– Una negociación.
– ¿Y por qué debería negociar con usted?
– Tal vez porque yo tengo en mi poder algo que usted desea fervientemente.
– Querido Arcángel, cuando no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede, y yo he aprendido, en mis años en el Vaticano, a querer lo que puedo alcanzar.
– Entonces ¿no desea saber qué es lo que quiero negociar, eminencia?
– ¿Tal vez la carta escrita por ese traidor de Judas?
– Puede que no sea tan traidor como ustedes nos han hecho creer. Quizá él fuese el elegido por Nuestro Señor Jesucristo para difundir su palabra y no Pedro.
– Querido Arcángel, usted es sacerdote y es perfectamente consciente de que los movimientos no son recomendables en una institución como la nuestra. ¿Usted cree que al pueblo, a los creyentes, les importará algo lo que diga ese papel? Es usted demasiado optimista para con el pueblo. Sólo es necesario salvaguardar los pequeños secretos. Los grandes se mantienen ya ocultos debido a la incredulidad general que suscitan en la opinión pública.
– Es probable que esa opinión pública llegue a preguntarse algún día quién dirige su Iglesia, ¿no le parece, eminencia?
– Ah, querido Maximilian, es usted optimista y eso está bien en los jóvenes. Cuánta fe en las libertades individuales cuando se dedica curiosamente a liquidar a ciudadanos por dinero, a esos mismos ciudadanos que forman parte de ese inmundo grupo que usted define como «opinión pública». Cuánta moral de un asesino que no usa su moralidad sino como si fuera su mejor ropaje. Hace siglos que la opinión pública es la peor de las opiniones. Para mí, es la acción de los idiotas y por eso me preocupa bien poco. La opinión pública está formada no por ciudadanos, sino por consumidores de todo: de cosas, de personas, de sentimientos, de intereses. No disfrutan, sólo devoran, poseen y olvidan. Ésa es la llamada opinión pública que usted tanto defiende, pero tenga por seguro que si le ofreciera una buena cantidad de dinero por acabar con ella, usted no lo dudaría un segundo -replicó Lienart mientras paseaba por los solitarios jardines junto a Max.
– Le interesa entonces escuchar mis condiciones, ¿o prefiere que mañana llame al corresponsal del New York Times y le muestre la carta de Eliezer?
– De acuerdo, de acuerdo. Dígame sus condiciones.
– Le entregaré la carta de Eliezer a usted, en persona, con la condición de que no les ocurra nada a la señorita Afdera Brooks, a su hermana Assal, al abogado Sampson Hamilton y al profesor Leonardo Colaiani. Retire a sus perros y la traducción de esa carta jamás verá la luz. Por otro lado, si a alguno de ellos les sucediese lo más mínimo, incluso una simple gripe, un simple arañazo que me llevase a sospechar que su mano está detrás, tenga por seguro que la traducción de ese documento que usted tanto ansia aparecerá en las portadas de todos los periódicos del mundo. Se lo aseguro…
– ¿Cuándo me entregaría la carta de Eliezer?
– Esta misma noche si está usted dispuesto a cumplir mis condiciones.
El cardenal Lienart se mantuvo pensativo durante unos segundos y finalmente respondió:
– El perdón es la oportunidad de volver a empezar donde se dejó, sin la necesidad de retroceder hasta donde todo empezó. Aliorum iudicio permulta nobis et facienda, et non facienda et mutanda et corrigenda sunt, según el parecer de otros, gran cantidad de cosas deben ser hechas, omitidas, cambiadas y corregidas por nosotros. Sea pues, aceptaré sus condiciones, pero espero que usted cumpla no sólo con la entrega del documento, sino con que esas cuatro personas mantengan su boca cerrada.
– Ninguno de ellos sabe lo que significa ése documento, ni siquiera la señorita Afdera Brooks -dijo Max, sacando de su bolsillo una cartera de cuero con la carta de Eliezer en su interior-. Aquí está la carta. Cumpla ahora con su palabra y retire a sus perros.
El cardenal Lienart ni siquiera abrió la cartera para comprobar su contenido.
– ¿Es que no va a abrirla?
– Querido Arcángel, quien pierde su fe, no puede perder nada más, y quien no tiene confianza en el hombre, no tiene ninguna en Dios. Usted jamás me engañaría, como tampoco yo a usted. Sabemos demasiado el uno del otro, y si el futuro es tal y como lo he planeado, usted, querido Maximilian, se convertirá en un arma de mi poder.
– Yo jamás volveré a ser una herramienta de su poder.
– ¿Por qué no? Lo importante no es la fuerza con la que se mida el poder, sino contar con el justo equilibrio para ejercerlo de forma efectiva y certera, sin compasión. El Papa suele decir que la Iglesia es la caricia del amor de Dios al mundo, pero lo peor de todo es que ese campesino de la Europa del Este jamás comprenderá que la Iglesia necesita a gente como yo, más a favor del golpe que de la caricia. Yo soy un defensor, un guardián, un protector de la Iglesia, y por tanto, estoy poco predispuesto a acariciar a nadie. Si la crueldad que usted tanto critica es necesaria para mantener ese poder, entonces, para mí, la crueldad tiene corazón humano, y rostro humano los celos; el terror, la divina forma humana, y atuendo humano el secreto. No lo olvide nunca, Arcángel.
– Cada vez entiendo menos a los hombres como usted.
– ¿Por qué piensa eso? Usted es como yo. Un producto de los tiempos que nos ha tocado vivir. Usted y yo somos iguales, porque a los dos nos han obligado a adaptarnos a las circunstancias con las que debemos vivir -aseguró el cardenal secretario de Estado mientras caminaba alrededor de la fuente-. El cristianismo, tal y como lo planeó Nuestro Señor Jesucristo, podría llegar incluso a ser bueno si alguien intentara practicarlo, pero aquí, en el Vaticano del siglo XX, es difícil encontrar a alguien predispuesto a ejercerlo. Las palabras de Nuestro Señor Jesucristo quedan muy lejanas de la Santa Sede.
– Sólo estoy seguro de algo, eminencia. Si Jesucristo viviese hoy aquí, en su Vaticano, estoy seguro de que no sería una cosa: cristiano. Sólo espero que lo que está obteniendo supere lo que está sacrificando, y recuerde lo que hemos acordado. Si a alguna de esas cuatro personas le sucediese algo, volveré. Su destino estará escrito entonces, eminencia -replicó Max dirigiéndose hacia la salida del jardín.
– El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros los que las jugamos. Adiós, Arcángel. Nos volveremos a ver -se despidió Lienart.
– Delo por seguro, eminencia. Algún día nos volveremos a ver. Algún día. No lo dude -le advirtió el Arcángel, perdiéndose entre las sombras de los jardines vaticanos con el mismo silencio con el que había llegado.
Lienart continuó su paseo de regreso hasta el Palacio Apostólico. Cuando se encontró en la soledad de su despacho, el secretario de Estado marcó el teléfono de monseñor Emery Mahoney.
– Venga usted a mi despacho inmediatamente y traiga el libro que tiene en su caja fuerte.
Unos minutos después, monseñor Mahoney golpeaba la puerta del despacho del todavía secretario de Estado de la Santa Sede.
– ¿Me ha mandado llamar, eminencia?
– Sí, pase y cierre la puerta.
Mahoney se acercó hasta el cardenal, colocó su rodilla en tierra y besó el anillo con el sello del dragón alado. En su mano portaba el libro del evangelio de Judas.
– Aquí está el libro hereje, eminencia. ¿Qué quiere que haga con él?
– Quemarlo en el fuego purificador. Ese libro, junto a la carta de Eliezer, que me acaban de entregar, será pasto de las llamas. Ocúpese usted de que así sea. Esta misma noche quiero que estos dos documentos herejes ardan en el infierno. ¿Me ha entendido bien, monseñor?
– Sí, eminencia. Así lo haré -respondió Mahoney mientras se retiraba hacia la salida.
– Por cierto, monseñor -dijo Lienart, deteniendo a su secretario-, ordene a los hermanos Alvarado, Pontius y Cornelius que regresen a sus quehaceres en los monasterios de Irache, Haghartsin y Ettal, hasta que el Círculo sea nuevamente convocado. Dígales también que estoy orgulloso de ellos y que espero que recen por nuestros hermanos que han perdido la vida en defensa de la fe. Nosotros oraremos también por las almas de nuestros hermanos Ferrell, Lauretta, Osmund y Reyes. Ahora vaya en paz.