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¿Lo has oído? Quiero la cena caliente en la mesa. ¡Llegue a la hora que llegue!

Su hermana estaba en camisón, despeinada, con un plato de sopa en la mano. La presencia de Herbal pareció sobresaltarla aún más, pues vertió parte del plato. El otro venía uniformado. La camisa azul. Los correajes. La pistola enfundada en la sobaquera. Lo miró de frente. Los ojos estriados. Borracho. Amagó una sonrisa cínica. Después pasó la gamuza de la lengua por los dientes.

¿Tienes mal dormir, Herbal?

Sacó la pistola y la dejó encima de la mesa. Al lado de los cubiertos y del pedazo de pan, la Star parecía una herramienta absurda, desamparada. Zalo Puga llenó dos vasos de vino.

Venga, siéntate. Echa un trago con tu cuñado. Y tú, se dirigió a su mujer, guarda eso que viene ahí.

Le guiñó un ojo a Herbal y empezó a sorber directamente del plato. Siempre era así. Pasaba de una chulería agresiva a una camarade ría ebria. Beatriz procuraba disimular las huellas de los malos tratos pero a veces, cuando estaban solos, se derrumbaba llorando en los brazos de su hermano. Ahora, después de desatar el saco con el que había llegado el marido, Herbal vio que quedaba estupefacta, petrificada, como en un vértigo.

¿Qué te parece? ¡Buena caza! Venga, cógelo.

Prefiero dejarlo para mañana.

¡Venga, mujer! No muerde. Que lo vea tu hermano.

Y ella, venciendo el asco, metió las manos y finalmente sacó la cabeza de un cerdo. La mostró, apartándola de sí, dirigiéndola hacia los hombres. Arenas de sal en el hueco oblicuo de los ojos.

¡Pobre animal!

El cuñado de Herbal rió su propia gracia. ¡Viene entero, con rabo y todo! Luego añadió: Aquel carajo de vieja no lo quería soltar. Dijo que ya había dado un hijo para Franco. Ha, ha, ha.

Zalo Puga había engordado mucho durante la guerra. Trabajaba en Abastos. Era de los que salían a decomisar víveres por las aldeas. Y se quedaba con una parte del botín. No lo quería soltar, repitió en tono sórdido. Se agarraba a los lacones como si fuesen reliquias. Le tuve que sacudir.

Cuando Beatriz arrastró el saco hacia la despensa, él quitó dos farias del bolsillo de la camisa y le ofreció una a Herbal. Las primeras humaradas se cruzaron y ascendieron forcejeando enredadas hacia la lámpara. Zalo Puga lo miraba fijamente por las estrías de los ojos.

Querrías matarme, ¿verdad? Pero no tienes cojones.

Y soltó otra carcajada.

14.

Entre el penal y las primeras casas de la ciudad había unos peñascos. A veces, durante las horas de patio, se veían mujeres en lo alto que parecerían esculpidas si no fuese por la brisa del mar que les ondulaba las faldas y las melenas. En la esquina soleada del patio, algunos hombres hacían visera con la mano y miraban hacia ellas. No hacían ningún gesto. Solamente de vez en cuando ellas braceaban lentamente, como en un código de banderas que se agitaba más al ser reconocido.

Desde la garita, en una esquina del muro de la prisión, con el lápiz de carpintero en la oreja, Herbal atendía a lo que le decía el pintor.

Le decía que los seres y las cosas tienen una vestimenta de luz. Y que los propios Evangelios hablan de los hombres como «los hijos de la luz». Entre los prisioneros del patio y las mujeres de las rocas debía de haber hilos de luz que cruzaban tendidos por encima del muro, hilos invisibles que no obstante transmitían el color de las prendas y el ajuar de la memoria. Y más aún, una pasarela hecha de cordajes luminosos y sensoriales. El guardia imaginó que, en su quietud, los prisioneros y las mujeres de los peñascos estaban haciendo el amor y que era el vendaval de sus dedos el que agitaba las faldas y las melenas.

Un día la vio allí, entre las otras mujeres con vestidos pobres. Su largo pelo rojizo balanceado por la brisa, tendiendo hilos con el doctor en el patio de la cárcel. Hilos de seda, invisibles. No los podría rasgar ni un tirador de precisión.

Hoy no había mujeres. Un grupo de niños, con la cabeza muy rapada, lo que les daba aspecto de hombrecitos, jugaban a la guerra, haciendo que los palos eran espadas. Disputaban la cima de los peñascos como torres de una fortaleza. Se cansaron de la esgrima y entonces usaron los mismos palos como rifles. Se dejaban ir, rodando, como muertos, como extras de una película, y después se levantaban riendo y volvían a rodar por la ladera hasta cerca del muro de la prisión. Uno de ellos, después de la caída, alzó la vista y se encontró con la mirada del guardia. Y entonces cogió el palo, lo apoyó en el hombro, con un pie adelantado en posición de tirador, y le apuntó. Mocoso, dijo el guardia. Y decidió darle un susto. Cogió su fusil y apuntó a su vez a la cara del niño. Desde atrás, los otros lo llamaron asustados. ¡Pico! ¡Corre, Pico! El chaval bajó lentamente su arma de palo. Tenía pecas y una sonrisa desdentada y temeraria. De repente, en un movimiento vertiginoso, se llevó de nuevo el palo al hombro, disparó, ¡pum, pum!, y echó a correr monte arriba, arrastrándose por la ladera con su pantalón de remiendos. El guardia lo siguió a través del punto de mira de su fusil. Herbal sintió que le ardían las mejillas. Cuando el chaval desapareció detrás de los peñascos, él dejó el arma y respiró hondo. Le faltaba el aire. Sudaba a chorros. Escuchó el eco de una carcajada. El Hombre de Hierro había descabalgado al pintor. El Hombre de Hierro se estaba riendo de él.

¿Qué es eso que llevas en la oreja?

Un lápiz. Un lápiz de carpintero. Es un recuerdo de uno que maté.

¡Menudo botín de guerra!

El primero de abril de 1939, Franco firmó el parte de la victoria.

Hoy celebramos la victoria de Dios, dijo el capellán en la homilía de misa solemne celebrada en el patio. Y no lo dijo con especial altanería, sino como quien constata la ley de la gravedad. Ese día había guardias dispuestos entre las filas de reclusos. Habían acudido algunas autoridades y el director no quería sorpresas desagradables, amotinamientos de risa o de tos como ya había ocurrido cuando algún predicador echaba hiel en la herida, bendecía la guerra que llamaba cruzada y los instaba al arrepentimiento, ángeles caídos en el bando de Belcebú, y a pedir la protección divina para el caudillo Franco. Sin embargo, el del capellán era un fanatismo menos pedestre, de cierta armazón teológica, perfilada en discusiones con los presos, la mayoría de ellos fanáticos de los libros, de cualquiera, los que tuviesen a mano, ya fuese la Bibliotheca Sanctorum o Maravillas de la vida de los insectos. ¡Aquí querría ver él a la curia, batiéndose por la fe! Sabían latín, Dios mío, sabían griego. Como aquel doctor Da Barca que un día lo enredó en una telaraña de soma, psyque y pneûma.

Pneûma tes aletheias. El Espíritu de la Verdad. ¿Sabe? Eso es lo que significa el Espíritu Santo. De la Verdad, padre.

Dios no le presenta batalla a determinados hombres por azar, dijo el capellán. Para Dios no hay criatura enemiga. Es el pecado, la manifestación de Satanás, lo que indigna a Dios. Además, ¿qué somos nosotros desde su altura? Cabezas de alfiler. Lo que hace Dios es guiar el agua de la historia, de la misma forma que el molinero dirige el curso del río. Dios combate el pecado, no el pecadillo, eso es cosa nuestra, por medio de la confesión, el arrepentimiento y el perdón. Existe el pecado original, el peccatum origínale, estigma que soportamos por el hecho de nacer. Y después están los pecadillos, ¡o los pecadazos!, de la persona per se, el peccatum personale, ese tropezón en el camino: Pero el peor de todos, el que nos sobrepasa y que ha poseído a una parte de España durante estos últimos años, traicionando su ser esencial, es el Pecado de la Historia, el Pecado con mayúscula. Esta clase horriblemente repugnante de pecado prende sobre todo en la vanidad del intelecto y en la ignorancia de los más simples, arrastrados por tentaciones en forma de revoluciones y disparatadas utopías sociales. Contra ese pecado de la historia sí que combate Dios. Y tal y como nos cuentan reiteradamente las Escrituras, existe la ira de Dios. Una ira que es justa e implacable. Y Dios, para su victoria, elige sus instrumentos. Los elegidos de Dios.