– Tengo que llamar a Afdera para comunicárselo -dijo Assal mientras Sampson intentaba consolarla.
– ¿Prefieres que lo haga yo?
– No. Soy su hermana y creo que debo ser yo quien se lo comunique -respondió, intentando secarse las lágrimas con un pañuelo-. Necesito que tú te ocupes de todo lo relativo al funeral y que se lo notifiques a quien creas oportuno. Ahora no estoy para escribir ni firmar ningún documento. Es mejor que tú te ocupes de todo eso.
– Bien. No te preocupes por nada. Me encargaré del funeral y de recibir las condolencias de los amigos de tu abuela.
Tras despedirse del abogado, Assal se dispuso a llamar a su hermana Afdera.
– Hotel Tumblin Inn, dígame -respondió la voz al otro lado del teléfono.
– Por favor, quería hablar con la señorita Afdera Brooks.
– Un momento, le paso.
Tras dos tonos Assal escuchó la voz de su hermana.
– Afdera, soy Assal.
– ¿Qué ocurre? -preguntó intrigada.
– Es la abuela. Ha muerto de un infarto hace unas horas. Tienes que regresar a Venecia.
– Haré todo lo posible por llegar cuanto antes para que no tengas que ocuparte tú sola de todos los trámites para el funeral -dijo con serenidad.
– Me está ayudando Sampson con los papeles del forense y de la funeraria, y también él se ocupará de dar la noticia a los más allegados, pero de cualquier forma te necesito. Necesito que estés aquí conmigo.
– Regresaré cuanto antes, hermanita, no te preocupes. Estaré pronto contigo. Buenas noches, Assal.
– Buenas noches, Afdera. Ahora estamos solas.
Afdera se pasó llorando toda la noche, recordando los buenos momentos vividos junto a su abuela y acompañada en aquel solitario hotel únicamente por el libro de Judas, que se deshacía a pedazos en una caja de plástico bajo su cama.
III
Venecia
El funeral por el alma de Crescentia Brooks dio comienzo con un acto solemne en la pequeña iglesia de San Stae. Personas llegadas desde todos los rincones del planeta se acercaban a Afdera y a Assal para presentarles sus respetos. Ninguna de las dos hermanas conocía a aquellas personas con rostro solemne que intentaban confortarlas con tan sólo unas palabras de ánimo.
La obertura de Egmont de Beethoven procedente de la iglesia llegaba a oídos de Afdera y Assal mientras estrechaban manos desconocidas recibiendo condolencias.
– Quiero expresarles mi más sentido pésame por la muerte de su abuela -dijo un hombre vestido con un elegante traje negro y corbata del mismo color. Assal estrechó la mano del desconocido-. Señorita Afdera, quiero expresarle mis más sinceras condolencias -añadió, estrechando la mano de Afdera, que se encontraba ensimismada con la música de Beethoven y el oscuro día con que había amanecido Venecia.
– Oh, muchas gracias. Estamos muy apenadas -consiguió decir la joven mientras el hombre entraba en el templo.
Aquella bella iglesia, construida en 1709 por el arquitecto Domenico Rossi y retratada por el gran Canaletto, había sido uno de los rincones favoritos de la fallecida, tal vez incluso un refugio cuando quería huir durante unas horas del mundanal ruido. Allí había mantenido largas conversaciones con el padre Foscari, rodeados de obras de arte de Giovanni Battista Piazzetta o Tiépolo. Afdera sabía que su abuela tenía mucho cariño a aquella iglesia consagrada a San Eustaquio, general de los ejércitos de Trajano muy dado a hacer obras de misericordia y al que se le apareció Dios, y tras abrazar el cristianismo, el emperador Adriano lo condenó a él, a su esposa y a sus dos hijos a morir quemados en el interior de un buey de bronce.
– Afdi,Afdi.
La voz de su hermana llamándola para el comienzo de los oficios religiosos la sacó de sus pensamientos.
– Ya voy. Estaba recordando a la abuela -admitió, cogiendo de la mano a su hermana para entrar en la iglesia.
Durante el tiempo que duró el funeral, a Afdera le dio la sensación de que alguien la vigilaba. En un momento se giró a su derecha y vio cómo el hombre bien vestido mantenía su mirada fija en ella. Aquello la incomodó. No lo conocía, a pesar de que éste se había dirigido a ella por su nombre y con gran familiaridad, aunque la verdad es que tampoco conocía a todas aquellas personas que, con cara apenada por la muerte de su abuela, se sentaban en los abarrotados bancos.
Tras la misa, los invitados pasaron a una recepción en la Ca' d'Oro para firmar en el libro de condolencias. Profesores de universidad, arqueólogos, directores de museos, marchantes de arte, traficantes de antigüedades, restauradores, científicos, traductores de extrañas lenguas, espías, financieros, abogados, millonarios coleccionistas e incluso ladrones y saqueadores de tumbas eran algunos de los personajes que daban el último adiós a la marchante fallecida.
– ¿Cuál será la profesión de aquel tipo? -preguntó Afdera con una copa de ponche en la mano, observándole.
– ¿A quién te refieres?
– A aquel tipo de traje negro hecho a medida.
– No le he visto en mi vida, pero no cabe la menor duda de que es muy atractivo, ¿no te parece?
– Sí, es muy atractivo. Le preguntaré a Sampson si lo conoce de algo-dijo Afdera cada vez más intrigada.
Mientras intentaba localizar al abogado de su abuela, vio que el hombre se despedía de una serie de personas a las que tampoco conocía y se marchaba del palacio para perderse entre la multitud que paseaba por la Strada Nova.
Afdera volvió al palacio y se encontró con el abogado.
– ¡Oh! Sampson, te estaba buscando. ¿Has visto al hombre que acaba de salir?
– No sé a quién te refieres.
– Un hombre de porte atlético, apuesto y vestido con un traje negro. Debe de tener dinero porque el traje estaba cortado a medida, posiblemente en Savile Row. Parecía un broker londinense.
– Pues la verdad, querida, es que no me he fijado demasiado en ese hombre atractivo del que hablas, pero tu abuela tenía relaciones de negocios con mucha gente que ni yo mismo conocía.
– Bueno, no es nada importante -dijo la joven.
Antes de dar la espalda al abogado, éste le preguntó:
– ¿Vas a decirme que había en la caja de seguridad de Hicksville?
– Más tarde -aseguró la joven-. Si quieres, podemos vernos mañana por la mañana en la biblioteca. Voy a necesitar tu ayuda y también algún contacto de mi abuela. Tú los conocías a casi todos, quiero que me des algunos nombres.
A la mañana siguiente, Afdera y Assal todavía estaban afectadas por los acontecimientos vividos el día anterior en el entierro de su abuela. Afdera se encontraba en bata cuando sonó el timbre de la puerta. Era Sampson Hamilton impecablemente vestido con un traje azul de raya diplomática y una corbata Marinella de seda.
– Buenos días, Rosa.
– Buenos días, señorito Sampson. La señorita Afdera está desayunando arriba, en la biblioteca.
– Bien, no se moleste, Rosa. Ya subo yo solo -dijo Hamilton dirigiéndose hacia las escaleras.
La puerta estaba entreabierta y al otro lado podía oírse el Intermezzo de Sfasmann mezclado con el sonido de las voces de las dos hermanas.
– Buenos días, Sampson.
– Buenos días, Afdera -respondió el abogado desviando su mirada hacia Assal, que, vestida tan sólo con un ligero camisón de seda, se dirigía hacia la salida.
Afdera sabía que su hermana atraía la atención de los hombres en general y de Sampson en particular. Podía ver cómo la miraba cada vez que se cruzaba con ella.
– ¿Por qué no le dices que la quieres? -preguntó a Sampson, que se puso colorado por la inesperada pregunta.
– No sé. Tal vez por miedo a que me rechace, pero ahora pongámonos a trabajar un rato -replicó el letrado mientras abría su maletín negro y comenzaba a sacar papeles que la joven debía firmar-. ¿Vas a decirme qué había en la caja de seguridad?