El capellán leyó el telegrama que el papa Pío XII acababa de enviarle a Franco el 31 de marzo: «Alzando nuestro corazón a Dios, damos sinceras gracias a Su Excelencia por la victoria de la católica España».
Fue entonces cuando se escucharon los primeros carraspeos.
Era el doctor Da Barca, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Lo sé porque yo estaba a su lado y lo miré duramente, llamándolo al orden. Teníamos instrucciones de atajar cualquier incidente. Pero aparte de mirarlo como a un bicho, cosa que ni le inmutó, yo no sabía muy bien qué hacer. La suya era una tos seca, fingida, como la de esa gente fina que va a los conciertos. Por eso para mí fue casi un alivio que la tos se extendiese como un contagio entre todos los reclusos. Sonaba como un gigantesco carillón que se desprende del campanario.
No sabíamos qué hacer. ¡No íbamos a zurrarles a todos en plena misa! Las autoridades se removían inquietas en sus asientos. En el fondo, todos deseábamos que el capellán, por lo demás hombre avisado, apagase el murmullo rebelde con un oportuno silencio. Pero él, como rueda dentada que se acopla con otra más grande, estaba enardecido por el engranaje del propio sermón.
¡Existe la ira de Dios! ¡Ha sido la victoria de Dios!
Y su voz fue ahogada por las toses, que ahora ya no eran refinados carraspeos de ópera sino una resaca de mar de fondo. Y el direc tor de la prisión, asaeteado por las miradas de las autoridades, tuvo el arranque de acercarse a él y susurrarle al oído que abreviase, que era el día de la Victoria y que como la cosa siguiese así iban a tener que celebrarlo con una carnicería.
El rostro enrojecido del capellán fue palideciendo, absorbido por aquella catarata de hombres tosiendo como silicóticos. Calló, re corrió las filas con ojos desconcertados, como si volviese en sí, y murmuró entre dientes un latín.
Lo que dijo el capellán, y que Herbal no podría recordar, fue: Ubi est mors stimulus tuus?
Al acabar la ceremonia, el director lanzó las consignas de rigor.
¡España! Y solamente se escucharon las voces de autoridades y guardias: ¡Una!
¡España! Los presos seguían en silencio.
Gritaron los mismos: ¡Grande!
¡España! Y entonces atronó toda la prisión: ¡Libre!
Con mucha antelación, Herbal ya se había enterado de la victoria por los vencidos. En contra de lo que la gente cree, la cárcel, le dijo a Maria da Visitaçáo, es un buen lugar para estar informado. Lo que sucede es que las noticias de los derrotados suelen ser las más fiables. Cayó Barcelona en enero, cayó Madrid en marzo. Cayó Toledo el primero de abril, aguas mil. Cada una de las caídas se leía en los rostros como una arruga, una corona de sombra en los ojos hundidos, en el andar lánguido, en el descuido personal. Bombardeados por las malas noticias, los presos arrastraban por los pasillos y por el patio el cansancio de una columna derrotada. Y volvieron con renovada fuerza, como virus al acecho en el miasma, enfermedades y epidemias.
El doctor Da Barca no dejó de afeitarse cada día. Se lavaba metódicamente en el aguamanil y se miraba en un pequeño espejo con el cristal hendido en una línea que le partía el rostro. Se peinaba a diario como para un festivo. Y limpiaba los gastados zapatos, que tenían siempre el brillo de una foto sepia. Cuidaba esos detalles como el jugador de ajedrez cuida sus peones. Le había pedido una foto a Marisa. Después se lo pensó mejor.
Llévatela, no ha sido una buena idea.
Ella pareció disgustarse. A nadie le gusta que le devuelvan una foto, y menos en la cárcel.
No quiero verte metida entre estas cuatro paredes. Dame algo tuyo. Algo para dormir.
Ella llevaba un pañuelo anudado al cuello. Se lo alcanzó. Siempre a un metro. Prohibido tocarse.
Herbal se interpuso. Lo inspeccionó con aparente indiferencia. De algodón con grecas rojas. ¡Quién le diese a aspirar el aroma! El rojo no está permitido, dijo. Y era cierto. Pero lo dejó caer en las manos de Marisa.
Me voy, le dijo el difunto a Herbal, poco después del final de la guerra. Voy a ver si encuentro a mi hijo. ¿Y tú, por casualidad, no sabrás algo de él?
Está vivo, no te he mentido, le dijo el guardia algo enojado. Cuando fuimos a por él, ya había huido. Más tarde nos enteramos de que se había disfrazado de ciego y que había cogido un coche de línea. Con gafas de ciego y todo, debió de ver los cadáveres en las cunetas. Le perdimos la pista aquí, en Coruña.
Pues voy a ver si lo encuentro. Le había prometido unas clases de pintura.
No creo que pinte gran cosa, dijo el guardia con rudeza. Vivirá como un topo.
Desde que el pintor se había marchado, y tal como temía, Herbal notaba de nuevo aquella desazón. Incapaz de enfrentarse a su cu ñado, dejó la casa de su hermana y pidió autorización para pernoctar en la cárcel. Por la mañana, al ponerse en pie, notaba un ligero mareo, como si la cabeza no quisiese levantarse con el cuerpo. Siempre con mala cara.
Aquel doctor Da Barca le irritaba los nervios. Su apostura. Su serenidad. La sonrisa de Daniel.
El Hombre de Hierro aprovechó la ausencia del pintor. Herbal le hizo caso.
Denunció al doctor Da Barca. Lo denunció por algo que ya hacía tiempo que sabía.
El doctor tenía un receptor de radio clandestino. Las piezas habían sido introducidas desde el exterior, ocultas en tarros de la enfermería. El somier metálico de una cama servía de antena. La organización de los reclusos había montado todo un turno de atenciones urgentes a los enfermos, para así disimular el ajetreo nocturno en la enfermería. Él había sorprendido al doctor con los auriculares. Le había dicho con mucha sorna que era un fonendo. Pero él no era idiota.
Y lo denunció también por otra cosa. Tenía sospechas muy serias. El doctor Da Barca administraba drogas a algunos enfermos.
Una noche, le explicó Herbal al director, llevamos a un preso a la enfermería aquejado de grandes dolores. Gritaba como si lo estuvie sen serrando. Y de hecho, entre alaridos, decía que le dolía mucho el pie derecho. Pero lo curioso es que el enfermo, un tal Biqueira, no tenía pie derecho. Ya hacía meses que se lo habían amputado por una gangrena. Era uno de los que intentaron huir, señor, si se acuerda, cuando pintaban la fachada. Yo mismo le metí un tiro en el tobillo. Se lo astillé todo. Será el otro pie, le dije, el izquierdo. Pero no, él decía que era el derecho y se agarraba con desesperación el muslo de ese lado, clavándose las uñas. Tenía una pata de palo, una pata de nogal, que le habían hecho en el taller. Será el palo, que no encaja en el muñón.Y le quité la pata, pero él decía: Es el pie, imbécil, es la bala en el tobillo. Así que lo llevamos a la enfermería, y el doctor Da Barca dijo muy serio que sí, que era el tobillo del pie derecho. Que le dolía la bala. A mí todo aquello ya me estaba pareciendo teatro. Y el médico, en mi presencia, le puso aquella inyección diciéndole que lo iba a curar. Tranquilo, Biqueira, es el sueño de Morfeo. Al poco, Biqueira quedó tranquilo, con expresión feliz, como si estuviese soñando despierto. Le pregunté al doctor por lo que había pasado pero ni me respondió. Es un hombre altanero. Le escuché decir a los otros que lo que tenía Biqueira era un dolor fantasma.
¿Y qué más?, frunció el ceño el director.
La historia se ha repetido, señor. He descubierto que sustraen morfina del armario blindado del doctor Soláns.
No tengo ninguna noticia de que ese armario haya sido forzado.
A Herbal esta observación del director le pareció de una rara ingenuidad. Dijo: En esta cárcel, señor, hay una docena de mangantes que pueden abrir ese armario en un santiamén con un mondadientes. Tenga la seguridad de que le hacen más caso al doctor Da Barca que a usted o a mí. Y luego, con parsimonia, puso sobre la mesa un paquete de papel de estraza. Son ampollas abiertas, señor. Rescatadas de los desechos de la enfermería. Me he preocupado de saber que contenían morfina.