Elizabeth sonrió.
—Sigues sin ver que nosotras pensamos lo mismo de vosotros.
Hawks suspiró y dijo:
—Tal vez. Pero eso no me aclara lo que quiero saber.
—Quizá lo descubras pronto —comentó Elizabeth con voz suave—. Mientras tanto, ¿por qué no has intentado hacerme el amor?
Hawks la miró con los ojos abiertos.
—¡Por todos los cielos, Elizabeth, aún no te conozco lo suficientemente bien!
—Eso era lo que quería decir acerca de ti —repuso Elizabeth, mientras el rubor desaparecía de su rostro—. Ahora, doctor, ¿te gustaría otra taza de té?
Elizabeth había vuelto a trabajar a su mesa de dibujo, sentada con los tacones enganchados en el apoyapies superior de su taburete; un hilillo de humo se alzaba de un cenicero sostenido por dos chínchelas grandes en el borde del tablero. Esporádicamente, una voluta de humo se metía en sus ojos y la obligaba a cerrarlos. Entonces maldecía en voz baja y miraba a Hawks, que estaba sentado en un almohadón al lado de la mesa, sujetándose con una mano las rodillas encogidas.
—En la universidad me enamoré de una muchacha —comentó—. Una chica muy atractiva, de Chicago. Era inteligente y, por encima de todo, poseía tacto. Había visto y hecho tantas cosas más que yo: obras de teatro, ópera, conciertos, todo aquello de lo que puedes disfrutar en una ciudad. La envidiaba tremendamente por ello y la admiraba mucho. Pero lo que pasó es que nunca traté de compartir todas esas cosas con ella. Creo que tenía la idea de que, si le pedía que me hablara de ellas, se las estaría quitando… como si recibiera algo de ella que le había costado mucho conseguir y que yo no tenía derecho a arrebatarle. Sin embargo, me dije a mí mismo que una persona tan buena como ella podría valorar si yo valía la pena o no. Bueno, creo que es así como lo pensé. De cualquier modo, intenté compartirlo todo con ella. De hecho, la aburrí.
Elizabeth dejó el lápiz a un lado y alzó la cabeza para observarle.
—Hubo momentos en los que estuvimos muy cerca el uno del otro, y otros en que no tanto. Yo siempre temía perderla. Y un día, poco antes de graduarnos, me dijo con mucho tacto: “Ed, ¿por qué no te relajas y me llevas a algún lugar donde podamos beber una o dos copas? Podríamos bailar un poco e ir a dar una vuelta en el coche, y aparcarlo en algún sitio y simplemente no hablar”. Algo me dominó —comentó Hawks—. En el tiempo en que se tarda en parpadear, dejé de estar enamorado. Nunca más me acerqué a ella.
»¿Por qué exactamente? No lo sé. ¿Sólo porque creí que yo era tan maravilloso que el hecho de que no me escucharan me resultaba inimaginable? No lo creo. Sé que estaba lleno de bobadas. Sabía que la mayoría de las cosas que tenía que decir no resultaban originales ni interesantes. Y yo nunca había hablado con nadie salvo con ella. Apenas conseguía obligarme a mantener conversaciones sociales con otra gente. Pero yo la amaba, Elizabeth, y ella me había dicho que ya no quería escucharme más; entonces dejé de amarla. Fue como si se hubiera convertido en una cobra. Empecé a temblar de forma incontrolada. Me alejé de ella tan pronto como pude y me dirigí a mi cuarto…, y permanecí allí sentado, temblando. Debió transcurrir una hora antes de que me controlara.
»Ella intentó varias veces ponerse en contacto conmigo. Y hubo momentos en los que yo salí casi a buscarla de nuevo. Sin embargo, nunca funcionó. Yo me había desenamorado. Y me sentía asustado… En una ocasión, en la guerra, me vi atrapado en el incendio de un laboratorio y apenas logré escapar a tiempo. Durante unos pocos minutos estuve convencido de que iba a morir. Esa es la única vez en la que experimenté el mismo temor… Oh, sí —repitió—, tengo problemas con las mujeres.
—Quizá tu problema sea con la muerte.
La expresión de él se hizo infinitamente lejana. La compostura de su cara y de su cuerpo se modificó.
—Sí —corroboró—, así es.
Finalmente se puso de pie, con las manos en los bolsillos, después de haber permanecido sentado durante largo tiempo sin pronunciar palabra.
—Es tarde. Será mejor que me marche —anunció.
Elizabeth alzó la vista de su trabajo.
—¿Aún sigues con ese proyecto?
Sonrió con un gesto torcido.
—Supongo que sí. Doy por hecho que toda la gente que necesito aparecerá en el trabajo mañana.
—¿Es que algunos se quedan en casa los sábados?
—¿Oh? ¿Mañana es sábado?
—Pensé que era eso lo que querías dar a entender.
—No. No, no lo recordaba. Y pasado mañana será domingo.
Elizabeth enarcó las cejas y repuso inocentemente:
—Sí, normalmente es así.
—Cobey estará bastante irritado —murmuró Hawks, perdido en sus pensamientos—. Tendrá que pagarle a los técnicos horas extra.
—¿Quién es Cobey?
—Un hombre, Elizabeth. Otro hombre que conozco.
Ella le condujo a casa, al edificio de apartamentos estucado con una tonalidad pastel construido a mediados de los años 20 donde él tenía su vivienda de batalla de una habitación y media.
—Nunca antes había visto el lugar donde vivías —dijo ella, mientras ponía el freno de mano.
—No —admitió él. Su rostro estaba tenso por la fatiga. Permaneció sentado con la barbilla apoyada sobre el pecho y las rodillas contra la guantera—. Es… —Con un gesto vago de la mano indicó el edificio con techo de tejas, en cuyas paredes se veían unas grietas que habían sido enyesadas en repetidas ocasiones y pintadas de nuevo por encima de la pintura original—. Es un lugar.
—¿Nunca echas de menos el campo y la granja? ¿Los territorios abiertos? ¿Los bosques? ¿El cielo despejado?
—No había muchos campos abiertos —contestó él—. En su mayor parte se criaban pollos, y todo estaba lleno de gallineros de una o dos plantas. —Miró fuera de la ventanilla—. Gallineros. —La observó de nuevo—. ¿Sabes? Los pollos son muy proclives a los problemas respiratorios. Estornudan y roncan toda la noche, por millares…, es un sonido que pende sobre pueblos enteros, como el gemido de una multitud lejana que llorara. Los pollos. Solía preguntarme si sabían lo que éramos nosotros…, por qué los teníamos encerrados y los hacíamos comer de unos abrevaderos y beber de unas espitas. Por qué los protegíamos de la lluvia y nos rompíamos las espaldas para llevarles una mezcla húmeda de granos. Por qué entrábamos cada semana a su gallinero y les quitábamos los excrementos de debajo de sus nidos e intentábamos mantener los gallineros tan limpios de cualquier enfermedad como fuera posible. Me preguntaba si lo sabían, y si ésa era la causa por la que cacarearaban mientras dormían. Pero, por supuesto, los pollos sonabismalmente estúpidos. De todas las cosas vivas del mundo, sólo el Hombre piensa como el Hombre.
Abrió la puerta del coche, se volvió a medias para salir, y luego se detuvo.