La del crepúsculo era, por alguna razón, la hora preferida por el pintor para visitar la cabeza del guardia Herbal. Se le posaba en la ore ja con firme suavidad, a horcajadas, como el lápiz del carpintero.
Cuando sentía el lápiz, cuando hablaban de esas cosas, de los colores de la nieve, de la guadaña del pincel en el silencio verde de los prados, del pintor submarino, de la linterna de un ferroviario abriéndose paso en la niebla de la noche o de la fosforescencia de las luciérnagas, el guardia Herbal notaba que le desaparecían los ahogos como por ensalmo, el burbujear de los pulmones como un fuelle empapado, los delirios de sudor frío que seguían a la pesadilla de un tiro en la sien. El guardia Herbal se sentía bien siendo lo que en ese instante era, un hombre olvidado en la garita. Conseguía por fin acompasar su corazón al cincel del cantero. Latía con la rutina de un servicio mínimo. Su pensamiento era el proyector luminoso de un cinematógrafo. Como cuando, de niño pastor, su mirada sostenía un reyezuelo picando el perfil del tiempo en la vertical de la corteza, o aguantaba una brizna de hierba al borde del reloj fatal del remolino en la fuente.
Fíjate, las lavanderas están pintando el monte, dijo ahora el difunto.
Sobre los matorrales que rodeaban el faro, entre los peñascos, dos lavanderas tendían la ropa a clarear. Su lote era como el vientre de trapo de un mago. De él quitaban interminables piezas de colores que repintaban el monte. Las manos rosadas y gordezuelas seguían el dictado de los ojos del vigía, guiados a su vez por el pintor: Las lavanderas tienen las manos rosas porque de tanto fregar y fregar en la piedra del agua se les van quitando los años de la piel. Sus manos son las manos de cuando eran niñas y comenzaron a ser lavanderas.
Sus brazos, añadió el pintor, son los mangos del pincel. Del color de la madera del aliso, porque también se formaron junto al río. Cuando escurren la ropa mojada, los brazos de las lavanderas se tensan como las raíces de la orilla. El monte es como un lienzo. Fíjate. Pintan sobre tojos y zarzas. Las espinas son las mejores pinzas de las lavanderas. Ahí va. La larga pincelada de una sábana blanca. Dos trazos de calcetines rojos. El temblor liviano de una lencería. Extendida al clareo, cada pieza de ropa cuenta una historia.
Las manos de las lavanderas casi no tienen uñas. También eso cuenta una historia, como la contarían, si tuviésemos una radio grafía a la vista, las vértebras superiores de su columna, deformadas por el peso de los lotes acarreados sobre la cabeza durante años y años. Dicen ellas que las uñas se las llevó el aire de las salamandras. Pero eso es, por su parte, una explicación mágica. Las uñas se las comió el ácido de la sosa.
Durante las ausencias del difunto, el Hombre de Hierro pugnaba por ocupar su lugar en la cabeza del guardia. El Hombre de Hierro no se presentaba durante el tiempo melancólico del crepúsculo, ni se acomodaba como un lápiz de carpintero en la silla de montar de la oreja, sino a primera hora, en el espejo y en el momento de afeitarse. Tenía un mal despertar. Atravesaba la noche con ahogos de pecho, como quien sube y baja montañas tirando de un mulo cargado de cadáveres. Así pues, el Hombre de Hierro se lo encontraba bien predispuesto para atender consejos que eran órdenes. Aprenda a sostener la mirada y a dominar con ella, para eso debe apretar los dientes. Hable lo menos posible. Las palabras, por imperiosas y malsonantes que sean, son siempre una puerta abierta a los diletantes, y los más débiles se agarran a ellas como un náufrago al palo del mástil. El silencio, acompañado de gestos rotundos, marciales, tiene un efecto intimidatorio. Las relaciones entre humanos, no se olvide, siempre se establecen en términos de poder. Cómo entre lobos, el contacto exploratorio deriva en un nuevo orden de cosas: o dominio o sumisión. ¡Y abróchese el botón del cuello de la guerrera, soldado! Usted es un vencedor. Que se enteren.
En la habitación que su hermana le había dado, había una bicicleta colgada de la pared. Era una bicicleta que nadie usaba, con el neumático de las ruedas tan limpio que parecía que nunca se había posado en el suelo, y los guardabarros de lata tan brillantes como láminas de alpaca. Antes de irse a dormir, se sentaba en la cama ante la bicicleta. De niño había soñado con algo así. O no. Quizá era un sueño que soñaba haber soñado. De repente, se sintió estafado. Todo lo que recordaba haber soñado, el sueño que desplazaba todo lo soñado, era aquella niña, muchacha, mujer llamada Marisa Mallo. Estaba allí, en la pared, como una Inmaculada en el altar.
Cuando cuidaba del ganado, solía escaparse junto a su tío el trampero. Pero tenía otro tío. Otro Solitario. Nan, el tío carpintero.
Al regresar con las vacas, se detenía en el taller de Nan, un cobertizo que daba al camino, de tablas pintadas con pez como un arca varada en la entrada de la aldea. Para Herbal, Nan era un ser extraño. En el pomar había un manzano cubierto de musgo blanco, el preferido de los mirlos. Así era, entre los de su familia, aquel tío abuelo carpintero. En aquella aldea, la vejez estaba al acecho. Repentinamente, te enseñaba los dientes en una esquina sombría, enlutaba a las mujeres en una era de niebla, mudaba las voces con un trago de aguardiente y arrugaba la piel en el escalón de un invierno. Pero la vejez no había traspasado a Nan. Cayó sobre él, lo cubrió de canas y de una pelambre blanca que se le rizaba en el pecho y le vestía los brazos como viste el musgo las ramas del manzano, pero la piel amarilleaba, lustrosa, como el cerne del pino del país, los dientes relucían brillantes por el buen humor, y además andaba siempre con aquel penacho rojo en la oreja. El lápiz de carpintero. En el taller de Nan nunca hacía frío. El suelo era un lecho blando de virutas. El aroma del serrín mataba la humedad. ¿De dónde vienes?, le preguntaba sabiéndolo. Un chaval como tú debería estar en la escuela. Y después murmuraba con un gesto desaprobatorio: Cortan la madera antes de tiempo. Ven aquí, Herbal. Cierra los ojos. Ahora dime, sólo por el olor, como te he enseñado, ¿cuál es el castaño y cuál el abedul? El niño olisqueaba acercando la nariz hasta rozar con la punta los pedazos de madera. Así no vale. Sin tocar. Sólo por el olor.
Éste es el abedul, señalaba por fin Herbal.
¿Seguro?
Seguro.
¿Y por qué?
Porque huele a mujer.
Muy bien, Herbal.
Y él mismo se acercaba al tocón de abedul e inspiraba profundamente, entrecerrando los ojos. A hembra bañada en el río.
Herbal descuelga la bicicleta de la pared. El manillar y el guardabarros brillan como alpaca.
Debajo de la cama tiene la caja de herramientas de Nan y la amarra al asiento trasero. Prepara un café en el puchero, como infusión, tal y como hacía Nan. Está amaneciendo y se echa a pedalear por el camino que discurre paralelo al río, orlado de abedules. De frente se acerca una figura extraña. Lleva túnica y va tan maquillada que parece una máscara. Le hace una señal para que se detenga. Herbal intenta pedalear con fuerza pero la cadena se sale del piñón.
Hola, Herbal, querido. Soy la Muerte. ¿Sabes por dónde andan el joven acordeonista y la puta Vida?
Pero entonces Herbal, que busca un arma, algo con lo que defenderse, recurre al lápiz de la oreja. Se alarga como una lanza roja. El grafito de la punta espejea como un metal bruñido. La Muerte abre los ojos con espanto. Desaparece. Sólo queda una mancha de gasóleo en el charco del camino. Y Herbal arregla la bicicleta y pedalea silbando feliz un pasodoble de jilguero, con su lápiz rojo en la oreja. Y llega al pazo de Marisa Mallo y saluda cantarín mirando al cielo. ¡Bonito día! Precioso, asiente ella. Bien, dice él frotándose las manos, ¿qué es lo que quiere que haga hoy? Una artesa, Herbal. Un arca para el pan.
Se la haré de nogal, mi señora. Y con patas torneadas. Y escudete en el cierre.
Y un chinero, Herbal. ¿Me harás también un chinero?
Con balaústre de volutas.
Despertó con las órdenes del Hombre de Hierro. Se había quedado dormido encima de la cama, sin desvestirse. Desde la cocina llegaban también los lamentos dóciles de su hermana. Recordó lo que le había dicho el sargento Landesa: Dale una patada en los huevos de mi parte. Ya está bien, murmuró. Hijo de puta.