¿Y qué fue de aquel muchacho, el desertor?, preguntó con ansia Maria da Visitaçáo.
Murió en Porta Coeli. Sí, murió en aquel sanatorio al que llamaban la Puerta del Cielo.
18.
El doctor Da Barca estaba escribiendo una carta de amor. Por eso tachaba mucho. Pensó que para tal mester el lenguaje resultaba de una pobreza extrema y sintió no tener la desvergüenza de un poeta. Él la tenía cuando se trataba de otros presos. Parte de su terapia consistía en animarlos a recordar sus querencias y a enviar unas letras por correo. Y él prestaba su mano para escribir con buen humor alguna de aquellas cartas. Se llama Isolina, doctor. ¿Isolina? Isolina… Olor a verde limón y a naranja mandarina. ¿Qué te parece?
Le va a gustar, doctor. Ella es muy natural.
Pero cuando se trataba de él, sentía que, en efecto, todas las cartas de amor eran ridículas. A veces quedaba asombrado de lo que un enfermo podía decir sin artificio. Doctor, póngale que no se preocupe por mí. Que mientras ella viva, yo nunca moriré. Que cuando me falta el aire, respiro por su boca.
Y aquel otro: Ponga ahí que volveré. Que volveré para tapar todas las goteras del tejado.
Tachó de nuevo el encabezamiento. Ésta de hoy tenía que ser una carta especial. Por fin, escribió: Mujer. Fue entonces cuando oyó que llamaban a la puerta de su cuarto. Ya era tarde para los hábitos del sanatorio penal, pasadas las once de la noche. Quizá se tratase de una urgencia. Abrió, dispuesto a disimular la contrariedad. La madre Izarne. En otras ocasiones bromearía a cuenta de su hábito de mercedaria, ¡ah, pensé que se trataba de una migaja ectoplasmada! Pero esta vez notó una sensación de irrealidad que lo perturbó por la parte del pudor. La monja sonreía con una picardía de mujer. De repente, sin otro saludo, sacó de debajo de la falda una botella de coñac.
Para usted, doctor. ¡Para su noche de bodas!
Y se fue apresurada por el pasillo, como quien huye de una alegre osadía, dejando un aura de ojos iluminados.
Azul gris verde. Ojos algo rasgados, con un pliegue de piel en semiluna en los párpados.
Como los de Marisa. Dios no existía, pensó Da Barca, pero sí la Providencia.
Fue ella misma, la madre Izarne, quien al atardecer le había entregado, muy alegre, el telegrama que confirmaba la celebración de la ceremonia de su boda. Aquella mañana, Marisa había dicho el «Sí, quiero» en la iglesia de Fronteira. Sabía la hora. En Porta Coeli, a mil kilómetros de distancia, el doctor acompañaba a los enfermos en su paseo matutino. Llevaba camisa blanca y su viejo traje de fiesta. Entre pinos y olivos, cerró los ojos y dijo: Sí, quiero; claro que quiero.
¡Eh, compañeros! El doctor sueña despierto.
Amigos, tengo que daros una noticia. ¡Me acabo de casar!
Los otros algo sabían, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo, porque lo rodearon gritando: ¡Felicidades, Da Barca! Llevaban en los bolsillos puñados de flores de retama, que habían ido recogiendo por el camino, y lo cubrieron con aquel oro de la montaña. Se habían casado por poderes. ¿Sabes cómo es eso? El hermano de ella, Fernando, ocupaba en la iglesia el lugar del novio. El doctor había tenido que firmar un documento ante notario. En todo esto le ayudó mucho la superiora de las monjas, la madre Izarne, que incluso firmó como testigo. Se lo tomó con tanto interés como si fuese ella misma quien se fuese a casar.
¿Tenías celos, eh?, comentó sonriente Maria da Visitaçáo.
Era una monja guapísima, dijo Herbal. Y muy lista. Es cierto que se parecía a Marisa. Tenía un aire con ella. Pero, claro, era monja. A mí me odiaba. No sé por qué me odiaba tanto. Al fin y al cabo, yo era un vigilante y ella la superiora de las monjas que atendían el hospital penitenciario. Estábamos, eso pensaba yo, en el mismo bando.
Herbal miró por la ventana ya abierta, como buscando la luz lejana y parpadeante del recuerdo. Ya había oscurecido y se podían dis tinguir los faros de los coches por la carretera de Fronteira.
Un día me pilló abriendo la correspondencia de los presos. Me interesaban sobre todo las cartas dirigidas al doctor Da Barca, claro. Las leía con mucha atención.
¿Para denunciar?, le preguntó Maria da Visitaçáo.
Si veía alguna cosa rara, sí. Tenía que dar parte. Me había llamado mucho la atención la correspondencia que mantenía con un amigo, un tal Souto, en la que sólo hablaba de fútbol. Su ídolo era Chacho, un jugador del Deportivo coruñés. Me resultaba extraña aquella pasión por el fútbol en el doctor Da Barca, a quien nunca le había oído emocionarse con el balón. Pero en sus cartas, porque yo también las leía pues el control era de ida y vuelta, decía cosas tan atinadas como que había que pasar el balón colgado de un hilo, o que lo que tenía que correr era el balón, que para eso era redondo, y no el jugador. A mí también me gustaba Chacho, así que las dejé pasar sin darles más vueltas. Pero, en realidad, las que más me interesaban eran las de Marisa. Las comentaba con el difunto pintor. Le gustó mucho una en la que había un poema de amor que hablaba de los mirlos. La retuve durante una semana. La llevaba en el bolsillo, para releerla. A mí no me escribía nadie.
El caso fue que un día esta madre Izarne entró en la oficina de la portería y me pilló muy confiado, con un montón de sobres abiertos ex tendidos encima de la mesa. Yo seguí como si nada. Di por supuesto que ella estaba al tanto de que se controlaba la correspondencia. Pero se indignó toda. Yo le dije un poco nervioso: Tranquila, madre, es un trámite oficial. Y no grite tanto, que le va a oír tododiós. Y ella dijo aún más indignada: ¡Quite sus sucias manos de esa carta! Y me la arrancó, con tan mala suerte que la rompió en dos.
Miró el encabezamiento. Era de Marisa Mallo para el doctor Da Barca, la del poema de amor que hablaba de los mirlos.
A ella le temblaban los trozos en la mano. Pero siguió leyendo.
Yo le dije:
No tiene interés, madre. No habla de política.
Ella me dijo:
Cerdo.
Cerdo con tricornio.
Desde que llegamos, yo me encontraba bien. Comparado con el clima de Galicia, el de Porta Coeli era una larga primavera. Pero en aquel inesperado problema con la monja, sentí de nuevo aquel condenado burbujeo del pecho, el ahogo que llegaba.
Ella me debió de notar en los ojos la llegada del espanto. Cada una de aquellas monjas valía por una mutua de seguros. Dijo:
Usted está enfermo.
Por lo que más quiera, madre, no diga eso. Son sólo los nervios. Los nervios que se me meten en la cabeza.
Eso también es una enfermedad, dijo ella. Se cura rezando.
Ya rezo. Pero no se me arregla.
¡Pues váyase al infierno!
Era muy lista. Tenía mucho genio. Se fue con la carta partida en dos.
Le comenté lo sucedido a un inspector de policía, un tal Arias, que subía de vez en cuando desde Valencia, sin referirme, por supuesto, al asunto de mi salud. Nunca te cruces en el camino de una monja, soltó riendo, o ten por seguro que acabarás en el infierno.
El inspector Arias, con su bigotito recortado, tenía mucha teórica. Dijo:
En España no habrá nunca una dictadura perfecta, al estilo de la de Hitler, que funciona como un reloj. ¿Y sabes por qué, cabo? Por culpa de las mujeres. Las mujeres. En España, la mitad de las mujeres son putas y la otra mitad monjas. Lo siento por ti. A mí me ha tocado la primera mitad.
Ha, ha, ha.
Un viejo chiste cuartelero.
Yo sé cuentos, pero para los chistes soy muy malo, le dije.