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Así que pasaron la noche escuchando por turno detrás de la puerta. Me presento voluntario para la primera imaginaria, había di cho el sargento García guiñándole teatral un ojo a Herbal. ¡Tres veces!, exclamó cuando volvió. Lástima de un agujero en la pared.

Si hubiese un agujero en la pared, verían los dos cuerpos desnudos sobre el lecho, ella vestida sólo con el pañuelo anudado al cuello que un día le había dado en la cárcel a Daniel.

A mí me pareció que alguien lloraba, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Era una noche de viento, de mucho acordeón en el mar.

Después yo también oí chirriar el somier.

Muy temprano, al alba, el sargento llamó a la puerta para avisarlos. Con tan larga vigilia empezó a sentirse inseguro por el paso dado. Se movió con inquietud alrededor de la cama.

¿De verdad que usted estaba de acuerdo con él?

Algo sabía, mintió Herbal.

No se lo cuente ni a su mujer, dijo el sargento, repentinamente muy serio.

No tengo mujer, dijo Herbal.

Mejor. ¡Andando!

Todavía guardando las formas, salieron del hotel como un grupo de furtivos. Si los hubiese seguido tras cruzar la puerta, el recepcionista vería cómo el comandante Da Barca pasaba a ser un prisionero con las manos esposadas. Por las calles vagaba una luz de resaca, una melancolía de basura pobre, tras una noche de acordeones en la ría.

En el muelle, un fotógrafo de emigrantes se ofreció despistado a hacerles una foto. El sargento lo disuadió con un gesto brusco: ¿No ves que es un preso?

¿Lo llevan a San Simón?

A ti qué te importa.

Casi nadie vuelve. Déjeme que les haga una foto.

¿Que nadie vuelve?, dijo el doctor de repente con una sonrisa audaz. ¡Una cuna romántica, señores! ¡De allí salió el mejor poema de la humanidad!*

(*Se refiere al único poema conservado del juglar gallego medieval conocido como Mendiño, que comienza Sedia m'eu na ermida de San Simon e cercaron mi as ondas que grandes son. Se trata de una hermosísima composición en que el poeta canta los sentimientos amorosos de una mujer que, cercada por las olas en la isla, aguarda la llegada del amado. (N. de la T.))

Pues ahora es un catafalco, murmuró el fotógrafo.

¡Venga!, ordenó el sargento. ¿A qué espera? Haga esa foto, ¡pero que no salgan las cadenas!

Él la abrazó por detrás y ella le cubrió los brazos para que no se viesen las esposas. Enfundados el uno en el otro, con el mar al fondo. Ojeras de noche de bodas. Sin mucha convicción, como de trámite, el fotógrafo les pidió que sonriesen.

La última vez que la vi, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo, fue desde el fondeadero. Nosotros subidos a la barca. Ella allí, en lo alto del embarcadero, solitaria, junto al noray, los largos mechones rojos peinados por el viento.

Él iba erguido en la barca, sin dejar de mirar para la mujer del noray. Yo, encogido, en la popa. Debo de ser el único gallego que no ha nacido para andar por el mar.

Al llegar a San Simón, el doctor saltó al embarcadero con aire resuelto. El sargento firmó un papel y se lo entregó a los guardias.

Antes de marcharse, el doctor Da Barca se volvió hacia mí. Nos miramos de frente.

Me dijo:

Lo tuyo no es tuberculosis. Es del corazón.

Aquéllas de la orilla, dijo el barquero al regreso, no son lavanderas. Son las mujeres de los presos. Les mandan alimentos por el mar en serones de bebé.

20.

Ellos fueron lo mejor que la vida me hadado.

Herbal cogió el lápiz de carpintero y dibujó una cruz en el blanco de la esquela del periódico, dos trazos burdos como hechos con un buril en piedra de losa.

Maria da Visitagáo leyó el nombre del fallecido: Daniel Da Barca. Debajo, el nombre de su mujer, Marisa Mallo, el hijo, la hija, y una larga estela de nietos.

En el encabezamiento, a la derecha, y a modo de epitafio, un poema de Antero de Quental. Maria da Visitaçáo lo leyó lentamente con su portugués de acento criollo:

Mas separo un momento, se consigo

fechar os olhos, sinto-os a meu lado

De novo, esses que amei: viven comigo…*

(*En portugués en el original. «Pero si me paro un momento, si consigo / cerrar los ojos, los siento a mi lado / de nuevo, aquellos que he amado: viven conmigo…» (N. de la T.))

¡Herbal, me vas a estropear a la chica con tanta literatura!

Manila, que acababa de bajar del primer piso, se servía un café en la barra. Hoy parecía de buen humor.

Yo sólo he conocido a un hombre que supiese poemas. ¡Y era un cura! Eran unos poemas preciosos, que hablaban de mirlos y de amor.

¿Tú y un cura poeta?, dijo burlón Herbal. Buena pareja, sí, señor.

Era un hombre encantador. Un caballero, y no como otros de sotana. Don Faustino. Según él, Dios tenía que ser mujer. Cuando se vestía de paisano para ir de juerga, decía: ¿A que no me conoce ni Cristo? Algo inocente. Le hicieron la vida imposible.

Se bebió el café de un trago: Id acabando la tertulia, que abrimos en media hora.

Nunca los he vuelto a ver, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Supe que Marisa había tenido un hijo, cuando él todavía estaba en San Simón. ¡El niño de la noche de bodas! Al doctor Da Barca lo soltaron a mediados de los cincuenta. Luego se fueron para América. Eso fue lo último que me dijeron de ellos. Ni siquiera sabía que habían regresado.

Herbal hizo un juego de manos con el lápiz del carpintero. Lo manejaba como si fuese un dedo que anduviese suelto.

A mí enseguida me cambió la vida. Tras entregar el preso en San Simón, volví a Coruña. Me encontré con mi hermana muy enferma. Enferma de la cabeza, quiero decir. Le pegué un tiro al Zalito Puga. Bah, en realidad le pegué tres. Eso fue lo que me perdió. Lo tenía todo pensado. Pensaba alegar que se me había escapado uno al limpiar el arma. Por aquel entonces eso era muy frecuente. Pero en el último momento perdí el control y le metí tres disparos. Así que me expulsaron del cuerpo y fui a parar a la cárcel. Allí conocí al hermano de Manila. Y a ella la conocí en las visitas. Yo ya no tenía a nadie. Ella era mi única ventana con el mundo. Cuando salí, me dijo: Estoy harta de chulos. Necesito un hombre que no tenga miedo.

Y aquí estoy.

¿Y qué fue del pintor?, preguntó Maria da Visitaçáo.

Vino una vez a verme a la cárcel. Un día de angustia, de sed de aire. Me habló el difunto y se me pasó el ahogo. Me dijo: ¿Sabes? Ya he en contrado a mi hijo. Anda pintando maternidades.

Eso es buena señal, le dije. Significa esperanza.

Muy bien, Herbal. Ya sabes algo de pintura.

¿Y qué fue del pintor?, preguntó Maria da Visitaçáo. ¿No volvió?

No, no ha vuelto nunca más, mintió Herbal. Como diría el doctor Da Barca, se perdió en la eterna indiferencia.

Maria da Visitaçáo tenía los ojos brillantes. Había aprendido a aguantar las lágrimas, pero no a controlar las emociones.

Mira, el brillo de las camelias tras la lluvia, le dijo el pintor a Herbal al oído. ¡Regálale el lápiz! ¡Regálaselo a la morena!

Toma, te lo regalo, le dijo tendiéndole el lápiz de carpintero.

Pero…

Cógelo, haz el favor.

Manila dio en el aire las palmadas de costumbre y abrió la puerta del local. Había un cliente esperando.

Ése ya estuvo aquí el otro día, dijo Herbal con la voz cambiada. La voz de vigía: ¡Tienes trabajo, niña!

Está encariñado, dijo ella con ironía. Me contó que era periodista. Anda deprimido.

¿Periodista deprimido? Ahora la voz era de asco: Ten cuidado. ¡Que pague antes de ir a la cama!

¿Adónde vas?, le preguntó Manila con extrañeza.

Voy un poco afuera. A tomar el fresco.

¡Abrígate!

Es sólo un momento.

Herbal se apoyó en el quicio de la puerta. En la noche lluviosa y venteada, el neón de la valquiria parpadeaba con una obscenidad tris te. El perro del cementerio de coches le ladraba a la procesión de faros. Una letanía de buril en la oscuridad. Herbal notó el ahogo y deseó que lo arrasara por dentro una ráfaga de aire. Por el camino arenoso que llevaba a la carretera, la vio por fin venir. La Muerte con sus zapatos blancos. Por instinto, palpó buscando el lápiz de carpintero. ¡Ven, cabrona, ya no tengo nada!