– Vaya, vaya. Veo que has pensado en todo, querido Sam. Incluso en el hotel en el que me voy a hospedar. Sólo espero que no tenga cucarachas -dijo Afdera, mirando divertida al abogado y cogiendo el grueso sobre de dólares-. ¿No necesitas recibos para ver que no me lo gasto indebidamente?
– Ese dinero es de tu abuela y, por tanto, tuyo. Si te lo gastas, es asunto tuyo.
– No te enfades, Sam -dijo Afdera, acercándose y poniéndose de puntillas para darle un beso en su rostro perfectamente afeitado y con olor a loción de cedro.
Antes de salir de la biblioteca, la anciana volvió a dirigirse a su nieta:
– Ten cuidado y, como te he dicho antes, no te fíes de nadie. Hay mucha gente que va a querer llegar hasta ese libro. No lo olvides. Tú eres mi última oportunidad. Ahora, ve a descansar. Al fin y al cabo, te marchas mañana.
– Pero tendría que regresar a Jerusalén. He dejado mucho trabajo en el Museo Rockefeller -se quejó Afdera.
– ¡Oh, no te preocupes! Ya he hablado con Ylan y le he dicho que durante unos meses te necesito a mi lado y que no podrás volver a Jerusalén en algún tiempo. Le ha parecido bien y te ha dado permiso -sentenció, levantando su mano para no oír ninguna otra objeción de su nieta-. Buenas noches, querida.
La joven se disponía a salir de la biblioteca cuando, de nuevo, resonó la voz de su abuela:
– Te diré algo, querida nieta. No pierdas nunca la curiosidad ni la capacidad para el asombro. Mientras las tengas, habrá vida en tu alma y en tu cuerpo. Estarás viva aunque creas estar muerta -dijo Crescentia a modo de despedida.
– Buenas noches, abuela -se despidió la joven, dando un beso en el rostro de la anciana, que ya había cerrado los ojos.
Hicksville, Nueva York
Durante toda la noche, Afdera, ya con la llave de la caja de seguridad colgada al cuello, se preguntó qué secretos escondía al tiempo que la acariciaba con la yema de los dedos. Sólo su abuela conocía la respuesta y ella, sobrevolando ahora el océano Atlántico, se acercaba hacia ese misterio.
Tras más de seis horas de vuelo, bebió una botellita de vino blanco mientras anotaba en su pequeño cuaderno lo que su abuela le había dicho. Intentaba recordar, palabra por palabra, lo revelado, aunque fuese bien poco.
Un golpe seco sacó a la joven del profundo sueño en el que se había sumergido durante las últimas horas del viaje. El avión acababa de tocar tierra en el aeropuerto JFK de Nueva York pensó cuando subía al autobús que la trasladaría desde la aeronave a la terminal.
Al llegar a inmigración, la joven sacó su pasaporte estadounidense, se lo entregó al oficial y se dirigió a la terminal, hacia la zona de alquiler de coches. Una señorita vestida con una chaqueta roja con el escudo de Avis en la solapa le dio la bienvenida.
– Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? -dijo la empleada.
– Tengo un vehículo reservado a nombre de Afdera Brooks -respondió mientras buscaba en el sobre amarillo el número de reserva del coche.
– No me hace falta el número. Me basta con su carné de conducir y su pasaporte -respondió.
Media hora más tarde y con un amplio mapa desplegado sobre el asiento del copiloto, Afdera intentaba llegar por la 678 hasta la Van Wyck Expressway. Después, según la empleada de Avis, debía continuar todo recto hasta Queens y girar a la derecha por la Long Island Expressway. Aunque desde el aeropuerto no había más de cuarenta kilómetros, Afdera tardó casi una hora en el trayecto, perdida por el laberinto de carreteras, avenidas y autopistas estadounidenses. «Por eso adoro Europa», pensó mientras se peleaba con el mapa que tenía a su lado.
Hicksville era una ciudad típica de Estados Unidos, como cualquier otra, con sus tiendas de bagels, sus concesionarios de Chevrolet, Ford y Pontiac, con sus talleres de tractores John Deere, con un par de blancas iglesias y algunos restaurantes en el centro. Eso era todo.
Desde la salida de la autopista por North Broadway, el Pontiac sedán siguió en línea recta hasta alcanzar el cruce con West Old Country Road, en donde se encontraba la sede del First National Bank.
Afdera aparcó frente al banco y entró. Un grupo de ancianos esperaba en fila para cobrar sus pensiones mientras un joven con aspecto de estudiante y disfrazado de campesino entregaba publicidad de créditos a bajo interés para agricultores y ganaderos de la zona. La joven se acercó a una mujer y preguntó por el director. Afdera vio a través del ventanal cómo la secretaria del banco se dirigía a un hombre de mediana edad y ambos la miraban. El hombre se levantó de su silla y se dirigió hacia ella.
– Buenos días. Soy James Dickins, el director del banco, ¿en qué puedo ayudarla?
– Soy Afdera Brooks y vengo desde Italia para abrir una caja de seguridad.
– ¿Una caja de seguridad? ¡Qué raro! Conozco a todos los clientes que tienen cajas de seguridad en el banco y a usted no la he visto nunca por aquí -afirmó mientras invitaba a Afdera a pasar a su despacho.
– La caja fue contratada por mi abuela, Crescentia Brooks. No podría decirle cuándo. Vive en Europa, está enferma y no puede viajar hasta aquí. Me ha pedido que venga y retire lo que hay en esa caja de seguridad. Mire, aquí traigo la llave -explicó Afdera, mostrando la llave que llevaba colgada al cuello.
El director leyó los documentos notariales que la joven acababa de entregarle, pero, aun así, prefirió hacer varias llamadas de comprobación.
– Le ruego que me disculpe, señorita. Los documentos están en regla, pero esa caja hace años que se contrató y por eso prefiero comprobar los datos con las oficinas centrales de nuestro banco en Manhattan -se disculpó Dickins.
– No se preocupe. Hágalo. Yo esperaré aquí -dijo pacientemente.
Unos minutos más tarde, el director se acercó a Afdera, que hojeaba una revista de maquinaria agrícola.
– Todo está en orden. Acompáñeme, por favor.
Afdera y Dickins se dirigieron por una puerta trasera hasta una zona blindada del banco. Tras saludar al guardia armado, el director extrajo una llave y abrió la reja que daba acceso a la cámara de cajas de seguridad.
– Según la ficha que tenemos en nuestro poder, la caja de su abuela es la 1-4-2. Si me permite su llave, le haré entrega de la caja.
– Por supuesto, aquí está -dijo quitándose por vez primera la llave del cuello.
Dickins metió la llave de Afdera en una de las ranuras e introdujo la suya en la segunda, pero al girar las dos al mismo tiempo, la caja no se abrió. Alarmado, el director intentó buscar una explicación, pero no sabía cómo podía suceder algo así.
– La verdad, señorita, es que esto no había ocurrido nunca -dijo a modo de disculpa.
Afdera le miró visiblemente contrariada.
– No me importa que esto no haya ocurrido ninguna vez. Sólo sé que esta caja de seguridad pertenece a mi abuela y quisiera retirar su contenido. No llevo horas metida en un avión y otras tantas perdida en una dichosa autopista para que ahora me diga que mi llave no abre lo que debería abrir. Quiero que ahora mismo llame a su banco en Manhattan y que ordenen llamar a un cerrajero para abrir la caja, pero no mañana, ni pasado, ni dentro de un mes, sino ahora, en este mismo momento.