Afdera se levantó y cogió la caja para colocarla entre ellos. Después procedió a abrirla para mostrar al abogado su contenido. Al ver aquel libro de papiro deshecho por el tiempo, Sampson preguntó:
– Un libro antiguo. ¿Y de qué trata para que sea tan misterioso?
– Tienes ante ti, querido Sampson, el evangelio perdido de Judas. Las únicas palabras escritas sobre el apóstol.
– ¿Te refieres a Judas Tadeo?
– No. Este libro trata sobre Judas Iscariote, el apóstol que supuestamente traicionó a nuestro Señor Jesucristo -aclaró la joven.
– ¿Crees realmente que esto que se deshace aquí dentro puede ser tan importante?
– Mi abuela así lo creía. Tenía este libro, por lo menos que yo sepa, desde 1965. Ese año contrató la caja de seguridad en el First National Bank de Hicksville y lo guardó allí. Tal vez el libro llegara antes a sus manos. Dejó un grueso diario escrito que he encontrado junto al evangelio.
– ¿Qué contactos necesitas entonces?
– Necesito saber si la abuela tenía algún buen contacto con la Fundación Helsing de Berna.
– Tendré que comprobarlo, pero ¿por qué ellos?
– Esa fundación es la única que puede llevar a cabo la restauración del evangelio y encargarse de su traducción para que sepamos qué dice sin que nadie se entere. Se cree que sus patronos son hombres poderosos de todo el mundo a los que no les importa el dinero, sino el arte y la recuperación de antigüedades para conocer la historia pasada. Mi abuela confió en ellos en muchas ocasiones para restaurar algunos objetos que pasaron por sus manos. Si ella confiaba en la fundación, ¿por qué no nosotros?
– ¿Quieres llevar el ejemplar tú misma a Berna?
– Sí. Esta misión me la encomendó la abuela justo antes de morir. Estoy segura de que era importante para ella y, por tanto, también lo es para mí.
– No he oído cosas demasiado buenas de esa fundación. Nadie sabe bien quién está detrás de ella. Tiene muchos medios, con laboratorios muy costosos, y no se sabe de dónde sale tanto dinero -advirtió el abogado.
– Eso son tonterías.
– Espero que sólo sean eso: tonterías. No me gustaría tener que enfrentarme en un tribunal con una fundación de la que nada se sabe. Se ha llegado a decir incluso que detrás de ella hay traficantes de armas y narcotraficantes colombianos que la utilizan para blanquear dinero.
– Me da igual lo que hagan, siempre y cuando puedan ayudarme a recuperar el evangelio y a traducir su significado. Poco me importa de dónde sale el dinero -dijo la joven, intentando dar por finalizada la conversación.
Afdera omitió a Sampson las advertencias de su abuela sobre lo peligroso de la misión y de los oscuros poderes que intentarían hacerse con el libro. Antes de abandonar la biblioteca, el abogado se volvió a la joven para indicarle que en breves días podrían abrir el testamento de su abuela.
– Yo me ocuparé de todo y de pagar el impuesto de sucesiones en Italia, Suiza y Estados Unidos. Ahora sus propiedades son de tu hermana Assal y tuyas. También sus negocios. Ella quería que tanto tu hermana como tú continuaseis con ellos. Yo seguiré siendo tu guía hasta que ya no me necesites. Entonces podrás prescindir de mí si lo deseas.
– ¡Oh! Yo jamás podría prescindir de ti, y tampoco mi hermana -dijo, lanzando una sonrisa burlona al abogado.
– Por cierto, si crees que alguien puede querer robar el contenido de esa caja, te recomiendo que la guardes bien. Estoy seguro de que a quien pueda interesarle sabrá ya que la has sacado del banco.
Ciudad del Vaticano
La Secretaría de Estado se encontraba en plena ebullición ante la inminente llegada del presidente de la República francesa. El cardenal secretario de Estado permanecía en su despacho del Palacio Apostólico controlando todos los detalles de la visita del líder francés al Sumo Pontífice.
– Sor Ernestina, llame al padre Mahoney y que se presente ante mí -ordenó Lienart mientras leía documentos y la agenda de la visita oficial.
La monja francesa llevaba la agenda oficial y la correspondencia del cardenal desde hacía varias décadas. Muchos dentro del Vaticano la calificaban como una segunda sor Pascalina Lehnert, la famosa y todopoderosa ayudante del papa Pío XII desde su paso por la Nun ciatura en Baviera en 1917 hasta el final de su pontificado en 1958. Algunos miembros de la curia que no mantenían buenas relaciones con Lienart definían a sor Ernestina como «la papisa». Nada ni nadie accedía al cardenal Lienart sin la aprobación de la monja. Incluso el influyente cardenal Ulrich Kronauer, ayudante privado de Su Santidad, «papable» en los últimos dos cónclaves y uno de los más poderosos enemigos de Lienart en la Santa Sede, llegó a decir en cierta ocasión: «Sería más fácil para un asesino atravesar la línea de la Guardia Suiza para llegar hasta el Sumo Pontífice que atravesar la línea de sor Ernestina para llegar hasta nuestro querido cardenal Lienart». Los cardenales reunidos en torno a Kronauer rieron la broma, pero con sumo cuidado de que el comentario no llegase a oídos del secretario de Estado. Otro día, durante un paseo por el Vaticano en las proximidades del jardín a la italiana, el cardenal Kronauer afirmó ante sus acompañantes:
– La oscuridad nos envuelve a todos, pero mientras nosotros, los miembros del sacro colegio cardenalicio, tropezamos con alguna pared por el bien del Sumo Pontífice, Lienart permanece tranquilo en el centro de la estancia.
Para cuando Kronauer finalizó su comentario, el resto de cardenales que le acompañaban se habían alejado para no ser vistos por el poderoso Lienart.
El padre Mahoney, por su parte, como secretario oficial, se encargaba de la agenda privada del cardenal y de sus asuntos paralelos, por definirlos de alguna forma.
Al entrar en el amplio y luminoso despacho oficial del secretario de Estado de la Santa Sede, justo debajo de las estancias del Sumo Pontífice, Mahoney observó una gran actividad debido a la visita del presidente galo.
– ¿Me ha hecho llamar, eminencia?
– Sí, padre Mahoney, pase, pase y siéntese mientras reviso los menús para el almuerzo del Santo Padre con el francés.
El cardenal estaba despachando en ese momento con el cocinero jefe del Palacio Apostólico y con su ayudante.
– Veamos, querido Luigi y querida sor Germana, qué nos van a preparar para esta ocasión… -dijo Lienart con cierto aire dubitativo y observando la lista de platos que le acababan de dar-. Como primer plato, oeufs a la Medici o garganelli in brodo con rigaglie, sopa de pasta con menudillo; como plato principal, truchas cocidas en suave y perfumado escabeche, pascaline d'agneau a la royale, cordero relleno, o espetón de carnes asadas con hierbas; como postre proponen arroz con leche endulzado con miel y castañas. Y, finalmente, con el café o el té, panettone, dulces vaticanos y huesos de santo. Esto estaría muy bien a juzgar cómo ese político francés está presionando al Vaticano -dijo en voz alta mientras observaba a su secretario y a sor Ernestina esbozar una ligera sonrisa-. Bien, démosle a ese francés garganelli, truchas y arroz con leche -ordenó el secretario de Estado.
– Así se hará, eminencia -asintieron a coro el cocinero y la religiosa mientras besaban el anillo cardenalicio y salían de la estancia.
Lienart se levantó de su amplia mesa de trabajo para encaminarse hacia el padre Mahoney. Antes, se dirigió hacia un cuadro que tenía a su espalda y, tras accionar un resorte oculto, puso al descubierto una caja fuerte.
– El cardenal Metz, mi antecesor en el cargo, era muy aficionado a los secretos y a estos detalles de las cajas fuertes detrás de los cuadros -reveló, extrayendo ocho sobres blancos lacrados con el sello del dragón alado, el escudo del cardenal-. Necesito que mañana mismo salga usted hacia estos siete lugares del mundo y entregue personalmente estos sobres a sus destinatarios -ordenó al padre Mahoney.