– Sí, eminencia, y que la paz sea también con usted.
Nahariya, doce kilómetros al norte de Acre
– Nahariya Hospital, ¿dígame?
– Deseo hablar con la habitación 116 -pidió Max.
– Un momento, le paso enseguida.
Tras unos segundos, alguien descolgó el teléfono.
– ¿Cómo estás? -preguntó Max.
– Muy bien, aunque con un buen agujero en la tripa. Perdí mucha sangre, pero sobreviví gracias a ti -respondió Afdera aún con voz débil-. Me has salvado la vida y no sé cómo podré pagártelo. Te amo, aunque sé que jamás me permitirás acercarme a ti lo suficiente por ser quien eres, pero quería decírtelo. Te amo, Max.
– Yo también a ti, pero debo seguir mi camino y tú el tuyo. Puedes pagarme el favor viviendo lo suficientemente lejos como para que el cardenal Lienart y sus perros no te encuentren. Me devolverás así el favor, Afdera.
– Le has entregado la carta de Eliezer, ¿no es cierto?
– Sí, era la única forma de apartar a sus perros de ti, de tu hermana Assal, de Sam y de Colaiani.
– Sabes que ese hombre va a destruirla y jamás descubriremos lo que decía. Tendríamos que haber estudiado el texto antes de entregársela. Su contenido debía de ser muy importante como para que haya muerto tanta gente relacionada con ese trozo de papiro.
– Tal vez eso no sea del todo cierto.
– ¿A qué te refieres?
– Yo sé lo que decía la carta de Eliezer, pero he negociado con su eminencia. Si algo le pasa a Assal, a Sam, a Colaiani o a ti, me veré obligado a hacerle una visita, algo que ni él mismo desea y, por supuesto, haré público el contenido de esa carta.
– Pero así te has puesto en peligro. Podría intentar matarte.
– Dudo mucho que se atreva a intentarlo. Recuerda que soy sobrino del cardenal Ulrich Kronauer, un poderoso rival dentro del Vaticano, y a mi tío no le gustaría que Lienart intentase matarme. ¿No te parece?
– ¿Qué decía la carta? Creo que después de todo lo que he pasado, merezco conocer su contenido.
– Yo pienso lo contrario. Cuanto menos sepas, menos peligro tendrás de caer en manos de los perros del cardenal. Por ahora, podrás vivir con tranquilidad sin que tengas que estar mirando a tu espalda cada vez que salgas a la calle. Eres muy joven y debes aprender a vivir desde este mismo día. Que hoy sea el primer día de tu nueva vida.
– Una nueva vida sin ti, ¿no es cierto?
– Ésa es la pena que me ha impuesto. El cardenal Lienart me ha advertido que si tú y yo volvíamos a vernos, mi acuerdo con él quedaría roto, y la «sanción» contra ti, Sam, Assal y Colaiani podría volver a entrar en vigor -mintió Max-. Ése es el alto precio que deberé pagar: no volver a verte.
Max podía escuchar cómo Afdera lloraba al otro lado de la línea.
– Pero yo te quiero, Max…
– Yo también a ti. Y por eso lo mejor es que continuemos nuestra vida separados. No deseo tener que enterarme de tu muerte. He negociado vuestra seguridad con Lienart y desaparecer de tu vida será el precio que pagaré.
– Te amo, Max.
– Yo también te amo, Afdera -respondió Max.
Afdera, entre llantos, oyó cómo Maximilian Kronauer cortaba la comunicación. Esta vez para siempre.
Castelgandolfo
A dieciocho kilómetros de Roma y situada en el corazón de una pequeña localidad a orillas del lago Albano, se escondía la Residenza Papale, donde desde hace siglos los papas pasan sus vacaciones veraniegas. En sus jardines, entre paseos y oraciones, el Sumo Pontífice continuaba recuperándose de sus heridas. Desde su visita a la prisión de Rebibbia, se mostraba pensativo. Su conversación con el hombre que había intentado asesinarle le había consternado. En su mente aparecía continuamente una palabra clave pronunciada por aquel joven turco en su celda: Becket.
Aquella mañana, el secretario de Estado, el cardenal August Lienart, había sido convocado ante la presencia del Papa. El Mercedes-Benz ascendió por la via Ercolano hasta alcanzar el primer control de la Guardia Suiza, tras sortear a innumerables turistas que paseaban por las calles. El oficial al mando del puesto reconoció inmediatamente el vehículo del poderoso visitante, al tiempo que los dos guardias situados en las garitas mostraban su respeto presentando armas.
El coche entró en el patio central del edificio diseñado en el siglo XVII por Cario Maderno para el papa Urbano VIII. El resto de edificaciones, tanto el Palacio Papal como el edificio colindante, diseñados por Barbarini, habían sido añadidos al complejo principal por orden de Pío XI. Ahora, el Sumo Pontífice de Roma convalecía de las heridas sufridas por dos disparos efectuados por un terrorista turco.
– Su Santidad le está esperando en los jardines. Sígame, eminencia -anunció secamente el secretario del Papa.
Aquel hombre no había sido nunca santo de su devoción, pero se había convertido en secretario, confidente e incluso confesor del propio Pontífice. Si deseabas llegar al Papa no te quedaba más remedio que pasar por su secretario y para algunos, eso no era una tarea nada fácil.
Seguido por Lienart, el secretario avanzó entre los pasillos de palacio hasta alcanzar una gran escalinata exterior que se abría a unos amplios y ordenados jardines. Lienart pudo divisar a lo lejos la figura encorvada del Santo Padre vestido de blanco, sentado en una pequeña silla junto al estanque y con su cabeza cubierta por un sombrero de paja. A su lado, había una mesa de jardín y una única silla vacía. Estaba claro que el Papa le esperaba.
– Santidad… -dijo el secretario en voz baja mientras tocaba su brazo para sacarlo del letargo en el que se encontraba-. Santidad…, su eminencia el cardenal Lienart está aquí.
El Sumo Pontífice abrió los ojos al tiempo que levantaba su mano derecha para dejar que Lienart besase el Anillo del Pescador.
– Santidad… -pronunció el secretario de Estado a modo de saludo.
– Siéntese aquí, junto a mí -ordenó el Papa mientras daba una pequeña palmada sobre la silla vacía que tenía a su lado-. ¿Desea tomar una limonada?
– No, muchas gracias, Santidad.
Antes de iniciar la conversación, el Papa ordenó a su secretario no ser molestado bajo ningún concepto. Cuando éste se encontraba a una distancia prudencial, el Sumo Pontífice comenzó a hablar con un comentario banal.
– ¿Sabe usted, querido Lienart, qué significa ese busto romano? -dijo el Papa, señalando una estatua cercana cubierta por el musgo.
– No lo sé, Santidad.
– Representa a Polifemo, el cíclope hijo de Poseidón y la ninfa Toosa, y de quien escapó Ulises en la isla de los Cíclopes. ¿Sabe usted qué nombre le dio Ulises cuando Polifemo le preguntó su nombre?
– Siento decirle, Santidad, que no soy un gran experto en mitología.
– Pues le respondió con un nombre: Outis, un nombre que podría traducirse como «Ningún hombre» o «Nadie». Ésa fue la respuesta que me dio ese joven turco que intentó matarme cuando le pregunté quién le había ordenado asesinarme. Yo no podía entender el porqué de esa expresión. Antes de salir de aquella celda, ese hombre me dijo algo: «Santo Padre, la clave está en Becket». ¿Conoce usted, eminencia, la relación entre Thomas Becket y Enrique II?
– Sí que la conozco, Santidad -respondió Lienart-: «¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura entrometido?».
– Querido Lienart, la frase correcta es: «¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura turbulento?» -corrigió el Papa. -¿Quién es Becket y quién el rey?