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– Ha pedido ver el libro antes de incorporarlo al Archivo Secreto Vaticano -aclaró Mahoney.

– No debemos fiarnos de Wu. Él ya sabe lo valioso que puede ser para nosotros ese libro y estoy seguro de que realizará algún extraño movimiento para intentar quedarse con él. Conozco muy bien a Wu y sé de qué hablo. Sólo puedo decirle que al perro que tiene dinero, se le seguirá llamando siempre «señor perro». Le diría, padre Mahoney, que el dinero en el caso de Wu no cambia a las personas, tan sólo aumenta la maldad que anida en ellas. Debemos tener cuidado con él -advirtió Lienart.

– ¿Qué podemos hacer en caso de que intente algo, eminencia?

– Esperar. Un sabio dijo un día, querido Mahoney: «Consulta el ojo de tu enemigo, porque es el primero que verá tus intenciones». Nosotros debemos ser ese ojo del enemigo y estar vigilando para conocer de antemano las intenciones de Wu. Sólo si intenta algo, tomaremos represalias. Mientras tanto, lo único que nos queda es la paciencia, que es uno de los mejores caminos para alcanzar nuestros propósitos. Y ahora regrese cuanto antes a Roma. Lo necesito aquí -ordenó el cardenal Lienart.

– Por supuesto, eminencia. Tengo previsto salir mañana por la mañana. El señor Wu me ha ofrecido su avión privado para trasladarme hasta Roma y he aceptado.

– ¡Ah! Por cierto, padre Mahoney, quiero ser el primero en informarle de que ha sido usted propuesto a Su Santidad para ser consagrado como obispo. Me imagino que se le comunicará oficialmente su nombramiento por el cardenal Gregorio Inzerillo, prefecto para la Congregación de los Obispos, y por el cardenal Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección de la Secretaría de Estado -anunció el cardenal Lienart-. De cualquier forma, deseo ser el primero en darle mi más sincera enhorabuena, monseñor Mahoney.

– Muchas gracias, eminencia, pero no creo merecer ese destino.

– No sea usted modesto. La modestia es el arte de animar a la gente a que se encuentre por sí misma y descubra cuán maravilloso y útil puede llegar a ser, y usted, monseñor Mahoney, ha demostrado ser un fiel y valeroso defensor de la fe. Se merece el nombramiento. Mañana tengo que despachar con Su Santidad, ocasión en la que le pediré que sea él personalmente quien le imponga los símbolos episcopales: el anillo, el báculo y la mitra -dijo Lienart-. Y ahora, mi fiel Mahoney, fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio. Buenas noches, eminencia -replicó quien desde ese mismo momento era monseñor Mahoney.

La misión encomendada por el cardenal August Lienart había sido cumplida con éxito. Podía regresar a Roma. A las seis de la mañana, el chófer de Delmer Wu recogió al obispo Mahoney y lo trasladó al aeropuerto de la colonia. A bordo del Bombardier Global 5000, el lujoso y exclusivo avión privado del millonario, monseñor Emery Mahoney llegó al aeropuerto de Fiumicino horas después, tras realizar escalas técnicas en Singapur y Abu Dhabi. Allí le esperaba el Mercedes Benz con matrícula SCV del secretario de Estado vaticano para trasladarlo hasta la Santa Sede.

***

Maghagha, Egipto

Afdera recorrió los doscientos cincuenta kilómetros que unían la capital egipcia con la pequeña ciudad de Maghagha. El trayecto aparecía inundado de vergeles, palmerales y oasis rodeados de la arena milenaria que invadía las riberas del Nilo. Durante el viaje, la joven no pronunció palabra alguna y se dedicó a leer el diario de su abuela, una lectura tan sólo interrumpida cuando el chófer hacía sonar la bocina para hacer apartar alguna vaca de la carretera.

Maghagha era una ciudad monótonamente marrón, con un paisaje marrón, unas casas marrones y rodeada tan sólo de arena marrón. Para los cristianos, era un punto importante en la vida de la Sa grada Familia o, por lo menos, así lo creían los coptos. Huyendo de las persecuciones del rey Herodes, Jesús, María y José se habían refugiado en Egipto, en donde permanecieron durante cuatro años. Habían llegado al pueblo de Deir Al-Garnus, a diez kilómetros al oeste de Ashnin El Nasara, Markaz Maghagha. Al lado de la pared occidental de la iglesia de la Virgen había un profundo pozo en donde, según la tradición, se detuvieron a beber. De allí pasaron a un lugar llamado Ebay Esus, la Casa de Jesús, al este de Bahnasa, donde actualmente se levanta el pueblo de Sandafa.

La ciudad se había convertido en un punto importante de paso del comercio ilegal de antigüedades egipcias. Cada martes y domingo se instalaba cerca de la plaza principal un mercadillo en donde los comerciantes ofrecían todo tipo de artículos. Si se sabía cómo buscar -y su abuela Crescentia y Liliana sabían cómo hacerlo-, se podía encontrar alguna pieza interesante.

El coche llegó hasta una gran plaza llena de comerciantes vendiendo dátiles y ofreciendo té a los transeúntes entre una multitud de gente que intentaba subir en algún abarrotado y destartalado autobús.

– Déjeme preguntar, señorita -dijo el chófer mientras Afdera permanecía en el interior del vehículo.

La joven vio cómo el conductor hablaba y gesticulaba señalando una dirección.

– Me han dicho que el señor Sayed vive muy cerca de aquí, en una casa de dos pisos. La reconoceremos fácilmente porque el segundo piso está en obras -indicó el chófer.

El coche avanzó con dificultad intentando abrirse paso entre la multitud a base de bocinazos acompañados de gestos y maldiciones del conductor.

Al final de una estrecha calle, también de color marrón, Afdera divisó a varios niños jugando al fútbol.

– Debe de ser allí.

– Déjeme preguntar antes de bajarse, señorita -dijo el chófer.

El hombre hizo una señal a uno de los niños para que se acercase. Entre unas cuantas palabras en árabe, Afdera reconoció el nombre del excavador.

– Ésta es la casa -anunció el chófer al fin.

Segundos después, la nieta de Crescentia se encontraba parada, con una mochila como único equipaje, ante la casa de uno de los pocos hombres que formaban parte de los primeros eslabones del evangelio de Judas.

– Hola -saludó Afdera a uno de los niños-, busco al señor Abdel Gabriel Sayed.

– Es mi padre -respondió el niño-. Está dentro, pase y pregunte a mi madre.

La joven entró en el patio. Su abuela decía que en Egipto los niños y las moscas siempre te siguen a todas partes, y tenía razón. Antes de llegar a la entrada, vio al otro lado de la puerta a un hombre de rostro amable que se secaba las manos con un trapo.

– Usted es familia de Crescentia. No puede negarlo. Tiene el mismo rostro -señaló el hombre.

– Sí, soy su nieta Afdera.

– Soy Abdel Gabriel Sayed, amigo de su abuela, pero pase dentro para refugiarse de este calor. ¿Quiere una limonada?

– Sí, por favor.

Poco después, el excavador regresó al salón. Sayed apartó a los niños como quien espanta a las moscas de la comida, moviendo las manos y empujándolos hacia la puerta.

– Será mejor así. De esta forma, podremos hablar con tranquilidad -dijo Sayed, dirigiendo una sonrisa a su invitada.

– Perdóneme que le visite sin avisarle, pero necesito información -dijo Afdera a modo de disculpa.

– ¿Sobre las palabras de Judas? No se sorprenda. Me llamó Liliana para decirme que venía usted hacia aquí y lo que quería.

– Sí, así es -precisó la joven-. Necesito que me cuente cómo llegó el manuscrito a manos de mi abuela.

Abdel Gabriel Sayed se sentó sobre un montón de cojines que había en el suelo ante una mesa baja, en donde se alineaban vasos de limonada y varios platos de dulces árabes.

– La verdad es que yo puedo contarle bien poco de aquel libro. Una tarde, me encontraba en este mismo lugar, cuando entró por esa puerta un hombre que decía que quería comentar conmigo un importante hallazgo aparecido en una zona cercana a Gebel Qarara. Aquella misma noche, Hany Jabet, que así se llamaba el excavador, durmió en esta casa y de madrugada salimos rumbo a la zona del descubrimiento. En una cueva pude ver cómo destapaban una especie de lápida. Entré en el estrecho túnel y llegué a la cámara principal, en donde había varios sarcófagos y una tinaja. Jabet había forzado ya la tinaja cuando entró en la cámara la primera vez. La abrimos y de su interior extrajimos una caja de piedra caliza, una especie de cofre en cuyo interior había algo envuelto en una tela. La aparté con mucho cuidado y allí estaba el evangelio de Judas. Después salimos de la cueva, metí el libro en el coche y volvimos a tapar la entrada para que nadie pudiese encontrarla.