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Hawks bajó durante un momento la vista a sus manos y, mientras lo hacía, ella colocó sus dedos en el interior de la palma de él. Despacio, contestó:

—No…, no, no creo que me importe —y cerró la mano en torno a los dedos de ella.

Ella sonrió y dijo:

—Así —con voz suave y casi infantil.

Caminaron hasta el borde de la piscina y se quedaron contemplando el agua.

—¿Le llevó mucho tiempo a Connington librarse de la borrachera del otro día? —preguntó Hawks.

Ella rió con ganas.

—Vamos…, ¿lo que quiere saber es si le dejé quedarse después de sus feroces amenazas? La respuesta es: ¿por qué no? En realidad, ¿qué puede hacer? —Su mirada de reojo surgió de un gracioso giro de la cabeza y los hombros, de forma que el cabello resplandeció bajo el sol y los ojos quedaron cubiertos a medias por el destello de sus pestañas—. ¿O piensa que me encuentro bajo su hechizo de Svengali? —preguntó con un fingido terror que la dejó con los ojos muy abiertos y los labios formando un gesto incrédulo y de color escarlata.

Hawks no apartó los ojos de ella.

—No, no lo pienso.

Las cejas de ella oscilaron con placer y abrió la boca para emitir una risa baja, apenas susurrada. Inclinó el torso hacia él y le pasó el otro brazo por el suyo.

—¿He de tomar eso como un cumplido? Todo indica que usted es un hombre difícil para la charla intrascendente.

Hawks colocó la mano derecha sobre su propia muñeca izquierda y mantuvo esa postura, con el brazo cruzado de forma incómoda delante de su cuerpo.

—¿Qué más le ha comentado Al sobre su trabajo? —le preguntó.

Ella bajó la vista hasta el brazo de él. Con voz confiada y grave, repuso:

—¿Sabe?, si me acerco demasiado a usted, siempre le queda la salida de lanzarse a la piscina. —Entonces volvió a sonreír para sí misma sin apartar la cara para que él la viera y, ayudándose con las manos, se inclinó para apoyarse con una cadera sobre la hierba, la cabeza ladeada de modo que pudiera contemplar la superficie del agua—. Lo siento —dijo, sin alzar la vista—. Hice ese comentario sólo para ver cómo reaccionaría. ¿Sabe?, Connie tiene razón acerca de mí.

Hawks se puso en cuclillas a su lado y observó de lado su rostro vuelto.

—¿Con respecto a qué?

Ella introdujo una mano en el agua azul y la agitó, creando burbujas plateadas entre sus dedos extendidos.

—No puedo conocer a un hombre durante más de unos minutos sin tratar de meterme debajo de su piel —contestó pensativamente—. He de hacerlo. Supongo que podría llamarlo un calibrado. —Giró de pronto el rostro hacia él—. Si quiere, también puede llamar a eso un juego de palabras freudiano. —Entonces, apartó de nuevo el rostro. Un sendero de gotas caídas fuera de la superficie satinada de la piscina comenzó a encogerse debajo del sol. Su voz sonó, una vez más, reflexiva y pausada—. Soy así.

—¿De veras? ¿O decir eso forma parte del proceso? Todo lo que usted comenta busca su efecto, ¿cierto?

En esta ocasión giró lentamente la cabeza y le miró con una sonrisa que escondía un leve destello de cinismo.

—Usted es muy rápido, ¿no? —comentó con un mohín—. ¿Está seguro de que merezco toda esa concentración? Después de todo, ¿qué bien le reportará a usted?

Enarcó las cejas y mantuvo esa expresión, con la sonrisa aumentando despacio entre sus labios.

—No soy yo el que decide lo que ha de interesarme —contestó Hawks—. Primero, algo me intriga. Luego, lo analizo.

—Entonces ha de tener unos instintos curiosos, ¿verdad? —Ella aguardó una respuesta. Hawks no le dio ninguna. Al rato, añadió—: Creo que en más de un sentido. —Hawks siguió mirándola con seriedad, y ella perdió lentamente la vivacidad que había detrás de su expresión. De pronto, rodó hasta ponerse de espaldas, cruzando con rigidez los tobillos, y colocó las manos debajo de los músculos de sus piernas. Mirando al cielo, dijo—: Yo soy la mujer de Al.

—¿De qué Al? —inquirió Hawks.

—¿Qué le está sucediendo? —preguntó ella, moviendo sólo los labios—. ¿Qué le está haciendo?

—En realidad, no lo sé —repuso Hawks—. Espero averiguarlo.

Ella se irguió y se volvió para contemplarle. Sus pechos se movieron bajo el extremo superior de su bañador suelto.

—¿Tiene alguna especie de consciencia? —quiso saber—. ¿Existe alguien que no se encuentre indefenso ante usted?

Él sacudió la cabeza.

—Esa pregunta no es válida. Hago lo que debo hacer. Únicamente eso.

Ella parecía casi hipnotizada por él. Se le acercó más.

—Quiero ver si Al se encuentra bien —dijo Hawks, poniéndose de pie.

Claire arqueó el cuello y alzó la cara para mirarle.

—Hawks —susurró.

—Perdóneme, Claire. —Él pasó por encima de sus piernas alzadas y se encaminó hacia la casa.

—Hawks —repitió ella con voz ronca. La parte superior del bañador estaba cayéndose de sus pechos—. Ha de poseerme usted esta noche.

Él continuó andando.

—Hawks…, ¡se lo advierto!

Hawks abrió de golpe la puerta de la casa y desapareció detrás de los cristales bañados por el sol.

5

—¿Cómo ha ido? —se rió Connington desde las sombras de la barra, en el otro lado de la sala. Avanzó, vestido con un traje de baño, el estómago apretado por la estrecha banda elástica de la cintura. Llevaba al brazo una camisa playera y sostenía una jarra y dos copas—. Desde aquí, se parece mucho a una película muda —continuó, indicando la pared de cristal que daba al césped y a la piscina—. Excelente para la acción, pero mala para los diálogos.

Hawks se volvió y miró. Claire seguía sentada, mirando con fijeza lo que debió haber sido una barricada resplandeciente de reflejos de sí misma.

—Sabe cómo llegar a un hombre, ¿verdad? —Connington se rió entre dientes—. Con ella, estar prevenido no significa estar protegido. Es como una fuerza elemental de la naturaleza… la subida de las mareas, la llegada de las estaciones, un eclipse de sol. —Miró el interior de la jarra, donde el hielo, flotando en el líquido del cóctel, empezó a repiquetear de repente—. Semejantes criaturas no han de ser vistas como buenas o malas —prosiguió a través de unos labios entrecerrados—. Por lo menos, no por hombres mortales. Poseen sus propias leyes, y es imposible contradecirlas. —Su aliento salió expelido hacia el rostro de Hawks—. Nacen entre nosotros: chicas que recogemos en la carretera, que trabajan en casinos, dependientas de Woolworth’s…, pero crecen hasta alcanzar su herencia. Son nuestra ruina, Hawks. Son nuestra ruina, pero nos empeñamos en seguir la estela de sus cometas.

—¿Dónde se encuentra Barker?

Connington hizo un ademán con la jarra.

—Arriba. Tomó una ducha, amenazó con sacarme las entrañas si no me apartaba de su camino en el pasillo y se metió en la cama. Puso el despertador para las ocho en punto. Se bebió una buena dosis de ginebra para facilitar el sueño. «¿Dónde se encuentra Barker?» —repitió burlonamente Connington—. En la tierra de los sueños, Hawks…, sin importar qué tierra de sueños le ha acogido en sus brazos.

Hawks miró su reloj de pulsera.

—Tres horas, Hawks —prosiguió Connington—. Tres horas, y la casa está sin su señor. —Rodeó a Hawks camino de la cristalera—. ¡Hurra! —exclamó malévolamente, alzando la jarra en dirección a Claire. Empujó con torpeza la puerta con el hombro, dejando una mancha húmeda en el cristal—. ¡Al ataque!