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A principios de los años treinta, René Lienart, el padre del cardenal, importante y rico empresario, amigo personal del mariscal Pétain y un hombre muy cercano a los regímenes de Mussolini y Hitler, había adquirido la propiedad y ordenado su cuidada restauración. Tras el fin de la guerra, decidió ceder la propiedad temporalmente al padre Krunoslav Draganovic y a su organización de San Girolamo. Draganovic, profesor en un seminario croata, había llegado a Roma con el pretexto de colaborar con la Cruz Roja. Se convirtió en el vértice principal del llamado Pasillo Vaticano.

Desde San Girolamo y otros pisos franco, como la residencia de los Lienart en Venecia, la organización Odessa ayudó a huir hacia Argentina, Bolivia, Paraguay, Chile y Brasil a criminales de guerra nazis como Josef Mengele, el médico de Auschwitz; Klaus Barbie, el carnicero de Lyon y antiguo jefe de la Gestapo en esa ciudad; Ante Pavelic, el dictador croata; el capitán de la SS, Erich Priebke; el general de la SS, Hans Fischbock; Herbert Cukurs, el verdugo de Riga, o Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka.

El cardenal Lienart aún recordaba cuando, una tarde de primavera, en el jardín del Casino degli Spiriti, a principios de los años cincuenta, su padre le presentó a un invitado muy especial. Aquel hombre era todo un caballero: educado, amante del arte y la música, conocedor de la filosofía de Platón y Aristóteles y, sobre todo, buen conversador. Años más tarde, el cardenal recordaba cómo el invitado de su padre había sido secuestrado por los israelíes y ejecutado en la horca. Su nombre era Adolf Eichmann, uno de los máximos responsables de la Solución Final. Para muchos, la colaboración de la familia Lienart con el final del régimen nazi y la huida de sus líderes hacia Sudamérica era una leyenda más, como la de Casanova, y el poderoso cardenal secretario de Estado prefería que así continuase siendo.

Desde entonces, la residencia de Venecia permaneció bajo la atención de la fiel señora Müller, así como Villa Mondragone, la residencia de la familia Lienart en Frascati, a las afueras de Roma.

– ¿Sabemos algo del libro? -preguntó Mahoney interesado.

– Está en Berna y se ha comenzado a restaurar. Debemos darnos prisa. No podemos permitir que nadie llegue a conocer su contenido.

– ¿Quiere que nos apoderemos de él?

– No, mi querido Mahoney. Es mejor esperar a que el libro venga a nosotros por métodos menos violentos. ¡Ah, querido y joven padre Mahoney! Dulce bellum inexpertis, dulce es la guerra para quienes no la han vivido. Debemos esperar a que el enemigo mueva su ficha primero, pero antes tenemos que darle una oportunidad.

– ¿Qué tiene pensado hacer, eminencia? -preguntó intrigado el secretario.

– Non sunt entia multiplicanda praeter necessitatem, no hay que multiplicar las cosas sin necesidad. Quiero que viaje usted de nuevo y lleve un mensaje.

– ¿Adónde quiere que vaya?

– Deberá hacerle llegar un mensaje al señor Delmer Wu, en Hong Kong -dijo Lienart-, pero esta vez el mensaje se lo transmitiré yo a usted, y usted, padre Mahoney, se lo transmitirá a él, sólo a él. Nada debe quedar escrito.

– ¿Es Wu, el millonario? -preguntó el secretario.

– Sí, es él. Durante años ha tenido negocios con mi familia y ya es hora de que devuelva los favores prestados. A su debido tiempo, le transmitiré mi mensaje para él. Primero debemos encontrarnos con nuestros hermanos del Círculo Octogonus en Venecia. Después de la ceremonia de iniciación a los nuevos miembros, viajará a Hong Kong sin más demora.

– Por supuesto, eminencia, así lo haré.

– Ahora puede retirarse. Cierre la puerta y diga que nadie me moleste -ordenó Lienart, dirigiéndose hacia la ventana con un habano encendido en la mano para observar las filas de turistas que se agolpaban en la plaza de San Pedro. Cuando el secretario cerró la puerta, podía oírse la sinfonía 40 de Mozart inundando el despacho del secretario de Estado.

***

Venecia

El sonido del teléfono despertó a Afdera. Era Max Kronauer desde el Hotel Bellini. A la mañana siguiente sería su guía por la ciudad de los canales.

Dando un largo paseo desde la Ca' d'Oro, Afdera llegó hasta el hotel, situado en la Lista di Spagna. En la puerta le esperaba Max.

– Quiero llevarte a un sitio cercano que es muy especial para mí -dijo la joven.

– Perfecto, soy todo tuyo.

La pareja entró en el gueto de Venecia a través del Ponte delle Guglie. Durante muchos siglos, la comunidad judía, junto con la griega, había sido la más numerosa de Venecia. Desde el siglo XII, la Serení sima decidió asentarlos en una zona, como había hecho ya con otras comunidades. El lugar elegido fue la isla de Spinalunga, llamada después la Giudecca.

– A mediados del siglo XVI, el Senado les concedió algunas islas en el Cannaregio, donde estaban instaladas las fundiciones de la Se renísima antes de ser trasladadas al Arsenale. Aquí se gettare o fundían los cañones y fue así como se popularizó el término «gueto» -explicó la joven-, aunque también existe otra explicación. Según me dijo mi abuelo, el término 'gueto' podría derivar del talmúdico ghet, que significa 'separación', o del judío talmúdico medieval get o gita, que significa 'repudio'.

Afdera, cuando era una niña de cuatro años, había acompañado en más de una ocasión a su abuela durante las vacaciones de verano al Ghetto Vecchio. Caminando por los solitarios callejones, iba relatando a Max los recuerdos de su niñez.

– Nunca olvidaré las meriendas que me daba una amiga de mi abuela. Después, mi abuela y la señora Levi se sentaban a hablar de cosas extrañas que yo no entendía. Hablaban de la cábala, de las extrañas cortes y callejones escondidos tras los arcanos. -De repente, la joven comenzó a reír.

– ¿De qué te ríes?

– Oh, recuerdo que la señora Levi tenía una gran colección de medallones, de esos que llevan una fotografía. Yo me dedicaba a observar los rostros que aparecían en ellos: militares con uniformes prusianos, hombres con largas barbas y sombreros de fieltro negro, y jovencitas con tirabuzones lanzando tímidas sonrisas al fotógrafo. También recuerdo que desde la cocina se veía el patio trasero de la casa, con un antiguo pozo en el centro. Aquel pozo era muy misterioso para una niña como yo. Me ponía de puntillas y miraba su profunda boca negra como si quisiera tragarme. El patio se llamaba la Corte Expiatoria.

– ¡Caray, qué nombre más misterioso!

– Sí, como todo lo que rodea al Ghetto Vecchio. Los ancianos del gueto llamaban a la Corte Expiatoria la Corte del Arcano. La señora amiga de mi abuela me llevó un día de la mano y me explicó que para entrar en esa corte había que abrir siete puertas, que conformaban un laberinto, cada una de las cuales tenía grabada sobre ella el nombre de un shed o diablo.

– Esa palabra viene de shedin, ¿no es así?

– Se dice que esa casta de diablos fue creada por Adán cuando se separó de Eva, después de que ésta mordiese la manzana, pero para los judíos de Venecia, cada puerta era mágica.