Sonó un ligero crujido de grava en el exterior cuando un coche se detuvo ante los surtidores de gasolina. Hawks escudriñó desde detrás de la mosquitera. Una muchacha que conducía un viejo coupé le devolvió la mirada a través del hueco de la ventanilla bajada.
Hawks se volvió hacia el cuarto trasero. No se oía ningún ruido. Dio un paso en esa dirección y, molesto, abrió la boca y volvió a cerrarla.
La portezuela del coche se abrió y se cerró suavemente cuando salió la muchacha. Se acercó hasta la mosquitera y espió el interior. Era bajita, con el cabello negro, las facciones pálidas y unos labios gruesos que, en ese momento, mientras se cubría los ojos con una mano, parecían un poco fruncidos por la indecisión. Miró directamente a Hawks, y éste se encogió a medias de hombros.
Abrió la puerta y sonó la campanilla. Entró y le dijo a Hawks:
—Quisiera un poco de gasolina.
Desde el fondo de la estancia se escuchó un movimiento repentino: un pesado crujir de muelles de cama y el arrastrar de unos pies que se acercaban. Hawks hizo un gesto vago en aquella dirección.
—Oh —comentó la muchacha. Observó las ropas de Hawks y emitió una sonrisa de disculpa—. Perdóneme. Creí que trabajaba usted aquí.
Hawks sacudió la cabeza.
Un hombre gordo y un poco calvo, vestido con una camiseta y unos pantalones color caqui, con los pies hinchados embutidos en unas zapatillas de playa y mechones de cabello sudado y de un gris sucio aplastados en remolinos contra la cabeza, salió del cuarto trasero. Se masajeó las arrugas de la almohada que habían quedado impresas en su rostro y dijo con voz áspera:
—Estaba dando una cabezada. —Recorrió rápidamente el espacio que separaba las manos de ellos del mostrador, no vio nada y musitó—: La gente podría robarme. —Carraspeó y se frotó el cuello. Dirigiéndose a ambos, preguntó—: ¿Qué desean?
—Este caballero estaba primero —indicó la muchacha.
El hombre escrutó a Hawks.
—¿Ha estado esperando? No oí que llamara nadie. —Miró con suspicacia el pliegue de la chaqueta de Hawks que colgaba de su brazo; luego echó una ojeada a los estantes—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Sólo quiero saber si pasa algún autobús que vaya a la ciudad.
—¿Y pensaba esperar hasta que yo apareciera? Suponga que hubiera venido un autobús mientras se encontraba aquí. Se habría sentido bastante estúpido, ¿verdad?
Hawks suspiró.
—¿Pasa algún autobús?
—Un montón, amigo. Pero ninguno se detiene para recoger pasajeros. Si viene de la ciudad, le dejan a usted donde quiera; sin embargo, no le recogen salvo que sea en una parada oficial. Son las reglas. ¿No tiene coche?
—No, no tengo. ¿A qué distancia se halla la parada más próxima?
—A unos dos kilómetros carretera abajo, por allí. —Hizo un gesto con la mano—. En la gasolinera Henry’s Friendly Service.
Hawks se secó de nuevo el rostro.
—¿Por qué no le vende la gasolina a esta señorita mientras yo me lo pienso, en? —Sonrió fugazmente—. Puede registrarme cuando regrese.
El hombre se ruborizó. Sus ojos saltaron de Hawks a la puerta.
—¿Ha estado jo…, tonteando con la campanilla? Disculpe el lenguaje, señorita.
—Sí, la ajusté. Para que nadie pudiera entrar a hurtadillas sin que usted se diera cuenta.
—Tengo una escopeta recortada ahí atrás que le haría atravesar la pared —murmuró el hombre. Miró con ojos centelleantes a Hawks y, luego, giró la cabeza hacia la muchacha—. ¿Quiere un poco de gasolina, señorita? —Sonrió con una mueca—. La atiendo enseguida. —Se deslizó al lado de Hawks en dirección a la puerta; incómodo, mantuvo la mosquitera abierta para ella, sujetándola con un brazo blanco y fofo. Desde el umbral le dijo a Hawks—: Será mejor que decida lo que piensa hacer, amigo: caminar, autostop, comprar algo…, no dispongo de todo el día. —Le sonrió de nuevo a la muchacha—. Tengo que ocuparme aquí de la joven.
La muchacha le dirigió una forzada sonrisa a Hawks y dijo con voz suave, cuando pasó a su lado:
—Disculpe.
Cuando llegó a la puerta, rozó la cadera y el hombro izquierdo contra el marco para no tocar al propietario.
El hombre frunció los labios en un gesto como de escupitajo detrás de ella y, siguiéndola, miró con ojos apreciativos y depravados la falda y la blusa.
Hawks observó desde la ventana mientras ella regresaba al coche y pedía veinticinco litros de gasolina normal. El hombre sacó el inyector de la manguera del soporte y bajó la palanca del contador con un movimiento brusco del brazo. Permaneció ceñudo delante del coche, con las manos en los bolsillos, mientras el surtidor automático bombeaba gasolina en el depósito. Cuando la válvula de suministro automático se cerró, en el momento en que el contador estaba en el litro veinticuatro, el hombre arrancó de inmediato el goteante inyector y lo colocó de nuevo en el soporte. Arrugó el billete de cinco dólares que la muchacha le ofrecía por la ventanilla.
—Venga a la tienda a por su cambio —gruñó, alejándose.
Hawks aguardó mientras el hombre se inclinaba sobre el mostrador y hurgaba en una caja que había debajo. Entonces dijo:
—Yo le llevaré el cambio a la señorita. —El hombre se incorporó y le miró con furia, con el dinero estrujado en su puño. Hawks contempló a la muchacha, que tenía la mosquitera medio abierta y mostraba el rostro ligeramente tenso. Se dirigió a ella—. Le parece bien, ¿verdad?
Ella asintió.
—Sí —aceptó nerviosa.
El hombre metió el cambio en la palma de Hawks. Éste lo miró.
—¿Es que no es lo correcto por veinticinco litros, señor? —inquirió el hombre, con tono beligerante—. ¿Quiere echarle un vistazo y ver lo que pone en el maldito contador?
—No es lo correcto para cuatro décimas menos de veinticinco litros. Estuve observando.
Hawks siguió inmóvil delante del hombre, que de repente se volvió y rebuscó una vez más en la caja. Le dio a Hawks el resto del cambio.
—Viene aquí y provoca a un hombre en su misma tienda —musitó con aliento contenido—. Vamos…, largúese, usted no quiere comprar nada.
Dio media vuelta y se dirigió al cuarto trasero.
Hawks salió al exterior y le dio el cambio a la muchacha. Cuando la mosquitera se cerró tras él, la campanilla sonó. Sacudió la cabeza.
—Yo hice que se comportara así. Le irrité. Lamento que haya sido tan desagradable con usted.
La muchacha había traído con ella el monedero y estaba guardando el dinero.
—Usted no es responsable de lo que es él. —Sin alzar el rostro, ofreció con cierto esfuerzo—: ¿Necesita…, necesita que le lleven a la ciudad?
—Hasta la parada del autobús, sí, gracias. —Sonrió con gentileza cuando ella alzó los ojos—. Olvidé que ya no soy un muchacho. Emprendí una marcha más larga de lo que creí.
—No tiene por qué justificarse ante mí —comentó la muchacha—. ¿Por qué cree que necesita un pasaporte para viajar con alguien?
Hawks se encogió de hombros.
—La gente parece quererlo. —Sacudió de nuevo la cabeza, un poco confundido—. ¿Por qué usted no?
La muchacha frunció el ceño y agitó los pies.
—Yo voy a la ciudad —repuso—. No tiene sentido que le deje en la parada del autobús.
Hawks tiró incómodo de la chaqueta que llevaba al brazo. Se la puso y se la abotonó.
—De acuerdo. —Un fragmento de sombra vertical apareció en su piel áspera, entre las cejas, y permaneció allí. Se alisó la chaqueta contra las costillas—. Gracias.