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– Zeiller utilizaba la arquitectura fingida con una perspectiva para ser vista desde la entrada -señaló Cornelius con la cara llena de motas de colores-. En esta obra puede observarse la síntesis de los decoradores venecianos y romanos. Los colores claros armonizan perfectamente con el conjunto.

– Estoy seguro de ello -respondió Mahoney.

– Vayamos a dar un paseo. Dígame, ¿qué le trae por aquí?

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio -respondió Cornelius, recogiendo el sobre con el sello del dragón alado.

Una vez cumplido su cometido, el padre Mahoney se dirigió a entregar el quinto sobre. El destinatario era el padre Demetrius Ferrell, de la orden de los capuchinos, que llevaba una vida contemplativa en el santuario de María Auxiliadora, en el corazón de Passau, en Alemania. Pasaba el tiempo limpiando y sacando brillo a la magnífica lámpara que el emperador Leopoldo había regalado al templo en 1676, llena de ángeles, águilas e insignias reales.

El sexto destinatario, el padre Lazarus Osmund, residía en la iglesia castillo de Malbork, en Polonia. La Orden Teutónica erigió el edificio principal y se convirtió en la edificación más grande construida en ladrillo de toda Europa. El castillo sirvió a la orden para afianzar su poder y control sobre el río Vístula. Los primeros monjes se habían instalado en la iglesia en el año 1280. El complejo imponía por la estrecha vinculación entre el poder espiritual y el poder terrenal cuando los grandes maestres de la Orden Teutónica residieron aquí entre 1309 y 1457.

Tras entregar el sexto sobre, aún quedaba el último. Mahoney tenía que coger un vuelo de Varsovia a Moscú, y otro hasta Yerevan, la capital administrativa de la Armenia soviética. A varios kilómetros al norte, en una zona montañosa y escarpada, muy cerca de la pequeña ciudad de Dilijan, se levantaba el monasterio de Haghartsin. Al padre Mahoney le llevó cerca de dos días y medio llegar hasta aquel recóndito rincón, alejado de cualquier lugar del mundo, «incluso desconocido», pensó mientras daba tumbos en un destartalado Lada, o Zhigulí, como lo conocían por esas tierras.

Tras varias horas de incómodo viaje por carreteras zigzagueantes que cortaban como cuchillos hectáreas de frondosos bosques, el vehículo detuvo su marcha ante un grupo de pequeños edificios que databan de los siglos XI y XIII y estaban conformados por numerosas dependencias y construcciones dedicadas a la explotación agrícola.

Un hombre con la cara cubierta de blanco se acercó hasta el vehículo.

– Buenos días -saludó.

– Buenos días, quisiera hablar con el padre Pontius.

El hombre volvió sobre sus pasos para perderse en una pequeña edificación de donde salía un ruido ensordecedor. Unos minutos después, aparecía seguido por un gigantón cubierto de polvo blanco.

– No se preocupe, sólo es harina -dijo el hombre alto, estrechando la mano del enviado del cardenal Lienart.

Mahoney observó el tamaño de la mano que se disponía a estrechar. El padre Spiridon Pontius tenía las manos ásperas debido a las largas horas de trabajo en el molino de harina. A Mahoney le sorprendió la complexión de aquel religioso que había sido elegido personalmente por su eminencia para formar parte del Círculo Octogonus. «No eres más por ser quien eres, ni menos por quien no eres. Lo que eres ante Dios, eso eres y nada más. Para nuestro Círculo, no es más importante el que está cerca de Su Santidad que el que está lejos de la Santa Sede -había dicho el cardenal Lienart al padre Spiridon Pontius cuando le propuso formar parte del Círculo Octogonus-. Para Dios, todos estamos cerca si mostramos nuestra verdadera fe en Él, sin preguntar ni cuestionar las pruebas que Él mismo nos impone y dispone».

– Fructum pro fructo -dijo seriamente el enviado del cardenal.

– Silentium pro silentio -respondió el padre Pontius mientras aceptaba el sobre.

– Usted es nuevo entre nuestros hermanos. Una vez que me haya ido, podrá abrir el sobre. En su interior hay instrucciones muy precisas que debe usted cumplir al pie de la letra sin hacer preguntas. Léalas y cúmplalas. Hay mucha gente que espera mucho de usted, padre Pontius.

Antes de dar la espalda al religioso para dirigirse nuevamente hacia el Lada aparcado en la entrada del monasterio, escuchó la grave voz del padre Pontius:

– No les defraudaré.

– Espero que así sea. Dios va a someterle, en poco tiempo, a una dura prueba a la que no podrá negarse.

El padre Spiridon Pontius cerraba el Círculo Octogonus. Una vez entregados los siete sobres, era ya hora de regresar al Vaticano e informar personalmente al cardenal August Lienart de que la misión encomendada había sido cumplida.

***

Berna

Afdera volaba directamente desde Venecia a Berna. Miró su número de vuelo en la tarjeta de embarque y comprobó la hora en su reloj. «Tengo tiempo», pensó mientras se dirigía al bar sujetando entre sus manos la caja de plástico que guardaba el evangelio.

Sentada en una mesa desde donde divisaba el monitor de salidas, Afdera sacó el diario de su abuela y continuó con su lectura.

Liliana me dijo que Abdel Sayed le confesó que aquel libro, cuyo significado desconocía, se lo entregó a un hombre llamado Rezek Badani, un marchante de antigüedades de El Cairo. No se sabe bien si Sayed vendió el evangelio a Badani o bien si se lo dejó para que éste lo vendiese al mejor postor y repartirse así los beneficios. En poder de Badani, el libro sufrió un grave deterioro. Liliana me comentó que Badani solía enseñar el libro envuelto en papel de periódico.

La joven miraba de vez en cuando el monitor de salidas para controlar la hora de embarque de su vuelo. A continuación leyó el comentario que su abuela había escrito en el margen.

Esta falta de atención se aprecia en otro tipo de objetos que circulan por el mercado negro de antigüedades egipcias. Los papiros se encuentran en el escalafón más bajo de este mercado. Es fácil encontrar valiosos papiros muy deteriorados en el mercado de al-Goma'a. Lo más curioso de todo es que en un país con tanto flujo de piezas valiosas en el mercado paralelo, el precio lo pone el vendedor sin ni siquiera tener idea del valor real de la pieza que vende.

Su abuela había escrito una palabra en letras mayúsculas justo al lado: «¡increíble!».

La exageración y a veces la pura mentira forman parte de la negociación con un egipcio por una pieza concreta. Sencillamente, forma parte del gran juego, un elemento esencial del toma y daca que ha tenido lugar durante siglos y generaciones, desde el mismo día en que nació el primer faraón. Para un egipcio, cualquier medio es justificable para hacer creer al comprador que el objeto que está ofreciendo es «valioso» y «auténtico», aunque no lo sea. Deberás aprender, querida nieta, que en el comercio de antigüedades en el que vas a tener que moverte se aplica una máxima: protege a tu fuente. Revelar una fuente es un asunto muy grave y hasta puede resultar peligroso. Un excavador jamás dirá a un comerciante de dónde ha sacado el objeto en cuestión; el comerciante jamás dirá al ojeador de qué zona de Egipto procede la pieza; el ojeador jamás dirá al marchante quién es su contacto, y el marchante jamás dirá al coleccionista cómo ha conseguido la pieza. Así, la cadena se mantiene en secreto, sin que un eslabón conozca al otro. El castigo por una indiscreción puede ser muy duro. Hay historias de comerciantes egipcios que han matado a uno de los suyos por haber contado de dónde procedían las piezas o de unos excavadores que secuestraron a un comerciante y, tras arrancarle la lengua con una tenaza, lo dejaron abandonado a las puertas de un hospital de El Cairo. Algunas son leyendas, difundidas interesadamente, pero otras son reales. Cualquiera que hable, desde el excavador, primer eslabón de la cadena, hasta el coleccionista, último eslabón de la cadena, puede ser considerado un traidor y, por tanto, quedar fuera del negocio.