– Vaya, veo que Hamid sirve para todo -señaló Afdera.
– Y te aseguro que todo lo hace estupendamente. Las noches en Alejandría son muy tristes para una soltera como yo, así que las pipas de agua, la música de Moustaki y mi musculoso Hamid me las alegran -dijo divertida Liliana, guiñando un ojo a la joven-. Ahora pasemos dentro para probar los exquisitos platos que nos ha preparado Aasiyah.
Ante las dos mujeres se alineaban en una mesa una gran variedad de manjares de diferentes colores, olores y sabores. Después de servirse unas pequeñas porciones regresaron a la terraza. La brisa del mar era suave y el sonido tan sólo se veía alterado por las bocinas de los automóviles que circulaban por la calle, unos metros más abajo.
– Dime, ¿qué te ha traído hasta aquí? -preguntó Liliana.
– Judas Iscariote.
– Sabía que, tarde o temprano, alguien se presentaría ante mí y pronunciaría el nombre de Judas. ¿Qué quieres saber?
– Necesito que me cuentes todo lo que sepas sobre el evangelio. ¿Cómo llegó a manos de mi abuela? ¿Cómo y dónde se descubrió? ¿Por qué manos pasó el libro? ¿Quién lo tuvo en su poder? ¿Por qué se desprendieron de él? Mi abuela dejó el libro en una caja de seguridad de un banco de Nueva York y junto a él depositó un diario en donde detalla todas las pistas sobre el evangelio. En él te menciona a ti.
– Muchas de las preguntas que haces no sé si podré responderlas. Las personas que nos dedicamos a este negocio no solemos hablar demasiado sobre quienes nos facilitan una pieza en concreto. Tal vez hay una ley no escrita que impide que revelemos nuestras fuentes. Te ayudaré en lo que pueda -dijo Liliana, acomodándose en un sofá lleno de cojines-. Pregunta lo que quieras.
– Quiero que me hables primero de Hany Jabet, el excavador, de un tal Mohamed y de un copto llamado Abdel Gabriel Sayed. Mi abuela escribió en el diario que fueron ellos los que encontraron el evangelio.
– No es del todo exacto. Te lo explicaré. El libro fue descubierto a mediados de los años cincuenta por un excavador llamado Hany Jabet, por un amigo de éste llamado Mohamed y por un familiar de este último cuyo nombre desconozco. Los tres encontraron el libro en una cueva en Gebel Qarara, muy cerca de Maghagha. Abdel Gabriel Sayed aparece cuando el libro ya ha sido descubierto y los tres campesinos no saben qué hacer con los objetos extraídos de la cueva, entre ellos el evangelio. Sayed es un campesino copto que reside en Maghagha y el único capaz de llevar el libro hasta El Cairo y conseguir dárselo a un comerciante. Este comerciante era Rezek Badani, pero por ahora no te hablaré de él.
Afdera interrumpió a Liliana cuando se disponía a dar otra calada a la pipa de agua.
– ¿Podría conocer a Jabet, a Mohamed o al familiar de éste? -preguntó.
– Lo dudo. Los tres están muertos -respondió la ojeadora ante la mirada sorprendida de Afdera-. ¡Oh! No pienses en misterios ni nada por el estilo. Según parece, los tres sufrieron la muerte típica de los saqueadores de tumbas. De cualquier forma, nadie querría investigar la muerte de tres campesinos. Estamos en Egipto, querida.
– ¿Cómo murieron?
– Sé que Hany Jabet y su amigo Mohamed estaban buscando el legendario mercurio rojo para un rico comerciante de El Cairo.
– ¿Qué es eso del mercurio rojo?
– El elixir de la felicidad, la riqueza y la salud eternas. Un elemento químico que según las creencias populares se encontraba en cápsulas ocultas en las gargantas de las momias egipcias. Falsos hechiceros convencieron a Jabet y a Mohamed para que penetrasen en una tumba sin ninguna medida de seguridad. Cuando llevaban excavados cerca de diez metros, el túnel se derrumbó sobre ellos y murieron asfixiados. El familiar de Mohamed, creo que era su sobrino, que podía ser el único capaz de localizar la cueva de Gebel Qarara, murió junto a otros cuatro jóvenes de su aldea mientras intentaban extraer un tesoro sepultado a quince metros de profundidad. Los cinco quedaron enterrados vivos. Cuando fueron a rescatarlos, ya estaban muertos, y los arqueólogos oficiales descubrieron un mausoleo faraónico a tan sólo dos metros más allá de donde estaban excavando los cinco muchachos.
– Es decir, que tanto Jabet, como Mohamed, como el sobrino de éste, que son el primer eslabón del libro, están muertos.
– Así es. Pero sé que tanto Abdel Gabriel Sayed como Rezek Badani viven todavía, si es que algún rico coleccionista estafado no los ha encontrado antes que tú.
– Espero que no. ¿Cómo puedo localizar a Sayed?
– Muy sencillo, alquila un coche en El Cairo y ve a Maghagha, está al sur, a unos doscientos cincuenta kilómetros. Allí lo encontrarás.
Una hora más tarde, Hamid dejó a Afdera en la puerta del Hotel Cecil Alexandria. Había sido una noche provechosa sin duda alguna. Antes de subir a su habitación la joven pidió en recepción que a la mañana siguiente le reservasen un vuelo de regreso a El Cairo.
Esa misma madrugada, dos hombres vestidos de negro caminaban por la Corniche en dirección a la residencia de Liliana Ransom. Entraron sigilosamente en el edificio sin ser vistos, subieron las seis plantas y se introdujeron en el piso de la ojeadora.
El padre Spiridon Pontius se dirigió hacia la zona de servicio en donde dormía Aasiyah, la criada. Al entrar en la habitación pudo oír los ronquidos de la mujer.
De una bolsa de cuero que llevaba en bandolera extrajo un tubo duro de plástico e introdujo en su interior una especie de collar de alambre grueso, dejando salir un extremo del cable por uno de los lados del tubo. Con un rápido movimiento, Pontius se subió sobre la mujer y pasó el alambre alrededor de su cuello. Mientras presionaba el tubo con la mano izquierda sobre su nuca, con la derecha tiraba del otro extremo del cable, estrangulando a Aasiyah. Con cada tirón del alambre, el padre Pontius notaba cómo disminuía poco a poco la resistencia de la criada. Después de unos segundos, la mujer estaba muerta. Tras comprobar que no tenía pulso, el padre Pontius cerró cuidadosamente los ojos de su víctima, le empujó la lengua dentro de la boca y, levantando la mano derecha y haciendo la señal de la cruz, dijo:
– Fructum pro fructo. Silentium pro silentio.
Al otro lado de la casa, el padre Cornelius entró en la que parecía la habitación principal. En una gran cama con dosel dormía semidesnuda Liliana Ransom. El asesino cogió entre sus manos enguantadas el cinturón de seda de la bata de la mujer y se acercó a ella. Con rapidez, se lo colocó alrededor del cuello y apretó. Liliana Ransom, boca abajo, intentaba luchar por todos los medios con su atacante, que no aflojaba la presión, haciéndole más difícil respirar. Cornelius no estaba dispuesto a soltar su presa. La ojeadora, en un último intento por tomar algo de aire, relajó su cuerpo para hacer creer a su atacante que estaba muerta. La mujer intentó alcanzar, sin demasiado éxito, un pequeño obelisco de mármol que tenía de adorno en la mesilla. El asesino del Octogonus era demasiado experimentado para que una mujer así le sorprendiese. Unos segundos después, Liliana Ransom estaba muerta.
El padre Cornelius permaneció un poco más apretando el cinturón para asegurarse de que la mujer había fallecido. Al levantarse de la cama, comprobó que tenía húmedos los pantalones. La mujer, en su desesperación por conseguir que entrara aire en sus pulmones, se había orinado encima, mojando la cama y los pantalones de su asesino.
Sin pronunciar palabra, como si de un autómata se tratase, el asesino, utilizando el mismo cinturón, agarró las manos de la muerta por detrás y se las ató. Posteriormente cogió un pañuelo que había sobre una mesa auxiliar y le tapó la boca. Después tomó el pequeño obelisco de mármol, lo untó con crema facial de la víctima y se lo introdujo en el ano.
Antes de salir de la habitación, el padre Cornelius miró el cadáver de Liliana Ransom, levantó los dedos de su mano derecha y pronunció las palabras del Octogonus -Fructum pro fructo. Silentium pro silentio- mientras arrojaba sobre la cama un octógono de tela con las siguientes palabras: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.