Longhena, con la numerología inscrita en las medidas de la construcción, quiso cifrar un mensaje concreto: la Iglesia surgía como agradecimiento por el final de la peste y debía renacer sobre el símbolo mágico del ocho. Para el poderoso cardenal secretario de Estado, aquel templo tenía una mayor representatividad para el Octogonus que para la gloria de Dios.
Los siete miembros del Círculo Octogonus llegaron al templo. Toda la edificación estaba rodeada de un friso de esvásticas (la palabra sánscrita svástica significa 'salud'). Algunos se conocían porque ya habían coincidido en alguna otra misión encomendada por el gran maestre del Círculo.
Una vez dentro, justo debajo de la cúpula central, estaba colocada una silla en cada lado del octógono. Sobre la corona de rosas con la inscripción Unde origo indi salus situada en el centro de la nave había otra silla, el lugar elegido para el gran maestre del Círculo Octogonus.
Los padres Carlos Reyes, Septimus Alvarado, Eugenio Cornelius y Demetrius Ferrell ocuparon sus lugares. Los padres Marcus Lauretta, Spiridon Pontius y Lazarus Osmund, los nuevos miembros del Círculo, permanecieron en pie. Dos sillas estaban aún vacías: la del padre Emery Mahoney, octavo miembro del Círculo, y la del gran maestre, el cardenal August Lienart. Ambos se encontraban conversando en la sacristía bajo el hermoso tapiz del siglo XV de Tintoretto que representaba las bodas de Canáan.
– Es la hora -anunció Lienart-. Hemos de reunimos con nuestros hermanos del Círculo Octogonus.
Los dos hombres salieron de la sacristía y se reunieron con el resto del grupo.
– Fructum pro fructo -dijo Lienart.
– Silentium pro silentio -respondieron al unísono los ocho hombres que se congregaban a su alrededor.
A continuación, cinco de ellos se sentaron y los otros tres permanecieron de pie.
– Antes de comenzar nuestro consejo secreto, debemos dar la bienvenida a los tres nuevos hermanos del Círculo y tomarles juramento -ordenó Lienart.
Lauretta, Pontius y Osmund se situaron frente al gran maestre. Tal y como siglos antes hicieran otros ocho religiosos arrodillados ante la tumba del primer Papa, san Pedro, el candidato debía jurar «lealtad y honor, por la verdadera fe» en el templo del Octogonus, frente al cardenal Lienart.
El postulante se arrodillaba ante tres cirios encendidos, en representación de cada uno de los nuevos miembros del Círculo, y juraba guardar silencio sobre las decisiones adoptadas por el gran maestre del Círculo, acatar todas las decisiones del Círculo Octogonus sin poner en duda la fe en Cristo Nuestro Señor, proteger al Sumo Pontífice reinante de las decisiones adoptadas en los consejos del Círculo Octogonus y morir, si fuera necesario, para salvaguardar la identidad del gran maestre, del resto de hermanos miembros del Círculo, sus decisiones u objetivos. Al final de la ceremonia, el nuevo miembro se levantaba tras pronunciar las palabras: «Que Dios y nuestros santos me ayuden en esta labor, juro», y de un soplido apagaba uno de los cirios. Seguidamente se dirigía hacia una de las sillas vacías y se sentaba. Los padres Lauretta, Pontius y Osmund siguieron el rito tal y como estaba establecido desde hacía siglos.
El Círculo Octogonus se remontaba al siglo XVII, tal vez antes. Incluso se llegó a decir que algunos de sus miembros habían acompañado a Philippe y Hugo de Fratens a la séptima cruzada, durante el siglo XI, bajo el pontificado de Urbano II. Algunas leyendas que acompañaron a muchos caballeros a su regreso de Tierra Santa explicaban que unos oscuros miembros de una secta secreta llamada el Círculo del 8 se habían convertido en auténticos expertos en llevar a cabo lo que ellos definían como «malicidio» y que no era otra cosa que la muerte del mal a través del asesinato indiscriminado de musulmanes. Muchos caballeros cruzados aseguraban que estos hombres religiosos, miembros de una hermandad secreta, reconocidos porque portaban siempre un octógono de tela, eran verdaderos expertos en el arte del «malicidio».
Sus víctimas aparecían con un círculo de tela con un octógono dibujado en su interior, con el nombre de Jesucristo escrito en cada uno de sus lados y con un lema en latín: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios. Este mismo símbolo era el que portaba el sacerdote Jean-François Ravaillac cuando, por orden del papa Pablo V, apuñaló hasta la muerte al rey Enrique IV de Francia la mañana del 14 de mayo de 1610.
Los miembros del Círculo Octogonus son honorables descendientes del jesuita Ravaillac en su honesta labor de defender a la Iglesia y a sus altos representantes, el Papa y los miembros del colegio cardenalicio de sus enemigos, allá donde se encuentren.
La policía de Francia descubrió entonces que Ravaillac había formado parte de un extraño grupo místico-católico llamado el Círculo Octogonus, también conocido como el Círculo del 8. Sus miembros eran siempre ocho fanáticos sacerdotes católicos con obediencia ciega al Sumo Pontífice de Roma, con preparación militar, en particular en el uso de armas especiales, y dispuestos a dar su vida en nombre de la verdadera religión. Para sus miembros, el Círculo era su única fe de vida ante Dios Nuestro Señor, y sus oscuras y secretas normas, su único mandamiento.
Cuando los ocho hermanos se encontraron sentados alrededor de Lienart, éste se dirigió a ellos:
– Un gran peligro nos acecha -proclamó el cardenal-. Alguien ha abierto las puertas del infierno sacando de él un libro maldito que podría destruir los pilares sobre los que se asienta nuestra venerable iglesia.
Los ocho religiosos permanecían en absoluto silencio escuchando al gran maestre.
– Alguien ha sacado a la luz las palabras del apóstol traidor Judas Iscariote. Nadie debe leer sus palabras, nadie debe conocer su mensaje, ningún creyente debe contaminarse con las palabras de ese traidor a Nuestro Señor Jesucristo. Una bala puede matar un cuerpo, dejarlo sin vida, pero una sola palabra escrita puede desgarrar el alma y matarla, dejándola aún con vida y sufriendo. Y esto es lo que les puede ocurrir a muchos creyentes si las palabras de ese Judas traidor salen a la luz.
Mahoney fue el primero en hablar.
– ¿Qué deseáis que hagamos, gran maestre?
– Necesito que algunos de vosotros permanezcáis aquí en Venecia hasta nuevas órdenes. El resto partirá hacia diferentes destinos. Una vez que sepa los siguientes pasos que dará ese libro maldito, seréis vosotros, hermanos del Círculo Octogonus, quienes os convertiréis en la vanguardia de la fe en defensa del Sumo Pontífice de Roma y de nuestra sagrada iglesia -respondió Lienart ante la atenta mirada de los ocho miembros del Círculo, que permanecían en absoluto silencio-. Usted, hermano Mahoney, irá a Hong Kong para transmitir un mensaje que deberá entregar en persona. Ustedes, hermanos Cornelius y Pontius, deberán estar preparados para viajar a Egipto. Antes de que se marchen, el hermano Mahoney les dará los nombres de sus objetivos. Hermanos Lauretta y Reyes, necesito que no pierdan nunca de vista a una joven llamada Afdera Brooks. Quiero saber qué hace en cada momento, con quién habla, con quién come, qué libros lee. Absolutamente todo. Deben protegerla hasta que nos hagamos con ese maldito evangelio hereje. El padre Mahoney les entregará una carpeta a cada uno de ustedes con la fotografía de esa joven y los datos que precisan para llevar a cabo su misión. Memoricen todos los datos y cuando los hayan aprendido, destruyan todo el material entregado. Nada debe quedar escrito. Recuérdenlo bien. Si no acatan las órdenes, violarán las normas del Círculo y serán sancionados. ¿Me han entendido?
– Lo hemos entendido, gran maestre -respondieron los padres Cornelius y Lauretta. El tenso silencio fue roto nuevamente por la voz del cardenal Lienart.
– Hermanos Alvarado, Ferrell y Osmund, ustedes permanecerán en Venecia hasta nuevas órdenes. Ahora quiero que todos nos levantemos antes de cerrar este consejo y oremos ante la imagen de la Vir gen para pedir que nos proteja y ayude en la ardua tarea que vamos a emprender.