Benito Mallo leía con dificultad. Yo no tuve escuela, decía. Y aquella declaración de ignorancia sonaba en sus labios como una advertencia, tanto más contundente cuanto más mejoraba su posición. Los únicos papeles a los que les concedía valor eran las escrituras de propiedad. Las leía muy despacio y en voz alta, casi deletreando, sin que le importase mostrar su torpeza, como si fuesen versículos de la Biblia. Y después firmaba con una especie de puñalada de tinta.
Para comprar el pazo de Fronteira, Benito Mallo había tenido que vencer las reticencias de los herederos del señorío. Afincados en Madrid, sólo lo habitaban en las vacaciones de verano y en Navidad. En esta última ocasión montaban un Belén viviente. Los niños pobres de la parroquia representaban las figuras del portal, excepto la Virgen y San José, que eran encarnados por los dos infantes de la familia. Eran ellos los que al final del acto repartían un aguinaldo de chocolate e higos pasos. En una ocasión también Benito Mallo había hecho de pastorcito, con su chaleco de pelliza y su zurrón. Llevaba una oveja en brazos y tenía que depositarla como ofrenda ante la Virgen, San José y el niño Jesús. Quien estaba en la cuna aquel año era el bebé de una criada, hijo de soltera. Las malas lenguas de Fronteira le atribuían la paternidad a Luis Felipe, el señor del pazo. Benito Mallo también era hijo ilegítimo, pero por aquel entonces ya sabía con seguridad quién había sido su padre: un cohetero valentón que murió acuchillado en una verbena. Años después, ya mozo, en los albores de su fama, Benito Mallo, a caballo, había irrumpido borracho en medio de la fiesta del patrón y había deshecho el baile disparando al aire. Todos recordaban su grito de resentida melancolía, antes de perderse por el embudo de la noche.
¡Verbenas aquellas como en la que murió mi padre!
En su papel de pastor, en el Belén de la capilla del pazo, tenía que cantar un breve villancico. La noche de víspera su madre le había enseñado una copla. Mucho se reía mientras se la decía. Después de dejar la oveja al pie de la cuna del niño Jesús, Benito Mallo se adelantó hacia el auditorio y soltó su canto con mucha seriedad:
Dénos el aguinaldo,
aunque sea poco:
un tocino entero
y la mitad de otro.
En un principio, el señorío del pazo y sus amistades enmudecieron con el pasmo. Luego les dio por reír. Una carcajada interminable. Be nito Mallo vio cómo algunos de ellos enjugaban las lágrimas. Lloraban de risa. A él le ardía el fondo de los ojos. Si fuese de noche, relucirían como los de un gato montés.
Los intermediarios que Benito Mallo enviaba a Madrid no tenían éxito. Era como golpear en hierro frío. Aquella familia venida a menos ponía nuevas condiciones cada vez que el trato parecía cerrado. Un día Benito Mallo mandó llamar a su chófer y le dijo que se preparase para un largo viaje. Cargaron en el maletero dos tabales, de los de embalar pescado ahumado. Traigo esto para los señores, dijo cuando se presentó en el piso de Madrid. Dígales que soy Benito Mallo. Lo hicieron pasar al salón y allí mismo, reunida la familia, sin más ceremonia, abrió el primer tabal. Los billetes estaban cuidadosamente apilados en círculos concéntricos, como finísimos arenques. Apetecibles. Fíjense cómo brillan y cómo huelen. Pueden probarlos. Masticarlos. Sabrosos peces de humo. Pero Benito Mallo dijo: Pueden contarlos, tómenlo con calma. Miró su reloj de cadena. Yo voy a por lotería. Y si están de acuerdo, vayan llamando a un notario de confianza. Pero cuando regresó, el señor tenía acentuado el tic de la risa sardónica. La mujer permanecía muda, respirando con el pecho agitado. Y los dos señoritos, chico y chica, flanqueaban a su padre. Estirados, con sus cuellos de grulla al acecho, como si asistiesen a una ofensa.
¿Y bien?
Estimamos su interés, dijo Luis Felipe, pero nos parece todo muy precipitado. No se trata sólo de dinero, señor Mallo. Hay cosas que no tienen precio, de un fuerte valor sentimental.
La biblioteca, papá, apostilló la hija.
Sí. Por ejemplo, la biblioteca. Es una biblioteca extraordinaria. De lo mejor de Galicia. Su valor es incalculable.
Entiendo. Couto, le dijo Benito Mallo al chófer, suba otro tabal de pescado.
Pasarían años hasta que Benito Mallo volviese a reparar en aquella biblioteca que emparedaba el escritorio, el salón y un largo pasillo del pazo. De vez en cuando, algún visitante hacía algún comentario de admiración, después de hojear alguno de aquellos viejos volúmenes.
Esto que tiene aquí es una maravilla, un tesoro.
Lo sé, asentía Benito Mallo con orgullo. Tiene un valor incalculable.
En el fondo del escritorio que tenía por despacho había una enciclopedia ilustrada. Eran volúmenes sólidos y simétricos que parecían encuadernados en mármol y que le daban a la estancia una gravedad de mausoleo. Pero cada vez que se levantaba de su silla y bordeaba la mesa por la derecha, el viejo contrabandista se encontraba a la altura de la vista con un inquietante anaquel de libros desiguales, algunos desencuadernados, bajo un epígrafe de letras labradas en madera:
Poesía
Un día se levantó y se volvió a sentar. Tenía en sus manos un libro titulado Las cien mejores poesías castellanas de Marcelino Menéndez Pelayo. Desde entonces destinaba todos los días un rato de ocio a la lectura de aquel libro. A veces lo dejaba abierto en su regazo y quedaba abstraído mirando la película que proyectaba el cielo en la galería de la sala o cerraba los ojos en un soñar despierto. Instruyó a la servidumbre para que nadie lo interrumpiese, y ellos incorporaron una nueva expresión, como si se tratase de una inveterada costumbre: El señor está con el libro.
Las manías del abuelo eran sagradas y nadie se preocupó demasiado por aquella repentina afición, que atribuían al reblandecimiento del seso propio de la edad. Pero un día dio un paso adelante y recitó ante la familia, en el comedor, la primera estrofa de las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. El efecto que causó, la emoción de la abuela Leonor y la expresión atónita del resto, le hizo descubrir una dimensión del triunfo humano que hasta entonces no había conocido. Su sentido práctico era tan acentuado que lo llevaba a confundir sus conclusiones, incluso las que eran falsas, con el orden natural de la vida.
El día de la puesta de largo de Marisa, a los postres del banquete, el abuelo se puso en pie y golpeó con la cucharilla en un vaso a modo de campana que reclama silencio. Se había pasado la víspera encerrado en su escritorio y lo habían oído hablando solo y declamando en distintos registros. Él era un hombre que despreciaba los discursos. Palabras que lleva el viento. Pero hoy, dijo, quiero decir algo que me sale del corazón, como agua que brota del manantial del alma. Y qué mejor oportunidad que esta que nos brinda una fiesta en la que celebramos, no sin nostalgia, la primavera de la vida, el despertar de la flor, el tránsito de la inocencia a las dulces flechas de Cupido.
Se escucharon unos carraspeos y Benito Mallo los apagó mirando de reojo con severidad.
Sé que a muchos de vosotros os extrañarán estas palabras, y que ni siquiera yo estoy libre de la burla que en estos tiempos provocan los sentimientos más sentimentales. Pero, amigos, hay ocasiones en que el hombre hace un alto en su vida y echa cuentas.
Como si habla y ojos discurriesen por senderos separados hasta converger en un punto, mirada y voz se endurecieron. Yo no tengo pelos en la lengua. Comer o ser comidos. Ésa es la cuestión. Siempre he defendido ese principio y, modestamente, puedo decir que a los míos les dejaré algo más de fortuna de lo que el malhadado destino me reservó en la cuna. Pero no sólo de pan vive el hombre. También hay que cultivar el espíritu.
Es decir, la cultura.
Al tiempo que peroraba, la mirada del más implacable Benito Mallo recorrió en lenta panorámica a sus convidados, transformando en atento rendibú las expresiones más irónicas y regocijadas.