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De repente, al escuchar el nombre de su interlocutor, la voz pronunció unas palabras en latín.

– Fructum pro fructo, favor por favor.

– Silentium pro silentio, silencio por silencio -respondió Mahoney.

– Soy Denton Halston. Soy guardián en Nueva York y deseo hablar con el cardenal August Lienart.

– Bien, hermano. Espere un momento -respondió Mahoney.

Al otro lado de la puerta, en el despacho del cardenal secretario de Estado August Lienart, el sacerdote podía oír los compases de la Sin fonía N° 1 de Sibelius. Dio unos golpecitos en la puerta con los nudillos. La música se detuvo y desde el interior le llegó la voz del cardenal indicándole que podía entrar.

– ¿Puedo pasar, eminencia? -preguntó Mahoney con respeto.

– Pase, pase, querido secretario -respondió Lienart, alargando su mano derecha para dejar que el recién llegado besase su anillo cardenalicio con el dragón alado, símbolo de la familia Lienart durante siglos.

– Eminencia cardenal secretario, tengo al teléfono a un guardián. Llama desde Nueva York -reveló el secretario.

Lienart permanecía de pie en silencio observando la plaza de San Pedro a sus pies. De repente, se giró hacia su secretario.

– Bien, páseme la llamada a mi teléfono de seguridad -ordenó el secretario de Estado vaticano a Mahoney mientras éste se retiraba ya hacia la puerta.

Unos segundos después sonaba el teléfono rojo que Lienart tenía a un lado de su mesa. La voz volvió a pronunciar las palabras en latín.

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió el alto miembro de la curia.

– Soy Denton Halston, guardián en Nueva York, y deseo informarle de un acontecimiento -dijo el vicepresidente del First National Bank.

– Le escucho, hermano -indicó Lienart.

– El evangelio ha sido extraído de la caja de seguridad.

– Bien, querido hermano. Su mensaje ha sido recibido.

Mientras Lienart cortaba la punta de su cigarro habano con un cortapuros de plata, llamó a su secretario a su presencia.

– Pase, querido Mahoney, creo que tengo una misión para usted.

– ¿Qué desea de mí, eminencia?

– Será usted mi nuevo ángel anunciador -dijo Lienart mientras una sonrisa gélida recorría su rostro-. En el plazo de dos días irá a siete puntos diferentes del planeta con el fin de entregar una carta sellada para siete hermanos que deberán reunirse con usted en la iglesia de Santa Maria della Salute, en Venecia, en una fecha y una hora que yo mismo estableceré. Hasta que eso ocurra, deberán estar preparados.

– Sí, eminencia.

– Ocúpese de que esté todo dispuesto y de que nuestros hermanos sean acogidos de forma confortable hasta que reciban mis órdenes.

– Por supuesto, eminencia, así lo haré -respondió su secretario.

El padre Emery Mahoney tenía poco más de cuarenta años y era de origen irlandés. Sin su alzacuellos, muchos entre la curia vaticana aseguraban que podría parecer más un típico agente de Wall Street que el cada vez más influyente secretario privado del cardenal Lienart.

Mahoney había llegado al Vaticano desde Nueva York, donde había hecho una brillante carrera trabajando en las escuelas de Harlem con los niños menos favorecidos. A modo de recompensa, el religioso fue trasladado a la catedral de San Patricio como ayudante del deán. Sus antiguas tareas con los niños de Harlem se convirtieron en visitas a residencias de millonarios de Park Avenue, la Quinta Avenida o Central Park. Sus niños problemáticos dieron paso a meriendas, fiestas y recepciones a las que era invitado por los miembros de la exclusiva y adinerada alta sociedad neoyorquina. Mahoney parecía más un recaudador de Dios que un sacerdote de barrio. Estuvo involucrado en esa tarea hasta que fue reclutado por el cardenal Lienart cuando éste era prefecto de la Santa Alianza, el poderoso e influyente servicio de inteligencia de la Santa Sede, conocido entre la curia como la Entidad.

Con el paso del tiempo, Mahoney entró a formar parte del llamado Círculo Octogonus, una organización secreta formada por ocho religiosos ex agentes de la Entidad dispuestos a «morir por el tormento, en el nombre de Dios» y siempre bajo órdenes directas del propio Lienart.

Cuando el cardenal fue cesado de su cargo de responsable de la Entidad por el anterior Papa, los ocho miembros del Octogonus permanecieron fiel a él y a sus directrices. Mahoney pasó entonces a ocupar su secretaría tras el extraño suicidio de su anterior secretario, monseñor Vaclav Przydatek, que se había arrojado desde lo alto de la escalera de Bramante cuando iba a ser detenido por la Gendarmería Vaticana para prestar declaración por un oscuro asunto en el que estaba implicado.

– Si no desea nada más de mí, me dispongo a retirarme con su permiso, eminencia.

– Puede retirarse. Buenas noches, padre Mahoney -respondió Lienart.

Tan pronto como su secretario hubo cerrado la puerta, Lienart pidió a uno de los auxiliares de la Secretaría de Estado que le pusiesen en contacto con algún miembro del L'Osservatore Romano, el diario oficial de la Santa Sede.

– Enseguida, eminencia -dijo el auxiliar.

Mientras esperaba la comunicación, Lienart seguía fumando su cigarro habano y observando la plaza de San Pedro, cada vez con menos turistas. Ésa era la hora que más le gustaba para poder admirar las vistas desde la ventana de su despacho.

El sonido del teléfono rompió su contemplación.

– Eminencia, le paso con el señor Giorgio Foscati, de L'Osservatore Romano.

– ¿Señor Foscati? -preguntó Lienart.

– Sí, eminencia, Giorgio Foscati para servirle.

– En los próximos días y durante algunos meses le pediré que publique cada cierto tiempo una pequeña nota en una de las páginas de la edición italiana de su periódico.

– ¡Cómo no, eminencia! Será un honor servirle a usted, a la Secre taría de Estado, a la Santa Sede y al Santo Padre.

– Coja papel y lápiz y anote la primera frase: Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal. Inclúyala en la página cuatro del periódico de pasado mañana -ordenó el cardenal Lienart.

– Por supuesto, así lo haré.

– Buenas noches, señor Foscati.

Antes de colgar, el periodista decidió pedir un favor personal al cardenal.

– Eminencia, mi hija de dieciséis años, Daniela, va a hacer la confirmación en unos meses y me gustaría que fuese usted quien se la impartiese.

– Sería un honor para mí, querido Foscati, pero no sé si podré hacer un hueco en la apretada agenda de la Secretaría de Estado. Estamos muy ocupados con las visitas oficiales y no sé si…

– … no le molestaría mucho y a su madre y a mí nos gustaría que fuese Su Eminencia quien le impartiese la confirmación. Daniela es todo lo que tenemos y para ella ése es un día muy importante -volvió a insistir el periodista.

– Por lo menos intentaré hacer que le llegue a su hija una bendición de Su Santidad para ese día tan señalado. No se preocupe, querido Giorgio, y por favor, no se olvide de incluir mi frase en el periódico de pasado mañana. Ah, por cierto, salude usted a su esposa de mi parte.

– Buenas noches, eminencia.

Una vez acabada la jornada, el cardenal Lienart permaneció en pie ante los amplios ventanales de su despacho mientras daba profundas caladas a su habano.

***

Venecia

Casi a esa misma hora, en la ciudad de los canales, Crescentia Brooks fallecía de un infarto en su residencia de la Ca' d'Oro.

Sería su criada, Rosa, quien la encontraría en el suelo de su dormitorio. El doctor Fabiani, médico de la familia, certificaría su defunción.