Y luego se vio en un monte, al borde de una carretera, una noche de luna en agosto. Tenía ante sí un muchacho uniformado, con cara de trampero, e iba a decirle por qué. ¿Por qué me haces esta cicatriz? Recordó el lápiz. El lápiz de carpintero. La mujer del pañuelo en la cabeza le dijo: Sigue, hijo, aquí no. Y despertó bañado en sudor, rebuscando en el saco del equipaje.
¡Eh, cabo! Estamos en su tierra. ¿No ve que está lloviendo? ¡Me debe tres imaginarias!
Y añadió en voz baja: ¡Carajo con el vigía! Dormiría hasta en un bombardeo.
Al fondo del saco encontró el lápiz.
¡Hola, Herbal!, le dijo el pintor. Ya estamos en Monforte. Aquí el tren se divide. Yo para el norte, para Coruña, y tú para el sur. ¡Cuida de este hombre!
¿Y qué puedo hacer?, murmuró Herbal. Se me ha acabado la parentela. No me dejan en San Simón. Me mandan a otro destino.
Mira, dijo el pintor. ¡Fíjate en ella!
Allí estaba. Su pelo rojo, el arco iris de sus ojos, iban apartando la niebla del andén. El doctor, esposado, golpeó en el cristal con los nudillos.
¡Marisa!
El sargento García, tan hablador, quedó mudo como si la ventana fuese una pantalla de cine.
¡Adiós, Herbal! Me voy a ver cómo está mi hijo.
¡Es mi mujer!, dijo el doctor sacudiendo al sargento con las manos esposadas, excitado como si estuviese anunciando la llegada de una reina.
Y lo era, o más bien una reina costurera. Con aquello sí que no contaba el sargento García, le dijo Herbal a Maria da Visitaçáo. Ni yo. Cuando se asomó al departamento, no sabíamos si disparar una salva o ponernos de rodillas. Yo hice como quien no quiere la cosa.
Marisa traía un cesto como para ir de merienda y un traje estampado de flores que se le ceñía al cuerpo, con los brazos desnudos. Era como si en una celda entrase toda una huerta en primavera, con abejas y todo. El abrazo inicial fue inevitable. El cesto de mimbre crepitó entre los dos cuerpos como el esqueleto del aire.
Aquel abrazo me sobrecogió, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. La cadena de las esposas le resbaló por la espalda y se quedó atravesada en la cintura, al comienzo de las nalgas.
Con el tren en marcha; el sargento García consideró que era hora de imponerse a los acontecimientos. Su gesto simpático se volvió cortante como tijera de acero. Se separaron.
Es mi mujer, sargento, dijo el doctor Da Barca como si le pusiese nombre al agua.
Llevamos mil años en el mismo tren y no me dijo nada de que lo esperaba su mujer. Y exclamó señalando a la gente del andén: ¡Podría haberme ahorrado este circo!
Él no sabía nada, dijo Marisa.
El sargento la miró perturbado como si le estuviese hablando en francés y cogió el telegrama que ella le tendía. Firmaba la madre Izarne desde el sanatorio penal Porta Coeli y la informaba del horario de trenes del traslado.
No quiero ser descortés, doctor, dijo el sargento García, pero ¿cómo sé que son marido y mujer? No me sirve su palabra. Necesito papeles.
En aquel momento fui un cobarde, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. No sé lo que me pasó. Quería decir: Lo son, yo lo sé. Pero se me barrió la voz.
Yo tengo los papeles, dijo muy digna Marisa. Y los sacó de aquel cesto de merienda.
La actitud del sargento García cambió desde ese momento. Estaba impresionado y no me extraña, dijo Herbal. Aquella mujer con vertía la noche en día, o vivecersa, que diría el Gengis Khan. Miró alrededor, como en un trámite, y le quitó las esposas al doctor.
Se pueden sentar juntos, dijo señalando la ventana. Y él se quedó con el cesto. Era de buen diente.
El doctor Da Barca cogió a Marisa de las manos, dijo Herbal antes de que Maria da Visitaçáo le preguntase qué hacían. Le contaba los dedos por si le faltaba alguno. Ella lloraba, como si le hiciese daño verlo.
De repente, él se levantó y dijo: Sargento, ¿no le apetece echar un pitillo?
Salieron al pasillo del tren y no fumaron un pitillo sino media docena. El tren corría por la orilla del Miño, teñida de verdes y lilas, y el sargento y el doctor charlaban animados como si estuviesen en la barra de la última taberna.
Desde mi rincón de dormilón, dijo Herbal, yo la miraba con lástima, con ganas de tirar el fusil por la ventana y abrazarla. Ella lloraba sin entender nada. Yo tampoco. Faltaban unos minutos para que llegásemos a la estación. Después, nada. Años y años de cárcel sin poder tocar a aquella reina costurera. Pero él, habla que te habla con el sargento, como dos feriantes. Y así hasta que llegamos a la estación de Vigo.
A mí me extrañó que no le pusiese las esposas. El sargento me llamó aparte: Discreción absoluta con lo que vamos a hacer. Si algún día se va de la lengua, lo buscaré aunque sea en el infierno para meterle un tiro en la boca. ¿Entendido?
No se preocupe, sargento.
Pues coja su parte. ¡Disimule, coño!
Herbal notó el tacto de los billetes en la mano y los guardó en el bolsillo del pantalón sin mirar.
Estamos los dos de acuerdo, ¿no?
Lo miró en silencio. No sabía de qué le estaba hablando.
Bien. Entonces vamos a hacerle un favor a esta pareja. Al fin y al cabo, están casados.
Herbal pensó que el sargento García había perdido el juicio, enajenado por la labia y la mirada hipnótica del doctor Da Barca. Debería haberlo previsto. Aparte del dinero que le había dado, que no podía ser mucho, ¿qué demonio le había contado para hechizarlo así?
Este Daniel es un fenómeno, le dijo el pintor al oído.
¿Pero tú no te habías ido?, dijo Herbal sorprendido.
Lo he pensado mejor. ¡No me podía perder este viaje!
¿Qué hacemos entonces, cabo?, preguntó el sargento. Él me dijo que usted sabría. Que conoce bien Vigo.
El pintor le pegó con el puño en la sien: Ha llegado la hora de la verdad, Herbal. ¡Pórtate!
Podemos llevarlos a un hotel que hay aquí cerca, señor. Y que pasen por fin su noche de bodas.
Por el andén, ajena a todo aquel enredo, Marisa apuró el paso. Lloraba en silencio. A Herbal le pareció hermosísima, como las camelias a punto de caer. Por fin, Da Barca se le acercó cariñoso, pero ella lo rechazó enojada. ¿Quién eres tú? Tú no eres Daniel. Tú no eres el hombre que yo esperaba. Hasta que él la agarró con energía por los hombros, la miró de frente, la abrazó y le habló al oído.
Escucha. No hagas preguntas. Déjate llevar.
Marisa se transformó a medida que fue entendiendo. Se le puso cara de novia, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Caminaron se renos hasta la calle del Príncipe, mientras se encendían las primeras luces del anochecer, fingiendo interesarse de vez en cuando por los escaparates. Hasta que llegamos a un pequeño hotel que había por allí. El doctor Da Barca miró para el sargento. Éste asintió, Y la pareja entró delante con aire decidido.
Buenas noches. Soy el comandante Da Barca, se presentó él con voz severa en la recepción. Dos habitaciones, una para mí y mi mujer, y otra para la escolta. Bien. Nosotros vamos subiendo. El sargento les dará los detalles.
A sus órdenes, comandante. Buenas noches, señora. Que descansen.
Buenas noches, comandante Da Barca, dijo Herbal cuadrándose muy formal. Inclinó ligeramente la cabeza: Buenas noches, señora.
El sargento García enseñó su documentación. Le dijo al recepcionista: No quiero que molesten al comandante bajo ningún concepto. Pásenme a mí cualquier aviso.
Fue una noche muy larga, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Por lo menos para nosotros. Supongo que para ellos fue muy corta.
No creo que los tortolitos se escapen, dijo el sargento al llegar a la habitación. Pero no vamos a correr riesgos.