—No tengo ninguna intención de presentar una solicitud para que me admitan en Contacto —dijo Gurgeh incorporándose en el sofá—. Estar encerrado en una Unidad General de Contacto con un montón de filántropos fanáticos buscando bárbaros a los que educar no encaja con mi idea del disfrute o de la plenitud.
—No me refería a eso. Contacto tiene las mejores Mentes y la mejor información disponible. Quizá se les ocurra alguna idea nueva. Siempre que he mantenido alguna relación con ellos se las han arreglado para resolver los problemas. Aunque debo advertirte que se trata de un último recurso, claro…
—¿Por qué?
—Porque son una pandilla de tramposos llenos de argucias. Ellos también son jugadores, y están acostumbrados a ganar.
—Hmmm —dijo Gurgeh, y se acarició lentamente su oscura barba—. No sabría ni cómo empezar —murmuró.
—Tonterías —dijo Chamlis—. Y de todas formas yo tengo algunas conexiones en Contacto. Podría…
Una puerta se cerró de golpe.
—¡Joder, qué frío hace ahí fuera!
Yay irrumpió en la habitación sacudiéndose vigorosamente para entrar en calor. Tenía los brazos alrededor del torso y la delgada tela de sus pantalones cortos se le había pegado a los muslos. Todo su cuerpo temblaba. Gurgeh se levantó del sofá.
—Acércate a la chimenea —dijo Chamlis. Yay siguió inmóvil delante de la ventana, temblando y dejando caer gotitas de agua sobre el suelo—. No te quedes ahí mirándola —dijo Chamlis con un parpadeo de sus campos dirigido a Gurgeh—. Ve a buscar una toalla.
Gurgeh le lanzó una mirada de pocos amigos y salió de la habitación.
Cuando volvió Chamlis ya había persuadido a Yay de que se arrodillara delante del fuego. Un campo curvado sobre su nuca le mantenía la cabeza lo más cerca posible del calor de las llamas y otro campo estaba secándole el pelo. Las gotitas de agua caían de sus rizos empapados y se estrellaban sobre las piedras calientes de la chimenea esfumándose con un débil siseo.
Chamlis cogió la toalla y Gurgeh observó como la unidad la colocaba sobre el cuerpo de la joven. Gurgeh acabó apartando la mirada, meneó la cabeza y se dejó caer sobre el sofá lanzando un suspiro.
—Yay, tienes los pies sucios —dijo.
—Ah, sí. Fue una carrera magnífica.
La joven rió desde debajo de la toalla.
Yay acompañó la operación de secado con gran abundancia de bufidos, silbidos y «brr-brrs». Cuando estuvo seca se envolvió un poco mejor en la toalla y se sentó sobre el sofá doblando las piernas hasta dejarlas pegadas al pecho.
—Estoy muerta de hambre —anunció de repente—. ¿Os importa si me preparo algo para…?
—Deja, yo lo haré —dijo Gurgeh.
Salió por la puerta del rincón y apareció por el hueco el tiempo suficiente para colocar los pantalones de Yay sobre el respaldo de la silla en la que había dejado la chaqueta.
—¿De qué estabais hablando? —preguntó Yay volviéndose hacia Chamlis.
—Del por qué Gurgeh se siente a disgusto.
—¿Ha servido de algo?
—No lo sé —admitió la unidad.
Yay cogió su ropa y se vistió a toda velocidad. Después estuvo un rato sentada delante de la chimenea sin apartar los ojos de las llamas mientras la última claridad del día se iba desvaneciendo y las luces de la habitación aumentaban lentamente su intensidad.
Gurgeh entró trayendo una bandeja con bebidas y repostería.
En cuanto Yay y Gurgeh hubieron comido, los tres se embarcaron en un complejo juego de cartas del tipo que Gurgeh prefería, uno que dependía principalmente de la habilidad para farolear y muy poco de la suerte. Estaban a mitad de la partida cuando se presentaron unos amigos de Yay y Gurgeh. Su aeronave se posó sobre una extensión de césped que Gurgeh habría preferido que no fuese utilizada para aquellos fines. Los recién llegados irrumpieron en la habitación entre risas y gritos y Chamlis se retiró a un rincón cerca de la ventana.
Gurgeh se dedicó a representar el papel de buen anfitrión y se encargó de que sus invitados estuvieran lo suficientemente provistos de bebidas. Buscó a Yay con la mirada y la vio formando parte de un grupo que escuchaba a una pareja que estaba discutiendo sobre educación. Gurgeh cogió una copa de vino y fue hacia ella.
—¿Piensas acompañarles cuando se marchen? —le preguntó.
Se apoyó en el tapiz que cubría la pared y bajó la voz lo suficiente para que Yay tuviera que volverse hacia él y dejara de prestar atención a la pareja que discutía.
—Quizá —dijo ella. La luz del fuego iluminaba su rostro—. Vas a volver a pedirme que me quede, ¿no?
Yay hizo girar la copa y observó el movimiento circular del vino que contenía.
—Oh —dijo Gurgeh. Meneó la cabeza y alzó los ojos hacia el techo—. No, no lo creo… Uno acaba hartándose de repetir los mismos movimientos y oír las mismas respuestas.
Yay sonrió.
—Nunca se sabe —dijo—. Puede que algún día cambie de opinión. Vamos, Gurgeh, no deberías permitir que eso te afectara tanto… Casi estoy pensando en tomármelo como un honor.
—¿Te refieres a lo excepcional del caso?
—Mmm.
Yay tomó un sorbo de su copa.
—No te entiendo —dijo Gurgeh.
—¿Por qué? ¿Porque rechazo tus invitaciones?
—Porque nunca rechazas las invitaciones de nadie salvo las mías.
—No de una forma tan consistente.
Yay asintió y observó su copa con el ceño fruncido.
—Entonces… ¿Por qué no?
Bien. Por fin había logrado decirlo…
Yay apretó los labios.
—Porque… —dijo alzando los ojos hacia él—. Porque a ti parece importarte mucho.
—Ah. —Asintió, bajó la mirada y se frotó la barba—. Tendría que haber fingido indiferencia. —La miró a los ojos—. Yay, realmente…
—Tengo la sensación de que quieres… poseerme —dijo Yay—. Como si fuera un área o una pieza del juego. —Y, de repente, puso cara de perplejidad—. Hay en ti algo… No sé cómo expresarlo, Gurgeh. ¿Primitivo? Nunca has cambiado de sexo, ¿verdad? —Gurgeh meneó la cabeza—. Y supongo que tampoco te has acostado con ningún hombre. —Gurgeh volvió a menear la cabeza—. Ya me lo imaginaba —dijo Yay—. Eres muy extraño, Gurgeh.