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Había un perro que se llamaba Chiste. Murió el perro y se acabó el chiste.

Ha, ha, ha. ¡Qué tontería, gallego!

El infierno. Nunca te cruces en el camino de una monja. Herbal aprovechó la ocasión para decirle al inspector que sería mejor que dejase lo de la correspondencia.

No se preocupe, dijo el otro. Haremos que nos la pasen por comisaría.

¿Tú crees que a ella le gustaba?, preguntó Maria da Visitaçáo, yendo a lo que le interesaba.

Él tenía algo, ya te lo he dicho. Para las mujeres era como un gaitero.

Nadie sabía muy bien cuándo dormía el doctor Da Barca. Sus vigilias eran siempre de libro en mano. A veces caía rendido en el pabellón de los enfermos, o tumbado fuera, el pecho abrigado por el libro abierto. Ella empezó a prestarle obras que luego comentaban. Las conversaciones se prolongaban con el buen tiempo, por la noche, cuando los enfermos salían afuera a tomar el fresco.

Bajo la luna, andaban y reandaban el camino del monte de pinos.

Lo que no sabía Herbal era que en una ocasión la monja Izarne también había mandado al infierno al doctor Da Barca. Fue du rante la primavera siguiente a la llegada de él a Porta Coeli y por causa de Santa Teresa.

Ella dijo:

Me ha decepcionado, doctor. Sabía que no era religioso, pero pensé que era usted un hombre sensible.

Él dijo:

¿Sensible? En el Libro de la vida ella dice: Me dolía el corazón. Y era cierto, le dolía el corazón, le dolía esa víscera. Tenía angina de pe cho y sufrió un infarto. El doctor Nóvoa Santos, el maestro patólogo, fue a Alba, donde se guarda el relicario, e inspeccionó el corazón de la santa. Era un hombre honesto, créame. Pues llega a la conclusión de que lo que se tiene por llaga, por huella del dardo angélico, no es otra cosa que el sulcus atrioauricular, el surco que separa las aurículas del atrio. Pero también encuentra una cicatriz, propia de una placa de esclerosis, que indica un infarto. El ojo clínico, como el maestro Nóvoa subraya, no puede explicar un poema, pero un poema puede muy bien explicar lo que el ojo clínico ignora. Y ese poema: Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero. ¡Muero porque no muero! Ese poema…

¡Es una maravilla!

Sí. Y también un diagnóstico médico.

Eso es una grosería, doctor. Estamos hablando de poesía, de unos versos sublimes, y usted, usted me habla de vísceras como un forense.

Disculpe, yo soy patólogo.

Eso. ¡Un pato loco!

Escuche, Izarne. Madre Izarne. Esos versos son excepcionales. Ningún patólogo podría describir así una enfermedad. Ella transforma esa debilidad, la muerte transitoria que le causa el ángor, en una expresión de cultura o, si prefiere, del espíritu. Un suspiro hecho poema.

Para usted, muero porque no muero ¿no es más que un suspiro?

Sí. Un suspiro digamos muy cualificado.

¡Virgen Santísima! Es usted tan frío, tan cínico, tan…

¿Tan qué?

Tan soberbio. No reconoce a Dios por pura soberbia.

Al contrario. Por pura modestia. Si realmente Santa Teresa y los místicos se dirigen a Dios es con una arrogancia tal que cae en el campo de la patología. ¡Ver a Dios mi prisionero! Con sinceridad, prefiero el Dios del Antiguo Testamento. Alto en su altura, dirigiendo los astros como quien dirige una película de Hollywood. Prefiero pensar que el Dios de Santa Teresa tiene una encarnación real, un ser humano despistado que ni estaba al tanto de las ansias de la santa. ¡Qué vida tan amarga donde no se goza al Señor! ¿Por qué no pensar que estaba enamorada de un amor imposible? Además, ella era hija y nieta de conversos judíos. Tenía que disimular más. Por eso habla de la cárcel y de los hierros del alma. Expresa el ángor, su debilidad física, pero también una imposibilidad de amor real. Algunos de sus confesores eran inteligentes, muy atractivos.

Me voy. Me da asco lo que está diciendo.

¿Por qué? Yo creo en el alma, madre Izarne.

¿Cree en el alma? Pues habla de ella como si fuese una secreción.

No exactamente. Podríamos aventurar que el sustrato material del alma son las enzimas celulares.

Usted es un monstruo, un monstruo que se tiene por simpático.

Santa Teresa compara el alma con un castillo medieval, todo de un diamante tallado por el vidriero divino. ¿Por qué diamante? Si yo fuese poeta, y quién me diese serlo, hablaría de un copo de nieve. No hay dos iguales. Y se van desvaneciendo en su existencia, al brillo del sol, como si dijesen: ¡Qué aburrimiento, la inmortalidad! Cuerpo y alma están trabados. Como la música al instrumento. La injusticia que causa los sufrimientos sociales es, en el fondo, la más terrible maquinaria de destrucción de las almas.

¿Por qué cree usted que estoy aquí? No soy una mística. Lucho contra el sufrimiento, el sufrimiento que ustedes, los héroes de uno y otro lado, causan en la gente corriente.

Se equivoca de nuevo. Yo no contaré. No figuraré en ningún santoral. Como dicen los médicos nazis, pertenezco al campo de las vidas lastre, de las vidas que no merecen ser vividas. Ni siquiera tendré el alivio de saberme sentado, como usted, a la mano derecha de Dios. Pero le diré una cosa, madre Izarne, si Dios existe, es un ser esquizoide, una especie de Doctor Jekyll y Mister Hyde. Y usted pertenece a su lado bueno.

¿Por qué me toma el pelo?

Ni siquiera sé de qué color es.

La madre Izarne se quitó la blanca toca y meneó la cabeza para que los rojos mechones cayesen libremente.

Dijo ella:

Ahora ya lo sabe. ¡Y váyase al infierno!

Y él dijo:

No me importaría encontrar allí una estrella.

¿Tú crees que hay seres en otros planetas?, le preguntó de repente Herbal a Maria da Visitaçáo.

No lo sé, dijo ella con una sonrisa irónica. Yo no soy de aquí. No tengo documentación.

La monja y el doctor Da Barca, contó Herbal, hablaban mucho del cielo. No del cielo de los santos, sino del cielo de las estrellas. Después de la cena, cuando los enfermos se recostaban al aire libre, ellos dos competían por distinguir las estrellas. Por lo visto, hacía muchos años que habían quemado a un sabio por decir que había vida en otros planetas. Antes no se andaban con remilgos. Ellos dos creían que sí, que había gente allá arriba. En eso coincidían. Pensaban que sería una gran cosa para el mundo. Yo creo que no. Más gente entre la que repartir las heredades. Para tener estudios, estaban un poco majaras. Pero me hacía gracia escucharlos. La verdad es que cuando te quedas mucho tiempo mirando, el cielo se va poblando de más y más estrellas. Dicen que hay algunas que las vemos pero que ya no existen. Que tarda tanto en llegar la luz que, cuando llega a ti, ya están apagadas. Manda carajo. Ver lo que ya no existe.

A lo mejor todo es así.

¿Pero qué más pasó?, le preguntó impaciente Maria da Visitaçáo.

Que a él lo pillaron y allá se fue lo del hospital. A mí me jodió. Aquel clima me iba bien, y allí no se vivía mal. Yo era un vigía que no vigilaba. Nadie se iba a fugar. ¿Para qué? España toda era una cárcel. Ésa era la verdad. Hitler había invadido Europa y ganaba todas las batallas. Los rojos no tenían adónde ir. ¿Quién se iba a mover? Sólo algunos locos. Como el doctor Da Barca.

Llevábamos poco más de un año en el hospital. Un día llegó el inspector Arias con otros policías. Venían muy serios. Me dijeron: Trái ganos a ese médico por las orejas. Sabía, claro, de quién hablaban. Me hice el tonto: ¿Qué médico? Venga, cabo, tráiganos a ese tal Daniel Da Barca.

Él acababa de pasar revista a los enfermos en el pabellón grande. Comentaba las novedades con las monjas enfermeras, la madre Izarne entre ellas.

Doctor Da Barca, tiene que acompañarme. Preguntan por usted.

La blanca comitiva cruzó miradas en silencio.

¿Quiénes son?, dijo él con irónica sospecha. ¿Los del carbón?

No, dije yo. Los de la leña.