seguridad, funcionarios de las organizaciones de juegos, esposas asociadas y concubinas y personas que representaban a las agencias de noticias. Uno de los ápices fue hacia él.
—Hay que darle el tratamiento de «señor» en eáquico —murmuró Flere-Imsaho.
—¿Qué? —preguntó Gurgeh.
El zumbido que brotaba del disfraz de Flere-Imsaho era tan potente que apenas si podía oír la voz de la máquina. Los chisporroteos y chasquidos casi ahogaban la música de la banda ceremonial, y la estática emitida por la unidad hacía que Gurgeh tuviera todo el vello de un lado del cuerpo erizado.
—He dicho que se le llama «señor» en eáquico —siseó Flere-Imsaho intentando hacerse oír por encima del zumbido—. No le toques, pero cuando levante una mano tienes que levantar las dos y soltar tu discursito. Y recuerda que no debes tocarle.
El ápice se detuvo delante de Gurgeh y alzó una mano.
—Murat Gurgue —dijo—, bienvenido a Groasnachek, Eá, en el Imperio de Azad.
Gurgeh contuvo el impulso de torcer el gesto, alzó las dos manos (los libros explicaban que el gesto servía para demostrar que no llevabas armas) y empezó a hablar.
—He puesto los pies sobre el suelo sagrado de Eá y me siento muy honrado —dijo articulando cuidadosamente las palabras en eáquico.
—Bravo, un comienzo soberbio —murmuró la unidad.
El resto de la ceremonia de bienvenida fue como una especie de sueño febril. Gurgeh sintió que la cabeza le daba vueltas. Permaneció inmóvil sudando bajo los calientes rayos de la potente estrella binaria que ardía en el cielo (sabía que se esperaba que pasara revista a la guardia de honor, aunque nadie le había explicado cuál era el objetivo de esa inspección y qué debía buscar mientras la llevara a cabo) y cuando entraron en los edificios del campo de aterrizaje para dar comienzo a la recepción oficial los olores extraños le hicieron sentir con una fuerza muy superior a la que había creído posible que se encontraba en un lugar nuevo y distinto a todos los que había conocido hasta entonces. Le presentaron a montones de personas, ápices en su mayoría, y Gurgeh tuvo la impresión de que les encantaba que hablara con ellas en lo que al parecer era un eáquico bastante pasable. Flere-Imsaho le fue murmurando que hiciera y dijera ciertas cosas y Gurgeh se oyó pronunciar las palabras correctas y se vio ejecutar los gestos adecuados, pero la impresión global que sacó de todo aquello se redujo a un caos de movimientos, ruidos y personas que no le escuchaban (y cuyos cuerpos desprendían olores bastante fuertes y poco agradables, aunque estaba seguro de que ellas pensaban lo mismo de él), y también tuvo la extraña sensación de que se reían disimuladamente de él cuando les daba la espalda.
Aparte de las obvias diferencias físicas todos los azadianos parecían gente dura, sólida y decidida —al menos comparados con el habitante promedio de la Cultura—; más llenos de energía e incluso —si llevaba su examen al extremo de la crítica— bastante más neuróticos. Al menos, ésa fue la impresión que le produjeron los ápices. Los machos, a juzgar por los pocos que vio, parecían menos animados y más estólidos, así como más corpulentos, mientras que las hembras daban la impresión de ser más calladas (como si estuvieran continuamente absortas en sus pensamientos), y tenían un aspecto físico más delicado.
Se preguntó qué debían pensar de él. Gurgeh era consciente de que se fijaba demasiado en la extraña arquitectura alienígena y la sorprendente disposición de los interiores, y de que observaba a las personas de una forma que quizá no fuese muy educada, pero descubrió que la mayoría de ellas —y, una vez más, los ápices sobre todo— tampoco apartaban los ojos de él. Hubo un par de ocasiones en que Flere-Imsaho tuvo que repetir lo que le había dicho antes de que Gurgeh comprendiera que estaba hablando con él. El zumbido monocorde y el chisporroteo de la estática que nunca estuvieron demasiado lejos de él durante toda aquella tarde parecían aumentar todavía más la aureola de irrealidad y confusión que envolvía toda la escena.
Sirvieron comida y bebida en su honor. La biología de los habitantes de la Cultura y los habitantes del Imperio de Azad era lo bastante parecida para que hubiera algunos alimentos y bebidas mutuamente digeribles, el alcohol incluido. Gurgeh bebió todo lo que le ofrecieron, pero anuló sus efectos. El banquete se celebró en un edificio muy largo y de techo más bien bajo con pocos adornos exteriores, pero con el interior decorado de una forma muy ostentosa. Gurgeh y los invitados a la recepción tomaron asiento a lo largo de una mesa enorme repleta de comida y bebida. El servicio corrió a cargo de machos uniformados y Gurgeh se acordó de que no debía dirigirles la palabra. Descubrió que la mayoría de personas con las que intentaba conversar hablaban demasiado deprisa o excesivamente despacio, pero aun así logró salir airoso de varias conversaciones. Una de las preguntas más habituales era la de por qué había venido solo, y después de varios malentendidos Gurgeh cesó en sus intentos de explicar que estaba acompañado por la unidad y se limitó a decir que prefería viajar sin compañía.