—Buenos días, doctor Hawks —saludó el guardia cuando Hawks llegó a su lado—. Este hombre ha estado intentando convencerme de que le dejara entrar sin un pase. También ha tratado de sonsacarme acerca de sus actividades aquí.
Hawks asintió y miró pensativo a Barker.
—No me sorprende. —Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta que llevaba debajo de la bata y le entregó el pase de la compañía y el papel del visto bueno de seguridad del FBI. El guardia se los llevó a su caseta para grabar los números en la hoja de entrada.
Barker miró con aire de desafío a Hawks.
—¿Qué hacen en este lugar? ¿Otro proyecto de bomba atómica?
—No tiene ninguna necesidad de sonsacar información —contestó Hawks con voz tranquila—. Y ningún sentido hacerlo con un hombre que no la posee. Me sentiría mucho mejor si no hubiera supuesto exactamente cómo iba a comportarse usted aquí. Gracias, Tom —dijo cuando el guardia salió y abrió la puerta. Se volvió de nuevo a Barker—. Siempre se le comunicara lo que necesite saber.
—A veces resulta mejor si se me permite a mí juzgar lo que necesito o no —observó Barker—. Pero… —Hizo una profunda inclinación de cintura—. A su servicio. —Se irguió y contempló las pesadas tuberías de medición que formaban el dintel de la puerta de acceso de la verja Ciclón. Agitó los fruncidos labios hasta formar una sonrisa—. Bien, morüuri te salutamus, doctor —comentó al entrar—. Reconocemos su status en el momento de nuestra muerte.
El rostro de Hawks exhibió una mueca.
—Yo también he leído algún que otro libro —dijo con calma, y dio media vuelta—. Póngase la identificación y venga conmigo.
Barker la cogió del guardia, que la sostenía con gesto paciente, y se la prendió al bolsillo de la camisa.
—Y, gracias, Tom —dijo por encima del hombro, acoplándose al paso de Hawks—. Claire no quería que viniera —comentó, al tiempo que ladeaba la cabeza para mirar de forma expresiva a Hawks—. Tiene miedo.
—¿De lo que yo pueda hacerle a usted o de lo que pueda ocurrirle a ella por el resultado? —inquirió Hawks, sin apartar los ojos de los edificios.
—No lo sé, doctor. —Había recelo en la tensión de Barker—. Sin embargo —añadió despacio, con voz dura y precisa—, yo soy el único otro hombre que ha llegado a asustarla.
Hawks guardó silencio. Prosiguió su camino de regreso al laboratorio; al cabo de un rato, Barker volvió a sonreír, breve y astutamente, y siguió con los ojos fijos sólo en el lugar hacia donde le llevaban sus pies.
Los escalones que bajaban al laboratorio desde la planta baja, donde se detenían los ascensores, estaban recubiertos de láminas de acero antideslizante. La pintura verde que recubría las láminas aparecía en buen estado en los bordes, y había desaparecido en la superficie donde habían sido embutidos los rombos antideslizantes. Más cerca del centro, los rombos se veían desgastados en los bordes que corrían en ángulo paralelo. En el mismo centro, una serie de soldaduras eléctricas habían sido superpuestas a mano sobre el liso y usado metal. Las pisadas de Hawks y de Barker resonaron de forma indistinta en la escalera de color gris de la marina.
—Arrastra a sus víctimas arriba y abajo en largas hileras encadenadas, ¿verdad? —comentó Barker.
—Me alegra descubrir que ha encontrado otro tema de conversación —respondió Hawks.
—Apuesto que han sido muchos los gritos agonizantes que han recorrido este túnel. ¿Qué hay más allá de esas puertas? ¿La cámara de tortura?
—El laboratorio. —Mantuvo abierta la puerta basculante—. Entre.
—Será un placer.
Barker irguió los hombros en perfecta simetría, se pasó la chaqueta doblada a la espalda y entró delante de Hawks. Dio unos cuantos pasos por el corredor principal que había entre las vitrinas que contenían los reguladores de voltaje instalados en serie y se llevó las manos a los bolsillos, deteniéndose para echar un vistazo. Hawks se paró a su lado.
Todas las luces de trabajo estaban activadas. Barker giró lentamente el torso y observó las galerías de equipo de modulación de señales y a los ayudantes efectuar chequeos de comprobación de los componentes.
—Están ocupados —dijo, mirando a los hombres de batas blancas que consultaban las hojas de comprobación que llevaban en sus manos, activando interruptores, dando entrada a los generadores de señales de los anaqueles de servicio que había encima de cada galería, desactivando, reajustando, volviendo a hacer pruebas. Su mirada se posó sobre los estantes más cercanos de una serie acoplada de amplificadores diferenciales que había en el suelo del laboratorio—. Un montón de cableado. Me gusta eso. Las maravillas de la ciencia. Ese tipo de cosas.
—Forma parte de un hombre —explicó Hawks.
—¿Oh? —Barker enarcó una ceja. Sus ojos mostraban un destello burlón—. Enchufes, cables y pequeños artefactos de cerámica —desafió.
—Ya se lo dije —indicó Hawks con calma—. No tiene que intentar sonsacarnos información. Nosotros se la brindaremos. Eso forma parte de un hombre. El amplificador que hay al lado está pensado para que sea otra parte.
»Todo ese banco de amplificadores contiene la descripción electrónica exacta de un hombre: su estructura física, hasta la última partícula en movimiento del último átomo en la última molécula de la última célula que haya en la uña del dedo meñique del pie. Conoce, por lo tanto, el tiempo y el volumen de su reacción nerviosa, el alcance y la naturaleza de sus reflejos, la capacidad eléctrica de cada célula de su cerebro. Sabe todo lo que tiene que saber, de modo que pueda transmitirle a otra máquina la forma de construir un hombre.
»Da la casualidad de que es un hombre llamado Sam Latourette; sin embargo, podría ser cualquiera. Es nuestro hombre estándar. Cuando el escáner del transmisor de materia le convierta en una serie de flujos de electrones similar, la información sera transmitida a una cinta que es almacenada. También viene hasta aquí, para que podamos cotejar las diferencias entre usted y el modelo estándar. Ello nos brinda una doble comprobación cuando necesitamos una señal de modulación precisa. Es lo que vamos a hacer hoy. Tomaremos nuestra exploración inicial, de modo que tengamos una cinta de control y una lectura diferencial que podamos emplear en nuestra transmisión de mañana.
—¿Transmisión de qué?
—De usted.
—¿Adonde?
—Ya se lo he dicho. A la Luna.
—¿Así de sencillo? ¿Sin cohetes, sin cuenta atrás? ¿Sólo un montón de tubos chisporroteando, y adelante? Ya estoy en la Luna, como si fuera una radiofoto tridimensional. —Barker sonrió—. ¿No es grande la ciencia?
Hawks le miró inexpresivamente.
—Aquí no estamos librando ninguna contienda en la que deba probar su hombría, Barker. Realizamos un trabajo. No hace falta que mantenga su guardia en alto todo el tiempo.
—¿Reconocería una contienda si viera alguna, doctor?
Sam Latourette, que se les había acercado por detrás, gruñó:
—¡Cállese, Barker!
Barker se volvió con aire indiferente.
—Por Dios, hombre, no me he comido a su hijo.
—Está bien, Sam —intervino Hawks con paciencia—. Al Barker, éste es Sam Latourette. El doctor Samuel Latourette.
Barker dirigió la vista hacia los amplificadores y volvió a mirarle.
—Ya nos hemos conocido —le dijo a Latourette, tendiendo la mano.
—No resulta muy gracioso, Barker.
Barker bajó la mano.
—No soy un comediante de profesión. ¿Qué es usted…, la directora del internado?