El teniente que blasfema como se hace ante un enemigo invisible. Tratándose de muertos, no le gustaba el número tres. Un muerto es un muerto. El segundo, una compañía para el primero. Había quedado impasible. Pero a partir de ahí ya era un montón de muertos. Un caso. Era aún un hombre joven. Maldijo aquella misión sin la más mínima gloria. Comandar un tren olvidado, cargado de derrota y tisis, y aun por encima atrancado por los obuses locos, absurdos de la naturaleza. Un harapo descosido de la guerra. Apartó de la cabeza una hipótesis estremecedora: No puedo llegar a Madrid con una funeraria a la espalda.
Tres muertos ya. ¿Qué carajo está pasando?
Se ahogan en sangre. Les da un ataque de tos y se ahogan en su propia sangre.
Mirada fulminante: Ya sé cómo es. No hace falta que me lo explique. ¿Y el médico? ¿Qué hace el médico?
No para, señor. De un vagón a otro. Me manda a decirle que hay que desalojar el último vagón y destinarlo a los cadáveres.
Pues háganlo. Éste, dijo por Herbal, y yo vamos a ir andando hasta esa jodida estación. Y avisen al maquinista. Vamos a mover este tren aunque sea a tiros.
El teniente miró con inquietud hacia el exterior. A un lado la llanura, blanca como la nada. Al otro, una arqueología helada de con voyes varados y cobertizos que parecían panteones de esqueletos ferroviarios.
¡Esto es peor que la guerra!
En aquel tren habían reunido a los presos tuberculosos, con la enfermedad avanzada, de los penales del norte de Galicia. En la mise ria de la posguerra, el mal del pecho se extendía como una peste, agravado por la humedad de la costa atlántica. El destino final era un sanatorio penitenciario en la sierra de Valencia. Pero antes había que llegar hasta Madrid. En aquel tiempo, un tren de viajeros podía tardar dieciocho horas entre A Coruña y la Estación del Norte en la capital.
El nuestro se denominaba Tren de Transporte Especial, le dijo Herbal a Maria da Visitaçáo. ¡Y tan especial!
Cuando subieron los presos a los vagones, muchos de ellos ya se habían comido las provisiones alimenticias: una lata de sardinas. Como ropa de abrigo se les dio un cobertor. La nieve apareció ya por los altos de Betanzos y no los dejó hasta Madrid. El Tren de Transporte Especial tardó por lo menos siete horas en llegar a Monforte, el nudo ferroviario que enlazaba Galicia con la meseta. Pero faltaba lo peor. Atravesar las montañas de Zamora y León. Cuando se detuvo en Monforte, ya anochecía. Los presos tiritaban de frío y fiebre a un tiempo.
Yo también estaba aterido, contó Herbal. Nosotros, los del destacamento de guardia, íbamos en un vagón de viajeros, con asientos y ventanas, detrás de la locomotora. Era una máquina de vapor que tiraba malamente, como si también tuviese el mal del pecho.
Sí, yo iba voluntario. Me presenté nada más conocer la noticia de aquel tren que llevaba a los tuberculosos a un sanatorio penitenciario en Levante. Yo estaba convencido de tener aquel mismo mal, pero disimulaba todo el tiempo, eludía los reconocimientos médicos, cosa que me resultaba muy fácil. Pensaba que me darían de baja, con una paga miserable, y que quedaría fuera de juego para siempre. No quería volver a la aldea paterna, ni a casa de mi hermana. La última vez que había hablado con mi padre fue al volver de Asturias. Discutimos mucho. Me negué a trabajar, le dije que estaba de permiso y que él era un animal. Y entonces mi padre, con una serenidad desconocida, respondió: Yo no he matado a nadie. Cuando éramos jóvenes y nos reclutaron para Marruecos, nos echamos al monte. Sí, soy un animal, pero no he matado a nadie. ¡Date por satisfecho si cuando seas viejo puedes decir lo mismo! Ésa fue la última vez que hablé con mi padre.
Cuando lo del tren, acudí de nuevo al sargento Landesa, que para entonces ya había ascendido. Un favor, señor. Arrégleme las co sas para que pueda quedar allí, en la guardia del sanatorio. Quiero cambiar un poco de clima. Y va el médico ese, el doctor Da Barca, ¿recuerda? Creo que sigue en contacto con la resistencia. Lo mantendré informado, por supuesto.
El teniente, Herbal y el maquinista se acercan a la estación leonesa. La nieve les cubre las botas. La sacuden en el andén. El teniente echa chispas. Va a discutir con el jefe de estación, lo va a poner firme. Pero del despacho sale un comandante. El teniente, sorprendido, tarda en cuadrarse. El comandante, antes de hablar, lo mira con severidad y espera el gesto de acatamiento jerárquico. El teniente taconea, se cuadra y saluda con una precisión mecánica. A sus órdenes, mi comandante. Hace mucho frío pero él tiene la frente cubierta de sudor. Vengo al mando del Tren Especial y…
¿El Tren Especial? ¿De qué tren me habla, teniente?
Al teniente le tiembla la voz. No sabe por dónde empezar.
El tren, el tren de los tuberculosos, señor. Tenemos ya tres muertos.
¿El tren de los tuberculosos? ¿Tres muertos? ¿Qué me está contando, teniente?
El maquinista va a hablar: Puedo explicárselo, señor. Pero el comandante, con un gesto enérgico, lo manda callar.
Señor, hace ya cuarenta y ocho horas que hemos salido de Coruña. Se trata de un tren especial. Llevamos presos, presos enfermos. Tuberculosos. Tendríamos que estar ya en Madrid. Pero ha debido de haber una confusión. En León nos dieron paso pero con desvío hacia el norte. Varias horas, señor. Cuando nos dimos cuenta, retrocedimos. Pero no fue fácil, comandante. Desde entonces, estamos en vía muerta. Nos dijeron que había otros trenes especiales.
Los hay, teniente. Usted debería saberlo, dijo el comandante con sorna. Se está reforzando la costa noroeste. ¿O es que no ha oído hablar de la Segunda Guerra Mundial?
Llamó al factor de circulación.
¿Qué hay de un tren de tuberculosos?
¿Un tren de tuberculosos? Le dimos paso ayer, señor.
Ha habido una confusión, iba a explicar de nuevo el teniente. Pero reparó en que la mirada del comandante se dirigía desorbitada hacia las vías.
Balanceándose, con andar torpe y arrastrado por la nieve, se aproximaba una comitiva con un hombre en unas parihuelas. Ya antes de que su mente le hubiese confirmado aquella visión, él intuyó lo que estaba pasando. Al frente marchaba aquel maldito doctor, escoltado por dos de los guardias. Mientras se acercaban, el teniente Goyanes empalmó aquella secuencia lenta con otras imágenes recientes. El abrazo entregado en la estación, que él había cortado con las tenazas de sus manos, perturbado por aquel beso interminable que alteraba los cimientos de la realidad como un seísmo. La conversación posterior en el tren, una maniobra errónea de aproximación. Había intentado justificarse con un toque humorístico, sin que sonase a disculpa:
Alguien tenía que separarlos. Si por usted fuese, claro, se nos echaría la noche encima. He, he. ¿Era su mujer? Es usted un hombre con suerte.
Se dio cuenta de que todo lo que estaba diciendo tenía un hiriente doble sentido. El doctor Da Barca no le respondió, como si sólo escuchase el chasquido del tren que lo separaba del abrazo cálido y reciente de la hembra. El teniente le había mandado tomar asiento en su vagón. Al fin y al cabo, también él estaba a cargo de la expedición. Tenían cosas de que hablar.
Pasado el gran túnel que borraba el horizonte urbano, el tren se había adentrado en la acuarela verde y azul de la ría del Burgo. El doctor Da Barca parpadeó como si aquella belleza le doliese en los ojos. Desde sus barcas, con largos raños*, los mariscadores arañaban el fondo marino. Uno de ellos dejó de faenar y miró hacia el tren, con la mano de visera, erguido sobre el balanceo del mar. El doctor Da Barca se acordó de su amigo el pintor. Le gustaba pintar escenas de trabajo en el campo y en el mar, pero no con ese tipismo folklórico que las embellecía como estampas bucólicas. En los lienzos de su amigo el pintor, la gente aparecía mimetizada con la tierra y el mar. Los rostros parecían surcados por el mismo arado que hendía la tierra. Los pescadores eran cautivos de las mismas redes que capturaban los peces. Llegó un momento en que los cuerpos se fragmentaron. Brazos hoz. Ojos de mar. Piedras de rostro. El doctor Da Barca sintió simpatía por el mariscador erguido en su barca contemplando el tren. Quizá se preguntaba adónde iba y qué llevaba. La distancia y el chasquido de la máquina no le dejarían oír la estremecedora letanía de toses que repicaban en la sordidez de los vagones de ganado como panderos de cuero empapados en sangre. El paisaje le sugirió una fábula: El cormorán que sobrevolaba al mariscador estaba transmitiendo telegráficamente con su graznido la verdad del tren. Recordó la amargura de su amigo el pintor cuando dejó de recibir las revistas de arte de vanguardia que le enviaban desde Alemania: La peor enfermedad que podemos contraer es la de la suspensión de las conciencias. El doctor Da Barca abrió su maletín y sacó un opúsculo de tapas gastadas, Las raíces biológicas del sentimiento estético, por el doctor Nóvoa Santos.