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Con un pretexto u otro, Enrique llevaba el muchacho a la vidriera de la calle, para que le cotizara precio de ciertos artículos, y si no había gente en el despacho yo prontamente abría una vitrina y me llenaba los bolsillos de cajas de lápices, tinteros artísticos, y sólo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajón sin timbre de alarma, y otra vez en una armería llevamos un cartón con una docena de cortaplumas de acero dorado y cabo de nácar.

Cuando durante el día no habíamos podido hacernos con nada, estábamos cariacontecidos, tristes de nuestra torpeza, desengañados de nuestro porvenir.

Entonces rondábamos malhumorados, hasta que se ofrecía algo en que desquitarnos.

Mas cuando el negocio estaba en auge y las monedas eran reemplazadas por los sabrosos pesos, esperábamos a una tarde de lluvia y salíamos en automóvil. ¡Qué voluptuosidad entonces recorrer entre cortinas de agua las calles de la ciudad! Nos repantigábamos en los almohadones mullidos, encendíamos un cigarrillo, dejando atrás las gentes apuradas bajo la lluvia, nos imaginábamos que vivíamos en París, o en la brumosa Londres. Soñábamos en silencio, la sonrisa posada en el labio condescendiente.

Después, en una confitería lujosa, tomábamos chocolate con vainilla, y saciados regresábamos en el tren de la tarde, duplicadas las energías por la satisfacción del goce proporcionado al cuerpo voluptuoso, por el dinamismo de todo lo circundante que con sus rumores de hierro gritaba en nuestras orejas:

"¡Adelante, adelante!"

Decía yo a Enrique cierto día:

– Tenemos que formar una verdadera sociedad de muchachos inteligentes.

– La dificultad está en que pocos se nos parecen -argüía Enrique.

– Sí, tenés razón; pero no han de faltar.

Pocas semanas después de hablado esto, por diligencia de Enrique, se asoció a nosotros cierto Lucio, un majadero pequeño de cuerpo y lívido de tanto masturbarse, todo esto junto a una cara tan de sinvergüenza que movía a risa cuando se le miraba

Vivía bajo la tutela de unas tías ancianas y devotas que en muy poco o en nada se ocupaban de él. Este badulaque tenía una ocupación favorita orgánica, y era comunicar las cosas más vulgares adoptando precauciones como si se tratara de tremebundos secretos. Esto lo hacía mirando de través y moviendo los brazos a semejanza de ciertos artistas de cinematógrafo que actúan de granujas en barrios de murallas grises.

– De poco nos servirá este energúmeno -dije a Enrique; mas como aportaba el entusiasmo del neófito a la reciente cofradía, su decisión entusiasta, ratificada por un gesto rocambolesco, nos esperanzó.

Como es de rigor no podíamos carecer de local donde reunirnos y le denominamos, a propuesta de Lucio, que fue aceptada unánimemente, el Club de los Caballeros de la Media Noche.

Dicho club estaba en los fondos de la casa de Enrique, frente a una letrineja de muros negruzcos y revoques desconchados, y consistía en una estrecha pieza de madera polvorienta, de cuyo techo de tablas pendían largas telas de araña. Arrojados por los rincones había montones de títeres inválidos y despintados, herencia de un titiritero fracasado amigo de los Irzubeta, cajas diversas con soldados de plomo atrozmente mutilados, hediondos bultos de ropa sucia y cajones atiborrados de revistas viejas y periódicos.

La puerta del cuchitril se abría a un patio oscuro de ladrillos resquebrajados, que en los días lluviosos rezumaban fango.

– ¿No hay nadie, che?

Enrique cerró el enclenque postigo por cuyos vidrios rotos se veían grandes rulos de nubes de estaño.

– Están adentro charlando.

Nos ubicamos lo más buenamente posible. Lucio ofreció cigarrillos egipcios, formidable novedad para nosotros, y con donaire encendió la cerilla en la suela de sus zapatos. Dijo después:

– Vamos a leer el "Diario de sesiones".

Para que nada faltara en el susodicho club, había también un "Diario de sesiones" en el que se consignaban los proyectos de los asociados, y también un sello, un sello rectangular que Enrique fabricó con un corcho y en el que se podía apreciar el emocionante espectáculo de un corazón perforado por tres puñales.

Dicho diario se llevaba por turno, el final de cada acta era firmado, y cada rúbrica llevaba su sello correspondiente.

Allí podían leerse cosas como las que siguen:

Propuesta de Lucio. Para robar en el futuro sin necesidad de ganzúa, es conveniente sacar en cera virgen los modelos de las llaves de todas las casas que se visiten.

Propuesta de Enrique. También se hará un plano de la casa de donde se saque prueba de llaves. Dichos planos se archivarán con los documentos secretos de la orden y tendrán que mencionar todas las particularidades del edificio para mayor comodidad del que tenga que operar.

Acuerdo general de la orden. Se nombra dibujante y falsificador del club al socio Enrique.

Propuesta de Silvio. Para introducir nitroglicerina en un presidio, tómese un huevo, sáquese la clara y la yema y por medio de una jeringa se le inyecta el explosivo.

Si los ácidos de la nitroglicerina destruyen la cáscara del huevo, fabríquese con algodón pólvora una camiseta. Nadie sospechará que la inofensiva camiseta es una carga explosiva.

Propuesta de Enrique. El club debe contar con una biblioteca de obras científicas para que sus cofrades puedan robar y matar de acuerdo a los más modernos procedimientos industriales. Además, después de pertenecer tres meses al club, cada socio está obligado a tener una pistola Browning, guantes de goma y 100 gramos de cloroformo. El químico oficial del club será el socio Silvio.

Propuesta de Lucio. Todas las balas deberán estar envenenadas con ácido prúsico y se probará su poder tóxico cortándose de un tiro la cola a un perro. El perro tiene que morir a los diez minutos.

– Che, Silvio.

– ¿Qué hay? -dijo Enrique.

– Pensaba una cosa. Habría que organizar clubes en todos los pueblos de la república.

– No, lo principal -interrumpí yo- está en ponernos prácticos para actuar mañana. No importa ahora ocuparnos de macanitas.

Lucio acercó un bulto de ropa sucia que le servía de otomana. Proseguí:

– El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja: darle sangre fría a uno, que es lo más necesario para el oficio. Además, la práctica del peligro contribuye a formarnos hábitos de prudencia.

Dijo Enrique:

– Dejémonos de retóricas y vamos a tratar un caso interesante. Aquí, en el fondo de la carnicería (la pared de la casa de Irzubeta era medianera respecto a dicho fondo) hay un gringo que todas las noches guarda el auto y se va a dormir a una piecita que alquila en un caserón de la calle Zamudio. ¿Qué te parece, Silvio, que le evaporemos el magneto y la bocina?

– ¿Sabés que es grave?

– No hay peligro, che. Saltamos por la tapia. El carnicero duerme como una piedra. Eso sí, hay que ponerse guantes.

– ¿Y el perro?

– ¿Y para qué lo conozco yo al perro?

– Me parece que se va a armar una bronca.

– ¿Qué te parece, Silvio?

– Pero date cuenta que sacamos más de cien mangos por el magneto.

– El negocio es lindo, pero vidrioso.

– ¿Te decidís vos, Lucio?