Flere-Imsaho le llevó a un hospital. La unidad le dijo que la institución era bastante representativa de su especie y que tanto el hospital como la zona en que se hallaba estaban bastante más cuidadas de lo que resultaba habitual en la ciudad. El hospital era administrado por una institución benéfica, y la mayor parte del personal trabajaba sin cobrar un sueldo. La unidad le dijo que todo el mundo supondría que era un discípulo que había venido a visitar a un miembro de su congregación, y añadió que el personal estaba tan ocupado que no podía perder el tiempo interrogando a todos los visitantes que se cruzaran en su camino. Gurgeh recorrió el hospital sin creer en lo que estaba viendo.
Contempló a personas que habían perdido miembros o cuyas mutilaciones eran aún más espectaculares que las que acababa de ver en las calles, y a otras que tenían el cuerpo cubierto de cicatrices y llagas o cuya piel se había vuelto de algún color extraño. Algunas estaban muy flacas y le recordaron a palos envueltos en piel grisácea que se tensaba sobre los huesos. Otras yacían inmóviles intentando respirar o vomitaban ruidosamente ocultas detrás de un biombo, gemían, farfullaban palabras incomprensibles o gritaban. Gurgeh vio a personas cubiertas de sangre que esperaban el momento de ser atendidas, personas dobladas sobre sí mismas que escupían sangre en cuencos y a unas cuantas que yacían en catres metálicos inmovilizadas con correas de cuero. Ésas eran las peores, porque giraban locamente la cabeza golpeándosela contra los barrotes del catre y tenían los labios cubiertos de espuma.
Y había gente por todas partes, y las camas, catres y colchones se extendían formando hileras que parecían no tener fin, y los olores de la carne putrefacta, los desinfectantes y las secreciones corporales flotaban por todo el hospital.
La unidad le informó de que era una noche habitual tirando a mala. El hospital estaba un poco más lleno que de costumbre porque acababan de llegar varias naves cargadas con los heridos de las últimas y gloriosas victorias imperiales. Aparte de eso, era la noche en que los trabajadores cobraban su paga y no tenían que trabajar al día siguiente, y la tradición exigía que se emborracharan y se pelearan con cualquier pretexto. Después la máquina empezó a recitar las tasas de mortalidad infantil y la expectativa de vida para cada sexo, los tipos de enfermedades y la frecuencia con que se daban en los distintos estratos sociales, los promedios de renta, el índice de paro y los ingresos por cápita en relación al total de la población en ciertas zonas, y le habló del impuesto sobre los nacimientos y el impuesto por defunción y las penas por aborto y nacimiento ilegítimo, las leyes que regulaban los distintos tipos de relación sexual, las instituciones benéficas y las organizaciones religiosas que administraban los comedores para pobres, los asilos y las clínicas de primeros auxilios. La unidad estuvo un buen rato ametrallándole con números, estadísticas e índices, y Gurgeh apenas si entendió nada de cuanto le dijo. Se limitó a vagar por el edificio durante lo que le parecieron horas, acabó encontrando una puerta y salió del hospital.
Se encontró en la parte trasera del edificio. Estaba en un pequeño jardín oscuro, polvoriento y abandonado encerrado por un cuadrado de muros. La luz amarilla que brotaba de las ventanas mugrientas se derramaba sobre la hierba gris y el pavimento de losas agrietadas. La unidad dijo que aún quería enseñarle unas cuantas cosas. Quería que viera el sitio donde dormían quienes no tenían dinero; creía poder introducirle en una prisión disfrazado como visitante…
—Quiero volver. ¡Quiero volver ahora mismo! —gritó Gurgeh arrojando la capucha hacia atrás.
—¡Muy bien! —dijo la unidad.
Volvió a poner la capucha en su sitio y salieron disparados hacia arriba. Ascendieron en línea recta durante varios minutos antes de empezar a dirigirse hacia el hotel y el módulo. La unidad no dijo nada en todo el trayecto. Gurgeh también guardó silencio y se dedicó a observar la gran galaxia de luces que era la ciudad desfilando bajo sus pies.
Llegaron al módulo. La puerta del techo se abrió para dejarles pasar apenas iniciaron el descenso y se cerró en cuanto hubieron entrado. Gurgeh dejó que la unidad le quitara la capa y el arnés antigravitatorio. Sentir las correas del arnés deslizándose por sus hombros y la desaparición de su peso hizo que experimentara una extraña sensación de desnudez.
—Hay una cosa más que me gustaría enseñarte —dijo la unidad.
Flotó por el pasillo que llevaba hasta la sala del módulo. Gurgeh la siguió.
Flere-Imsaho se inmovilizó en el centro de la habitación. La pantalla estaba activada y mostraba a un macho copulando con un ápice. La música de fondo era ensordecedora y la pareja se agitaba rodeada por el lujo de los almohadones y los cortinajes.
—Estás viendo un programa de un canal selecto imperial —dijo la unidad—. Esto es una emisión codificada del Nivel Uno.
La escena cambió varias veces mostrando combinaciones sexuales distintas que iban desde la masturbación en solitario hasta orgías de grupo con los tres sexos azadianos.
—Son canales restringidos —dijo la unidad—. Se supone que los visitantes no deben verlos, pero el aparato decodificador se encuentra disponible en el mercado y puede adquirirse a un precio bastante módico. Ahora veremos algunos programas del Nivel Dos. Se emiten en canales de acceso reservado a los estratos superiores de los aparatos burocrático, religioso, militar y comercial del Imperio.
La pantalla quedó inundada durante unos segundos por un remolino de colores que no tardó en esfumarse. Gurgeh vio a más azadianos desnudos o con muy poca ropa. El énfasis volvía a estar puesto en la sexualidad, pero ahora había otro elemento nuevo incorporado a la acción. Muchas de las personas que tomaban parte en ella vestían ropas extrañas y de aspecto bastante incómodo, y algunas eran atadas y golpeadas o colocadas en posiciones absurdas que se les obligaba a mantener mientras servían como objeto de satisfacción sexual. Hembras uniformadas daban órdenes a grupos de ápices y machos. Gurgeh reconoció algunos de los uniformes como versiones grotescamente exageradas de los que vestían los oficiales de la Flota Imperial. Algunos ápices llevaban ropas de macho, y otros llevaban ropa de hembra. Vio ápices obligados a comer sus excrementos o los de otra persona o a beber su orina. Los programas que giraban alrededor de este tema parecían considerar como particularmente valiosas a las secreciones de otras especies pan-humanas. Vio bocas y anos de animales y alienígenas penetrados por machos y ápices; vio alienígenas y animales persuadidos a copular con los tres sexos azadianos y objetos —algunos de uso cotidiano, otros que parecían fabricados especialmente con ese fin— usados como sustitutos del falo. En cada escena había un claro elemento de… Gurgeh supuso que debía ser dominación.
Que el Imperio quisiera ocultar el material del primer nivel no le había sorprendido demasiado. Un pueblo tan obsesionado por el rango, el protocolo y la dignidad inherente al atuendo debía sentir el deseo de restringir el acceso a ese tipo de imágenes por muy inofensivas que pudieran ser. El segundo nivel era distinto. Gurgeh tuvo la impresión de que revelaba una pequeña parte de lo que había oculto bajo la fachada imperial, y no le costó nada comprender que les resultara tan incómodo. Estaba claro que el deleite que podía producir la visión de un programa del Nivel Dos no era fruto del placer vicario que se siente viendo a personas que se lo están pasando bien e identificándose con ellas, sino del placer que producía ver a personas humilladas mientras otras personas disfrutaban a sus expensas. El Nivel Uno giraba en torno al sexo; el Nivel Dos giraba alrededor de lo que estaba claro era una obsesión que el Imperio no lograba separar del acto sexual.