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A Pepe Sánchez lo fusilaron un amanecer lluvioso de otoño del 38. La víspera, las palabras desaparecieron de la prisión. Lo que que daba de ellas eran despojos en el chillido de las gaviotas. El lamento de un pasador en la garganta del cerrojo. Las boqueadas de los sumideros. Y entonces Pepe se puso a cantar. Cantó toda la noche acompañado desde sus celdas por los músicos de la Orquesta Cinco Estrellas, con sus instrumentos de aire. Cuando se lo llevaban, con el cura detrás murmurando una oración, aún tuvo humor para gritar por el pasillo: ¡Vamos a tomar el cielo! ¡Yo bien puedo entrar por el ojo de la aguja! Y es que era esbelto como un sauce.

No, en aquella ocasión no hubo voluntarios para el pelotón, le dijo Herbal a María da Visitaçáo.

12.

Por dos veces el doctor Da Barca venció a la muerte. Y por dos veces pareció que la muerte lo vencía, que lo arrinconaba y lo arrojaba a la colchoneta de la celda.

Fue a causa de los fusilamientos de Dombodán y Pepe Sánchez.

Siempre andaba animoso, pero se derrumbó en dos momentos, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Cuando murieron O'Ne no y el cantante. Entonces permaneció varios días tirado en la colchoneta, en un largo sueño, como si se hubiese metido un tonel de valeriana en el cuerpo.

En la última ocasión, Gengis Khan permaneció en vigilia a su lado.

Cuando despertó, le dijo: ¿Qué haces aquí, patatita?

Quitarle los piojos, doctor. Y apartar las ratas.

¿Tanto he dormido?

Tres días y tres noches.

Gracias, Gengis. Te voy a invitar a comer.

Y es que tenía, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo, el poder de la mirada.

A la hora del almuerzo, en el comedor, el doctor Da Barca y Gengis Khan se sentaron frente a frente y todos los presos fueron asombrados testigos de aquel banquete.

De entrante vas a tomar un cóctel de marisco.

Langosta con salsa rosa sobre un cogollo de lechuga del valle de Barcia.

¿Y para beber?, preguntó Gengis Khan con incredulidad.

Para beber, dijo muy serio el doctor Da Barca, un blanco del Rosal.

Lo miraba fijamente, atrapándolo en la claraboya de los ojos, y algo estaba pasando porque Gengis Khan dejó de reír, vaciló por un instante, como si estuviese en un alto y le diese vértigo, y después quedó pasmado. El doctor Da Barca se levantó, rodeó la mesa y le cerró suavemente los párpados, como si fuesen cortinas de encaje.

¿Está bueno el cóctel?

Gengis Khan asintió con la boca llena.

¿Y el vino?

En el pun, en el punto, balbuceó en éxtasis.

Pues ve despacio.

Más tarde, cuando el doctor Da Barca le sirvió de segundo un redondo de ternera con puré de manzana, regado con un tinto de Amandi, a Gengis Khan le fue cambiando el color. Aquel gigante pálido y magro tenía ahora el brillo colorado de un abad goloso. Sonreía en él una abundancia campesina y mensajera, una dulce revancha contra el tiempo que contagió a todos los presentes. Había en aquel comedor un silencio de lengua en el paladar y ojos de fábula, que silenció el revolver de las cucharas en el rancho, una sopa indescifrable a la que llamaban agua de lavar carne.

Ahora, Gengis, dijo solemne el doctor Da Barca, el postre prometido.

¡Un tocinillo de cielo!, gritó con ansia irreprimible un espontáneo.

¡Milhojas!

¡Tarta de Santiago!

Una nube de azúcar en polvo atravesó el oscuro comedor. De la corriente fría de las puertas salía nata a borbotones. La miel escurría por las paredes desconchadas.

El doctor pidió silencio con un gesto de sus manos.

¡Las castañas, Gengis!, dijo por fin. Y siguió un murmullo de desconcierto porque aquél era un postre de pobres.

Mira, Gengis, castañas del Caurel, del país de los bosques, hervidas en nébeda y anís. Eres niño, Gengis, los perros del viento aúllan, la noche temblequea en el candil y los mayores andan encorvados por el peso del invierno. Pero aparece tu madre, Gengis, y posa en 'el centro de la mesa la fuente de las castañas hervidas, criaturas envueltas en trapos calientes, una vaharada animal que reblandece los huesos. Es el incienso de la tierra, Gengis, ¿a que lo notas?

Pues claro que lo notaba. El vaho del hechizo prendió en sus sentidos como hiedra, le picó en los ojos y le hizo llorar.

Y ahora, Gengis, dijo el doctor Da Barca cambiando de tono como un comediante, vamos a bañar esas castañas con crema de chocolate. A la usanza francesa, sí, señor.

Todo el mundo aprobó esa delicadeza.

En el parte de incidencias del comedor, el director de la prisión leyó: «Los internos rechazaron tomar la comida del día, sin manifestar ningún signo de protesta ni explicar los motivos de esta actitud. La retirada del comedor tuvo lugar sin incidentes que reseñar».

¿A que tiene cara de mejor salud?, dijo el doctor Da Barca. Es cierto eso que dice el refranero, que de ilusión también se vive. Es la ilusión, que le hace subir la glucosa.

Gengis Khan salió de la hipnosis despertado por su propio eructo de placer.

13.

A veces, el difunto descabalgaba de la montura de la oreja, se le iba de la cabeza y tardaba en volver. Andará por ahí, en busca de su hijo, pensaba el guardia Herbal con algo de nostalgia, porque al fin y al cabo el pintor le daba conversación en las horas de vigilia, en las noches de imaginaria. Y le enseñaba cosas. Por ejemplo, que lo más difícil de pintar era la nieve. Y el mar, y los campos. Las amplias superficies de apariencia monocolor. Los esquimales, le dijo el pintor, distinguen hasta cuarenta colores en la nieve, cuarenta clases de blancura. Por eso, los que mejor pintan el mar, los campos y la nieve son los niños. Porque la nieve puede ser verde y el campo blanquear como las canas de un anciano campesino.

¿Usted ha pintado la nieve alguna vez?

Sí, pero fue para el teatro. Una escenografía de hombres lobo. Si pones un lobo en el medio, todo es mucho más fácil. Un lobo negro, como un tizón vivo a lo lejos, y como mucho un haya desnuda pintados sobre una sábana. Alguien que diga, nieve, y ya está. Qué maravilla, el teatro.

Me resulta raro eso que dice, dijo el guardia rascándose la barba rala con el punto de mira del fusil.

¿Por qué?

Pensé que para usted, como pintor, eran más importantes las imágenes que las palabras.

Lo importante es ver, eso es lo importante. De hecho, añadió el pintor, se dice que Homero, el primer escritor, era ciego.

Eso querrá decir, comentó el guardia con algo de sorna, que tenía muy buena vista.

Sí, exacto. Eso quiere decir.

Ambos callaron atraídos por la tramoya del crepúsculo. El sol discurría tras el monte de San Pedro hacia un muelle de exilio. Al otro lado de la ensenada, las primeras acuarelas del faro hacían más intensa la balada del mar.

Poco antes de morir, dijo el pintor, y lo dijo como si el hecho de haber muerto fuese algo ajeno a ambos, pinté esta misma estampa, lo que estamos viendo. Fue para la escenografía del Canto mariñán de la Coral Ruada, en el Teatro Rosalía de Castro.

Me gustaría haberlo visto, dijo el guardia con sentida cortesía.

No era nada del otro mundo. Lo que sugería el mar era el faro, la Torre de Hércules. El mar era la penumbra. Yo no quería pintarlo. Quería que se oyese, como una letanía. Pintarlo es imposible. Un pintor cabal, cuanto más realista quiera ser, sabe que el mar no se puede llevar a un lienzo. Hubo un pintor, un inglés, se llamaba Turner, que lo hizo muy bien. La imagen más impresionante que existe del mar es su naufragio de un barco de negreros. Allí se escucha el mar. Es el grito de los esclavos, esclavos que quizá no conociesen del mar más que el vaivén en las bodegas. A mí me gustaría pintar el mar desde dentro, pero no como un ahogado sino con escafandra. Bajar con lienzo, pinceles y todo, como dicen que hizo un pintor japonés.

Tengo un amigo que quizá lo haga, añadió con una sonrisa nostálgica. Si antes no se ahoga en vino. Se llama Lugrís.