Un chófer elegantemente vestido se bajó del vehículo y se dirigió hacia ella.
– ¿La señorita Brooks? -preguntó.
– Sí, soy yo.
– Me han enviado para recogerla y llevarla a la fundación.
El vehículo salió de la ciudad. Desde la Schweizerhausweg se adentró en un camino de arena que penetraba en un pequeño bosque. Justo antes, el conductor detuvo su marcha ante una pequeña caseta con guardias armados que sujetaban dos fieros pastores alemanes. El chófer hizo una señal y la puerta de acceso se abrió.
El camino desembocaba en un grupo de edificios de arquitectura moderna que a Afdera le recordaron más un laboratorio farmacéutico que una fundación para el arte. El vehículo se detuvo ante un camino blanco que llevaba hasta la entrada del que se suponía era el edificio principal.
– Buenas tardes, señorita Brooks. El señor Aguilar la está esperando.
Afdera siguió a la mujer hasta una imponente sala de reuniones en cuyo centro se hallaba una lustrosa mesa de caoba que daba cabida a veinte personas. De las paredes colgaban pinturas de artistas como Andrea del Verrocchio, Domenico Ghirlandaio y el Veronés. Los suelos de madera estaban cubiertos de gruesas alfombras de lana de Tabriz.
– Es muy antigua -dijo una voz cercana a la puerta.
Afdera estaba de rodillas admirando una de las alfombras y sólo divisó unos elegantes zapatos John Lobb. Al levantar la vista, pudo observar el rostro de la persona que acababa de entrar en la sala. Se trataba del hombre que había estado en el funeral de su abuela en Venecia.
– ¡Es usted! -acertó a decir Afdera.
– Sí, efectivamente. Soy Maximilian Kronauer -se presentó, tendiendo su mano para ayudar a Afdera a levantarse.
– Soy…, bueno, ya sabe quién soy, pero usted ¿qué hace aquí? ¿Trabaja en la Fundación Helsing?
– No. La fundación sólo me financia algunos de mis estudios e investigaciones de forma desinteresada -respondió Kronauer.
– ¿Investigaciones de qué tipo? -balbuceó Afdera.
– ¡Oh, perdone! Soy especialista en arqueología bíblica y en filología semítica y realizo investigaciones y estudios sobre las lenguas utilizadas en el origen del cristianismo.
De repente la conversación se vio interrumpida por la voz de una mujer.
– ¿Señorita Brooks? El señor Aguilar la espera -anunció.
– Si quiere, podemos cenar esta noche. Le invito -propuso Afdera.
– Voy a estar muy ocupado… y no sé si…
– Le espero a las siete de la tarde en mi hotel. Estoy en el Bellevue Palace.
– De acuerdo, allí estaré -respondió Kronauer cuando Afdera había abandonado ya el gran salón.
– Pase, pase, señorita Brooks. Tenía muchas ganas de conocerla -dijo Aguilar.
– Igualmente. Me han hablado mucho de usted y de la Fundación Helsing.
– Me imagino que habrá oído muchas leyendas sobre nuestra fundación…
– Bueno, señor Aguilar, usted sabe que no hay nada mejor que difundir una leyenda para que acabe convirtiéndose en realidad-dijo, dirigiendo una sonrisa a su interlocutor.
– Tiene razón. Es usted igual de sabia que su abuela. Siento mucho su pérdida. Pero ¿qué la trae hasta nosotros? -preguntó, intrigado.
– Esta caja -dijo la joven, señalando el contenedor de plástico que había depositado sobre una mesa metálica.
Afdera abrió la caja. Los ojos de Aguilar se iluminaron al ver el libro con miles de fragmentos desprendidos junto a él.
– Es una joya, pero ¿qué es lo que quiere de nosotros exactamente?
– Quiero que lo restauren y que se ocupen de traducirlo. Necesito saber cuanto antes qué pone en este texto. Este libro contiene las palabras de Judas Iscariote.
Aguilar se dirigió a su mesa para llamar a alguien.
– Henrietta, por favor, diga a la señora Hubert que necesito que se reúna conmigo en el despacho. Es urgente. -Colgó y se dirigió hacia Afdera, que aún se encontraba ante el evangelio.
– ¿Sabe usted lo que tiene entre sus manos?
– Lo sé muy bien. Pero ahora necesito que lo restauren y lo traduzcan.
Al cabo de unos minutos, la puerta del despacho se abrió y entró una mujer de unos cincuenta años, con unas pequeñas gafas colgadas de un cordón al cuello y vestida con una bata blanca.
– Les presentaré -dijo Aguilar-. La señorita Afdera Brooks, la señora Hubert, una de las más importantes especialistas en la restauración de códices antiguos.
– Mucho gusto, señorita Brooks -dijo la recién llegada-. Creo que es usted nieta de Crescentia Brooks. La conocí durante unas conferencias de la Interpol en París sobre el tráfico de antigüedades robadas. Creo que dio una brillante lección a muchos sobre el arte egipcio.
– Muchas gracias, y llámeme Afdera.
– Perfecto, si usted me llama Sabine.
La conversación fue interrumpida por el señor Aguilar.
– Creo que la señorita Brooks nos acaba de traer una auténtica joya rescatada de lo más profundo de la Antigüedad. Le presento, señora Hubert, las palabras de Judas Iscariote.
– ¿Habla en serio?
– Absolutamente.
– ¡No sabía que Judas Iscariote hubiese escrito un evangelio! -exclamó la restauradora.
– En realidad, nadie lo sabe y, por ahora, hasta que usted, Sabine, no lo restaure y podamos analizar su texto una vez traducido, es mejor que siga siendo un secreto -pidió Afdera.
– ¿Qué quiere hacer con el libro?
– Se lo dejaré aquí bajo su custodia para que sea restaurado y traducido. Yo tengo que realizar diversos viajes. Lo que sí le digo es que cada cierto tiempo le llamaré para saber cómo va el trabajo de restauración.
– Aquí estará a salvo de miradas indiscretas. Tenemos unos laboratorios secretos a las afueras de la ciudad en donde se llevará a cabo la tarea principal de restauración. Una vez que ésta haya finalizado, volveremos a trasladar el manuscrito a estas instalaciones para su posterior traducción -explicó Aguilar.
– ¿Cuánto tiempo cree que necesitará para poder restaurarlo?
– Viendo lo deteriorado que está y los muchísimos fragmentos que hay esparcidos por la caja, calculo que entre cuatro y seis meses. Necesitaré la ayuda del profesor Werner Hoffman, de la Universidad de Frankfurt, uno de los grandes especialistas en papiro. Le llamaré para que venga a ayudarme -precisó la restauradora.
– ¿Quién se encargará de los gastos de la restauración? -preguntó Aguilar a la joven.
– No se preocupe por eso. Mi abuela dejó estipulado que una parte de su fortuna estaría destinada a sufragar los gastos de restauración y traducción del evangelio. Así que el dinero no será un problema.
Esa misma tarde, desde el hotel, Afdera llamó por teléfono a su hermana Assal.
– Sampson tiene órdenes de leer el testamento de la abuela delante de las dos -protestó la menor de las hermanas.
– ¡Oh, está bien! Pero estoy muy ocupada con el encargo de la abuela y no voy a poder ir a Venecia. Tendrás que contármelo. Al fin y al cabo, no creo que me vayas a engañar con la herencia, como esas hermanas malas de las películas.
– No seas tonta. Yo sería incapaz…
– Ya lo sé, hermanita. Quiero ir unos días a Israel y después tengo que viajar a Alejandría a visitar a una amiga de la abuela.
Tras despedirse de su hermana pequeña, la joven se dedicó a escribir en las últimas páginas del diario de su abuela lo sucedido aquella mañana en la Fundación Helsing. Se sentía liberada al no tener ya bajo su responsabilidad el libro de Judas. Ahora era sólo cuestión de tiempo.
Sobre las siete de la tarde sonó el teléfono en su habitación. Desde recepción le indicaron que un hombre la estaba esperando en el Bellevue Bar. Afdera se dirigió hacia allí y nada más entrar divisó a Maximilian Kronauer. Estaba sentado en una mesa del fondo, leyendo el Berner Zeitung delante de una botella de agua mineral. Era muy atractivo y le llamó la atención que estuviera bebiendo agua.