El club abría al anochecer y ellas dormían durante el día. A primera hora de la tarde, Maria da Visitação bajó al local. Había despertado con resaca, la boca de ceniza, el sexo dolorido por las cargas robustas de los contrabandistas, y le apeteció mezclar un zumo de limón con cerveza fría. Con las contraventanas cerradas, sentado ante una mesa y bajo una lámpara que abría un pozo de luz en la penumbra, estaba Herbal.
Dibujaba en servilletas de papel con un lápiz de carpintero.
3.
Lo siento mucho, socio. Y mi tío apretaba el gatillo. Preferiría no tener que hacerlo, amigo. Y entonces mi tío le daba duramente con la estaca, un golpe certero en la nuca del zorro atrapado en el cepo. Entre mi tío el trampero y su presa había el instante de una mirada. Él le decía con los ojos, y yo oí ese murmullo, que no tenía más remedio. Eso fue lo que yo sentí ante el pintor. Cometí muchas barbaridades, pero cuando me encontré ante el pintor murmuré por dentro que lo sentía mucho, que preferiría no tener que hacerlo, y no sé lo que él pensó cuando su mirada se cruzó con la mía, un destello húmedo en la noche, pero quiero creer que él entendió, que adivinó que yo lo hacía para ahorrarle tormentos. Sin más, le apoyé la pistola en la sien y le reventé la cabeza. Y luego me acordé del lápiz. El lápiz que él llevaba en la oreja. Este lápiz.
4.
Los de la partida, los paseadores que se hacían llamar la Brigada del Amanecer, se cabrearon mucho. Primero lo miraron con sorpresa, como diciendo qué burro, se le escapó el tiro, no se mata así. Pero luego, de regreso, rumiaban que les había jodido la fiesta con tanta diligencia. Habían pensado alguna maldad. Quizá cortarle los cojones en vivo y metérselos en la boca. O cercenarle las manos como hicieron con el pintor Francisco Miguel, o con el sastre Luis Huici. ¡Cose ahora, dandy!
No te asustes, mujer, se hacían cosas así, le dijo Herbal a Maria da Visitação. Sé de uno de esos que le fue a dar el pésame a una viuda y le dejó un dedo del marido en la mano. Supo que era de él por la alianza.
El director de la prisión, que era un hombre muy atormentado, dicen que antiguo amigo de algunos de los que estaban dentro, le había pedido aquella noche de asalto que los acompañase. Lo llamó aparte. Le temblaba el reloj de pulsera en la mano. Y le pidió muy por lo bajo: Que no sufra, Herbal. Aun así fue capaz de hacer el paripé. Acompañó a los paseadores a la celda. Pintor, dijo, puede salir en libertad. Acababan de escucharse los toques de las doce de la noche en la campana de la Berenguela. ¿En libertad a las doce de la noche?, preguntó el pintor, desconfiado. Venga, fuera, no me lo ponga difícil. Los falangistas se reían, ocultos todavía en el pasillo.
Y a Herbal la encomienda no le costó ningún trabajo. Porque él, a la hora de matar, se acordaba de su tío el trampero, el mismo que les ponía nombre a los animales. A las liebres las llamaba Josefina y al raposo, don Pedro. Y porque, a decir verdad, le había tomado aprecio a aquel señor. Porque el pintor era un señor hecho y derecho. En sus idas y venidas de la cárcel, trataba al carcelero como si éste fuese el acomodador de un cine.
El pintor no sabía nada del guardia, pero Herbal sabía algo de él. Se había comentado que su hijo, en compañía de otros, había tirado unas piedras contra la casa del alemán, uno que era de los de Hitler y daba clases de su idioma en Santiago. Le destrozaron los cristales. El alemán se había presentado en comisaría muy irritado, como si aquello fuese un complot internacional. Al poco, apareció el pintor con su hijo, un chaval muy menudo y nervioso, con los ojos más grandes que las manos, y al que denunció por ser uno de los autores de las pedradas. Hasta el comisario quedó pasmado. Le tomó declaración pero los mandó marcharse a ambos, padre e hijo.
Así de recto era el pintor, explicó Herbal a Maria da Visitação. Y fue de los primeros que apresamos. Es muy peligroso, había dicho el sargento Landesa. ¿Peligroso? Si ése no es capaz ni de pisar una hormiga. ¡Qué sabréis vosotros!, respondió enigmático. Es el cartelista, el que pinta las ideas.
Cuando lo del alzamiento, llevaron a los republicanos más significados a la cárcel. Y también a otros menos destacados, pero que siempre coincidían con los apuntados en la misteriosa lista negra del sargento Landesa. La cárcel de Santiago, conocida como A Falcona, estaba detrás del palacio de Raxoi, en la cuesta que desembocaba en la plaza del Obradoiro, justo enfrente de la catedral, de tal forma que si excavabas un túnel ibas a dar a la cripta del Apóstol. Allí empezaba lo que llamaban el Inferniño. Cada catedral medieval, el gran templo de Dios, tenía cerca un Inferniño, el lugar del pecado. Porque detrás de la prisión estaba el Pombal*, el barrio de las putas.
(*En gallego, palomar. (N. de la T.))
Las paredes de la cárcel eran de losas pintadas de musgo. Por suerte para ellos, si es que se puede hablar así, les tocó el verano como antesala de la muerte. En invierno, la cárcel era una nevera con olor a moho, y el aire tenía un peso de hojas mojadas. Pero allí nadie pensaba todavía en el invierno.
Durante aquellos primeros días, todos aparentaban normalidad, presos y guardias, como viajeros sorprendidos por una avería en la cuesta de la vida y a la espera de que un oportuno golpe de manivela propulsara de nuevo el motor y se reanudase el viaje. Incluso el director permitía la visita de los familiares, y que les llevasen la comida hecha de casa. Y ellos, los detenidos, hacían tertulia durante las horas del patio con aparente despreocupación, sentados en el suelo y recostados en los muros, con la jovialidad con que algunos lo hacían tan sólo unos días antes, en sus respectivas sillas, en torno a los veladores con tacitas humeantes, en el Café Español, con las paredes decoradas por los murales del pintor. O como los obreros en la pausa del trabajo, después de la reverencia irónica de la visera al patrón sol y de escupir para sellar la zanja, yendo a buscar una sombra de agua y pan para echar unas risas de sobremesa. Detenidos en traje o camiseta, la larga espera, el polvo del calendario, los iban igualando a todos en el patio, como hace el sepia en un retrato de grupo. Parecemos segadores. Parecemos vagabundos. Parecemos gitanos. No, dijo el pintor, parecemos presos. Estamos empezando a coger color de presos.
Durante las horas de guardia, Herbal podía escucharlos de cerca. Lo entretenían como una radio. El dial del palique, yendo y viniendo. Se acercaba de lado, como quien no quiere la cosa, y echaba un pitillo apostado en el quicio de la puerta que daba al patio. Cuando los había dejado, hablaban de política. En cuanto salgamos de ésta, decía Xerardo, un maestro de Porto do Son, la República tendrá que zafar, como hacen los marineros tras un golpe de mar. La República federal.
Ahora hablaban del eslabón perdido entre el mono y el hombre.
En cierta forma, decía el doctor Da Barca, el humano no es fruto de la perfección, sino de una enfermedad. El mutante del que procedemos tuvo que ponerse en pie por algún problema patológico. Se encontraba en clara inferioridad frente a sus predecesores cuadrúpedos. No hablemos ya de la pérdida del rabo y del pelo. Desde el punto de vista biológico, era una calamidad. Yo creo que la risa la inventó el chimpancé la primera vez que se encontró en aquel escenario con el Homo erectus. Imaginaos. Un tipo erguido, sin rabo y medio pelado. Patético. Para morir de risa.
Yo prefiero la literatura de la Biblia a la de la evolución de las especies, dijo el pintor. La Biblia es el mejor guión que se hizo, por ahora, de la película del mundo.