Era la primera vez que me salía un chiste de dentro. El doctor pareció agradecérmelo. Por su parte, era la primera vez que se dirigía a mí sin poner cara de un gasto inútil. Pero la madre Izarne me miró con espanto.
Hola, Chacho, dijo el inspector Arias cuando lo tuvo delante. ¿Cómo va esa zurda?
El doctor mantuvo el tipo. Respondió también con retranca: Esta temporada estoy fuera de juego.
El inspector tiró el cigarro aún mediado y lo aplastó lentamente en el suelo como si fuese el rabo suelto de un lagarto.
Ya veremos en la comisaría. Tenemos buenos traumatólogos.
Cogió al doctor Da Barca del brazo. No hizo falta que lo empujase. Él se dejó llevar hacia el coche.
Creo que alguien debería explicarme lo que está pasando, dijo la madre Izarne, encarándose con el inspector.
Es un cabecilla, madre. Un director de orquesta.
¡Este hombre es mío!, exclamó ella con los ojos encendidos. Pertenece al sanatorio. ¡Está aquí internado!
Usted atienda su reino, madre, dijo con frialdad y sin detenerse el inspector Arias. El infierno es cosa nuestra.
Se oyó aún el comentario en voz baja de una de los policías acompañantes:
¡Carajo con la monja! Tiene carácter.
Más que el Papa, dijo el inspector con voz enojada. ¡Arranca de una puta vez!
Yo nunca había visto antes llorar a una monja, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Es una sensación muy extraña. Como cuando llora una imagen hecha de nogal.
¡Tranquila, madre! El doctor Da Barca siempre cae de pie.
La verdad es que yo no era precisamente un experto en consolar a la gente. Me mandó al infierno por segunda vez.
Lo trajeron a los tres días, suficientes como para volver más delgado. Al parecer, le contó a Herbal uno de los guardias que lo ha bían escoltado, la policía llevaba tiempo detrás del tal Chacho sin imaginar que cantaba desde la jaula. Era una leyenda entre la resistencia. Las combinaciones de jugadores que sugería en sus cartas, los comentarios de tácticas futbolísticas, eran en realidad informaciones cifradas para la organización clandestina. Desde sus tiempos de dirigente republicano y la estancia en prisión, Da Barca era un archivo viviente. Lo tenía todo en la cabeza. Sus textos, con testimonios de la represión, se publicaban en la prensa inglesa y en la americana. Le iban a abrir un nuevo proceso.
¡Pero si ya tiene cadena perpetua!
Pues le meterán otra. Por si resucita.
Supongo que le habrían sacudido duro, le dijo Herbal a Maria da Visitaçáo, pero el doctor no comentó nada de su paso por comisaría, ni siquiera cuando la madre Izarne se acercó a él y escudriñó su rostro buscando las huellas de la tortura. Tenía un negrón en el cuello, bajo la oreja. La madre se lo acarició con la yema de los dedos, pero enseguida retiró la mano como si le hubiese dado un chispazo.
Gracias por su interés, madre. Me mandan a otro hotel más húmedo que éste. A Galicia. A la isla de San Simón.
Ella desvió la mirada hacia una ventana. Se veía el sendero del monte, el fondo dorado de la retama. Pero luego reaccionó con una sonrisa de novicia.
¿Ve usted? Dios cierra una puerta y abre otra. Así podrá estar cerca de ella.
Sí. Eso es lo bueno.
Cuando pueda, déle un abrazo fuerte de mi parte. No olvide que yo también los casé.
Se lo daré. Muy fuerte.
19.
Daniel Da Barca recorrió con una rápida ojeada las filas de ventanas a la búsqueda del reflejo de paloma de una toca. Pero no lo encontró. Se había despedido de los enfermos presos uno por uno. A la salida, se juntó un coro de mercedarias. Ella no estaba. La madre Izarne reza en la capilla, le dijo la monja más vieja, como quien trae un recado. Él asintió. Lo miraban expectantes. La brisa les agitaba los hábitos en un blanco adiós. Debería decir unas palabras, pensó. O mejor nada. Les sonrió.
¡Mi bendición, madres! E hizo la señal de la cruz en el aire como un deán.
Ellas rieron como muchachitas.
¿Y tú qué dijiste?, le preguntó Maria da Visitaçáo a Herbal.
Yo no dije nada. ¡Qué iba a decir! Me fui como había llegado. Como su sombra.
Aquella escena debió de causar algún efecto en el sargento García. Son las ordenanzas, doctor, le dijo al ponerle las esposas, como si le molestase irrumpir con cadenas en aquella despedida. En la orden en que le comunicaron la custodia del preso, que haría en compañía del cabo Herbal, de regreso a su destino en Galicia, se le informaba de que se trataba de un «destacado elemento desafecto al régimen», condenado a cadena perpetua. Había subido, pues, hasta el sanatorio penal con ánimo alerta y molesto por una misión de traslado que le haría recorrer España todo a lo largo, en trenes que se arrastraban como penitentes con la cruz a cuestas. Lo había tranquilizado la visión del preso, con aquel ramillete de monjas cautivadas. Como le había oído decir a un viejo brigada, el intelectual es como el gitano, una vez que cae no se amotina. El que era un muerto, pensó cuando se acomodaron en el primer tren, de Valencia a Madrid, era el compañero que le había tocado de escolta. Un aburrido. Como un borracho sobrio por la mañana. Como un enterrador puntual. De aquí a Vigo le iba a salir una tela de araña en las pestañas.
Perdone que le interrumpa la lectura, doctor, pero quisiera hacerle una consulta. Es una cosa a la que hace tiempo que le vengo dando vueltas. Usted es médico, debe saber de eso. ¿Por qué los hombres siempre tenemos ganas? Ya me entiende.
¿Se refiere al sexo?
Eso es, dijo el sargento riendo. Frotó, frufrú, las manos en perpendicular: Me refiero al asunto. Los animales paran, ¿no? Quiero decir. Tienen el celo y luego paran. Pero los humanos no. ¡El palo de la bandera siempre tieso!
¿A usted le pasa eso?
Desde luego. Yo veo a una mujer y ya me viene la idea. Nos pasa a todos, ¿no? ¡No irá ahora a decirme que es una enfermedad!
No exactamente. Es un síntoma. Eso ocurre a menudo en los países donde se hace poco. Imitó al sargento en el gesto de fregar, frufrú, las manos: Ya me entiende.
Al sargento García le hizo gracia la observación. Soltó una carcajada y miró hacia Herbal. Un tipo fino, ¿eh, cabo?
Yo no me encontraba muy bien, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Había transcurrido más de un año desde el viaje de ida: Cambiaron de tren en Madrid para coger en la Estación del Norte un expreso con destino a Galicia. Iban a desandar el camino del tren perdido en la nieve. Era primavera y el sol ponía destellos en las esposas del doctor como si fuesen relojes de pulsera. Pero Herbal no se encontraba bien. Notó su propia palidez como si se reclinase en una almohada fría y húmeda.
¿Se encuentra bien, cabo?
Sí, sargento. El tren me da sueño.
Será de la tensión baja. ¿Cómo funciona eso de la tensión, doctor? ¿Es cierto que tiene que ver con el azúcar?
El sargento García era muy parlanchín. Cuando la conversación decaía y el doctor Da Barca regresaba al refugio del libro, él la em prendía con otro asunto como si quisiese imponerse al monótono traqueteo. Iban uno frente al otro, junto a la ventana, mientras Herbal dormitaba algo apartado con el fusil en el regazo. Solos en el departamento. En una de las paradas, cuando ya anochecía, Herbal despertó con el ruido de la puerta. Se asomó una mujer con un niño en el brazo y otro de la mano. Ella llevaba un pañuelo en la cabeza. Dijo por lo bajo: Sigue, hijo, aquí no.
Cuando volvió a dormirse, Herbal escuchó al doctor Da Barca hablando con la monja aquella, la madre Izarne. Le decía: Los recuerdos son engramas. ¿Y eso qué es? Son como cicatrices en la cabeza. Y entonces vio una fila de personas con escoplo de carpintero haciéndole cicatrices en la cabeza. Y a la mayoría les decía que no, que no le hiciesen cicatrices en la cabeza. Hasta que apareció Marisa, la niña Marisa, y él le dijo: Sí, hazme una cicatriz en la cabeza. Y Nan. Su cabeza era un pedazo de aliso. Nan le hizo un corte suave y acercó la nariz para oler. Y luego llegó su tío, el trampero, y se quedó con el cuchillo en alto, diciendo: Cuánto lo siento, Herbal. Y él dijo: Si hay que darle, dale, tío. Pero después su cabeza aparecía enfangada, entre hollín de carbón, en Asturias, y una mujer gritaba, y el oficial decía: ¡Disparen, hostia, me cago en diola! Y él decía: No, no me hagáis esa cicatriz.