– Soy Gilad Leven, jefe de seguridad del señor Wu, y le aseguro que antes de que pueda usted acceder a cualquiera de las propiedades del señor Wu, debo cachearle. Aunque fuese usted el mismísimo Papa, le cachearía. Ése es mi trabajo y para eso me pagan -afirmó.
Un leve zumbido rompió el silencio.
– Necesito que se abra la camisa -ordenó Leven.
El padre Mahoney aceptó la orden sin rechistar, abriéndose la camisa y dejando entrever un crucifijo de oro, obsequio personal del cardenal August Lienart.
– Está usted limpio. Puede subir a bordo. El señor Elliot le está esperando.
El Amnesia era uno de los juguetes preferidos de Delmer Wu. Había sido construido y diseñado por la Benetti Shipyard, una compañía fundada en 1873. Sus astilleros de Livorno se habían convertido en los mejores constructores de yates de lujo de todo el mundo. Wu había pagado millones de dólares al arquitecto Stefano Natucci para diseñar el Amnesia. Para sus interiores se habían utilizado los mejores y más exclusivos materiales, como la madera de cerezo y nogal o cristales de Lalique y Murano. Catorce hombres más tres oficiales formaban la tripulación, que podía llegar a atender hasta a una docena de pasajeros.
Una jovencita vestida con un traje tradicional tailandés recibió al padre Mahoney.
– Buenos días, señor. Bienvenido al Amnesia.
– Buenos días. Lléveme por favor ante el señor Elliot.
En un amplio salón a modo de despacho en el que había una gran mesa de juntas le esperaba Lathan Elliot, asesor del millonario.
– Buenos días, buenos días, padre -dijo el asesor mostrando un claro acento texano-. ¿En qué podemos ayudar al Vaticano?
– Usted, personalmente, en nada -precisó Mahoney-. Me han ordenado que sólo hable con el señor Delmer Wu. Sólo con él y con nadie más.
– Sí, pero el señor Wu no habla con todo el mundo. O habla conmigo o no habla con nadie… -dijo Elliot.
– De acuerdo, le informaré de ello al cardenal Lienart. Buenas tardes, señor Elliot, y ahora, por favor, lléveme hasta mi hotel. Me gustaría coger el primer avión a Roma para informar cuanto antes de esta situación-aclaró Mahoney de forma tajante.
El tenso silencio fue roto por el sonido del teléfono. Lathan Elliot levantó el auricular y se dedicó a responder con monosílabos. Después colgó.
– Bien, padre Mahoney, he recibido órdenes de llevarle hasta la residencia del señor Wu en Victoria Peak.
Poco después el Bentley ascendía a pocos kilómetros desde la costa a la zona más alta de la isla, desde la que, en días claros, podía divisarse el continente chino. Junto a Mahoney estaba sentado Lathan Elliot y, frente a él, Gilad Leven, el guardaespaldas de Wu. «Podría matarle en cuestión de segundos sin que se diese ni siquiera cuenta de que ha dejado de respirar», pensó el padre Mahoney mientras miraba la nuca de Leven.
De repente, el vehículo aminoró la marcha ante un gran muro blanco en Plantation Road. Leven hizo una llamada a través de su walkie y las grandes puertas se abrieron ante ellos dejando ver un amplio camino hasta una casa de estilo moderno que imitaba a los antiguos palacios chinos. Mahoney esperaba ver una casa decorada con grandes leones y vasijas, como los que inundaban los restaurantes chinos de medio mundo, pero, por el contrario, la mansión presentaba una decoración minimalista, con grandes ventanales abiertos a la zona baja de Hong Kong. El silencio invadía todos los rincones de la casa, roto tan sólo de vez en cuando por el chapoteo de alguien en la piscina.
Mientras Mahoney esperaba su encuentro con Delmer Wu, vio cómo salía de la piscina una joven pequeña, de cuerpo perfecto, como una delicada muñeca. Sin duda la señora Wu.
– Es preciosa, ¿no le parece? -dijo una voz a su espalda.
Las palabras hicieron que Mahoney se diese la vuelta. Era Delmer Wu.
– Yo no dejo de admirarla todos los días y no me canso de ello -dijo siguiendo con la mirada a su esposa. La joven, con el cuerpo todavía húmedo, se había puesto una delicada bata de seda, a través de la cual se adivinaban sus pequeños pezones.
– Hola, querido -saludó Claire, besando a su esposo en la mejilla.
– Querida, te presento al padre Mahoney, un enviado del Vaticano.
La joven, consciente del poder de su cuerpo, se acercó al sacerdote dejando entrever uno de sus hombros desnudos.
– Mucho gusto, padre -dijo la mujer antes de retirarse.
– Ha llegado la hora de hablar de lo que nos ocupa -dijo Wu-. Dígame qué le trae por aquí y qué puede hacer un humilde hombre de negocios de Hong Kong por Su Santidad.
Estaba claro que Wu tenía oídos en todo Hong Kong, incluido en el yate Amnesia.
– Oh, no se moleste por lo de John. Es demasiado texano, demasiado norteamericano, como para saber cómo negociar con un enviado papal, ¿o debo decir cardenalicio? -precisó el millonario con una sonrisa en los labios.
– El Vaticano necesita de usted diez millones de dólares en efectivo depositados antes de siete días en una caja de seguridad de un banco suizo.
– Oh, y su cardenal Lienart, que me imagino que será quien le envía, no necesita veinte, treinta, o mejor, cien millones de dólares -replicó Wu.
– Sólo necesita diez millones de dólares con las condiciones que le he dado. Ni un centavo más.
– ¿Y para qué quieren ese dinero, si puede saberse?
– Sólo puedo decirle que es para la adquisición de un documento que la Iglesia no quiere que salga a la luz -respondió el religioso.
– Bien…, entonces, ¿por qué no utilizan fondos del Banco Vaticano? Su eminencia tiene poder para ello, y si es tan importante para el Vaticano, estoy seguro de que su cardenal Lienart goza de la autoridad suficiente como para convencerles de que liberen esa cantidad.
En ese momento el enviado de Lienart se quedó mudo.
– Oh, padre Mahoney, no me subestime usted, ni tampoco el cardenal Lienart debe hacerlo. Cuantas más cosas sabe uno, o alega saber, más poderoso es. No importa si las cosas son ciertas. Lo que cuenta, recuerde, es poseer un secreto, y yo siempre poseo muchos secretos.
– El comportamiento y las acciones son como un espejo en el que cada uno muestra su imagen real, pero sólo Dios sabe si ésa es la imagen correcta -dijo Mahoney.
– Oh, ustedes los católicos siempre que pueden utilizan el nombre de Dios para responder ante cualquier acción. Padre Mahoney, para mí, Dios no es más que una palabra para explicar el mundo; cuando se trata de dinero, todos somos de la misma religión.
– ¿Está usted entonces dispuesto a entregar los diez millones de dólares al Vaticano?
– Sólo pongo una condición para ello.
– ¿Cuál?
– Poder admirar el documento que desean ustedes comprar antes de que sea introducido en el Archivo Secreto Vaticano. Si aceptan mi condición, mañana mismo tendrán el dinero en su cuenta suiza -propuso Wu.
– Perfecto, aceptamos -confirmó el hermano del Círculo Octogonus-. Dé la orden de transferencia a este número de cuenta.
Horas después, en la soledad de su habitación, Mahoney marcó el número privado del cardenal Lienart.
– ¿Dígame? -preguntó una voz al otro lado de la línea.
– Sor Ernestina, soy el padre Mahoney. Deseo hablar con su eminencia.
– Ahora mismo le paso, padre.
Al otro lado de la línea se podía oír la Sinfonía n° 29 de Mozart, exactamente el Allegro con spirito, inundando las estancias vaticanas del secretario de Estado.
– Fructum pro fructo -dijo el cardenal Lienart.
– Silentium pro silentio -replicó Mahoney.
– ¿Cómo ha ido la misión encomendada, padre Mahoney?
– Bien, eminencia. Hemos alcanzado nuestros objetivos.
– ¿Sin ninguna condición por parte de Wu?