De repente, en mitad del texto, Crescentia había hecho una anotación en el margen dirigiéndose a su nieta;
Debes establecer contacto con Liliana Ramson y con Abdel Gabriel Sayed. Son las primeras pistas en tu largo camino hacia la búsqueda de respuestas.
Su lectura quedó interrumpida por el sonido del teléfono.
– ¿Sí? Dígame -preguntó algo molesta.
– Hola, Afdera, soy Sampson.
– Dime, Sampson, ¿quieres hablar con Assal? -preguntó la joven.
– No seas pesada. Te llamo para darte el contacto que me pediste con la Fundación Helsing.
– Espera que coja lápiz y papel.
– He contactado con Renard Aguilar, el director. Estaría dispuesto a recibirte y escuchar tu propuesta. Ten cuidado con él. Tu abuela decía que era una auténtica serpiente cascabel. Te puede atraer con su cascabel, pero cuando menos te lo esperes, puede morderte. No te fíes. Llámale. Te he organizado una reunión con él para dentro de dos días.
– Perfecto, Sampson, muchas gracias. Te tendré al tanto de todo y, por cierto, durante mi viaje cuida de Assal.
– Intentaré hacerlo, Afdera, y ten cuidado. Lo que llevas en esa caja de plástico es un objeto muy valioso.
Laja, Bolivia
En Laja, un pequeño pueblecito del altiplano boliviano, el padre Carlos Reyes ayudaba a los indígenas impartiéndoles cursos sobre salud e higiene. Allí, el sacerdote podía recluirse junto a sus «indiecitos», como a él le gustaba llamarlos, y olvidarse de las oscuras misiones que le encomendaba el gran maestre del Círculo Octogonus en defensa de la fe. Reyes supo que algo ocurría cuando Flora Casasaca, una vendedora de mantas de lana, se acercó a la iglesia para indicarle que un hombre alto estaba buscándolo por el pueblo.
Mahoney llevaba horas subido en un avión desde que había salido de Roma. Para él, hacía una eternidad.
– Fructum pro fructo -dijo el secretario del cardenal Lienart.
– Silentium pro silentio -respondió el padre Reyes.
Su iglesia, construida en el siglo XVII, era la más antigua de Bolivia y había sido sede del obispado. Con el tiempo había perdido su esplendor de antaño y sus antiguas calzadas sustituidas por huertos de tomates y lechugas.
– ¿Qué te trae por aquí?
– Ya lo sabes. Lo que nos lleva a todos a tener que reunirnos cada cierto tiempo… -respondió Mahoney.
– El odio, la muerte…
– La fe -replicó el enviado de Roma.
– Tú sabes, querido Mahoney, que hace años que la fe se perdió en Roma. Éstos son los únicos que la mantienen intacta -apuntó el sacerdote mientras observaba a varios niños jugando al fútbol con una pelota hecha de trapos cosidos.
– Puede que tengas razón, pero nuestra labor, nuestra misión es lo que permite que ellos -dijo, señalando a los niños- puedan seguir manteniendo intacta su fe. Nosotros somos guerreros de Dios, como lo fueron los cruzados, y nadie les acusó de haber perdido la fe mientras acababan con la vida de los herejes.
– Es curioso que hables de herejes y cuestiones semejantes cuando vienes de Roma.
– Allí también hay herejes. ¿Crees acaso que en las cercanías del Papa no existe la maldad?
– Puede ser, querido amigo, pero estas misiones cada vez se me hacen más duras para el espíritu.
– Tal vez deberías comunicárselo al cardenal Lienart o, si lo prefieres, esta misma noche puedo llamarle a Roma y explicarle cuál es tu punto de vista. -Para tranquilizarlo, el padre Mahoney agarró al padre Reyes por los hombros y añadió-: Créeme, cuando termines esta misión, estoy seguro de que podrás pedirle a su eminencia que te libere de esta labor que a veces llega a ser una dura prueba para nuestra alma y para nuestro espíritu.
– Tal vez. Puede que así sea -admitió el sacerdote, cogiendo el sobre blanco que acababa de entregarle el enviado de Roma-. ¿Quieres quedarte a cenar con nosotros?
– No, muchas gracias. Tengo que marcharme. Aún debo entregar seis sobres más en diferentes lugares de Europa y queda poco tiempo. Caritas Christi urget nos, el amor de Cristo nos empuja.
– Colere cupio hominem et agrum, quiero sembrar al hombre y al campo. No lo olvides, padre Mahoney -respondió el padre Reyes.
– No lo olvidaré, padre Reyes. Fructum pro fructo.
– Que Dios te acompañe -respondió el sacerdote boliviano.
Mahoney fijó su penetrante mirada en el sacerdote hasta que éste agachó la cabeza y pronunció la respuesta de los miembros del Círculo Octogonus.
– Silentium pro silentio.
El primer sobre había sido entregado.
El viaje de regreso a Europa le resultó al padre Mahoney igual de pesado, pero en el avión tuvo tiempo de pensar en las palabras del padre Reyes. «Tal vez su eminencia le libere de su misión hacia el Círculo».
Desde Madrid volaría a Pamplona, donde se encontraba el monasterio de Irache. El padre Septimus Alvarado vivía allí desde hacía varios años.
El monasterio, documentado en el año 958, había florecido gracias a la protección de la Corona de Navarra y al paso de los peregrinos que acudían a Santiago de Compostela. Al padre Alvarado le gustaba ayudar a los jóvenes peregrinos, llegados desde todos los rincones del mundo, cuando pasaban por el monasterio, agotados, pero plenos de una profunda fe que les daba fuerza en su largo peregrinaje hasta la ciudad gallega.
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio -respondió el padre Alvarado.
Cuando intentaba abrir el sobre, el padre Mahoney detuvo su mano.
– Es mejor que lo abra cuando yo me haya ido. Dentro tiene todas las instrucciones que debe cumplir.
A continuación, el secretario de Lienart abandonó en silencio la estancia y desapareció. Acababa de ser convocado el segundo miembro del Círculo Octogonus. Días después, realizaba la misma tarea en el pueblo italiano de Montalcino. Allí, en la abadía románica benedictina de Sant'Antimo, rodeada de viñedos, el padre Marcus Lauretta se encontraba en su celda, en sagrado silencio, leyendo las Escrituras, cuando otro hermano abrió el pequeño ventanuco de la puerta de madera y dejó caer un sobre lacrado.
El padre Mahoney, siguiendo órdenes precisas de su eminencia el cardenal August Lienart, había entregado ya sus respectivos sobres al padre Reyes, al padre Alvarado y al padre Lauretta.
El siguiente de la lista era el padre Eugenio Cornelius, que residía en la abadía de Ettal, del siglo XIV. El sacerdote dedicaba largas horas a la oración y a la restauración del fresco de Johann Jacob Zeiller que decoraba la cúpula de doble cubierta. Cuando Mahoney llegó a la abadía encontró al padre Cornelius subido sobre un andamio a varios metros de altura. Allí tumbado, y con un fino pincel, el religioso se dedicaba a reavivar minuciosamente los vivos colores.