—Sí —corroboró Hawks.
El hombre situado al lado de la grabadora desconectó la máquina, se acercó hasta la mesa del mapa, clavó un trozo de tiza en el extremo de su señalador, lo alargó e hizo una pequeña marca de color escarlata sobre el plástico blanco. La miró con aire crítico y, luego, asintió satisfecho.
Hawks también asintió. Luego le comentó al oficiaclass="underline"
—Gracias, teniente —y se marchó a su despacho.
Aquel día, el tiempo durante el que logró sobrevivir Barker dentro de la formación se elevó a cuatro minutos y treinta y ocho segundos.
El día que el tiempo transcurrido llegó hasta los seis minutos y doce segundos, Connington fue a ver a Hawks a su oficina.
Hawks alzó la vista con curiosidad desde detrás de su escritorio. Connington atravesó despacio el despacho.
—Quería hablar con usted —musitó mientras se sentaba—. Me pareció que debía hacerlo. —Sus ojos se movían ansiosos de un lado a otro.
—¿Por qué? —inquirió Hawks.
—Bueno…, exactamente no lo sé. Salvo que no me parecía justo dejarlo correr. Hay…, en realidad, no sé cómo lo llamaría usted, pero hay un esquema en la vida… De todas formas, debería haber un esquema: un comienzo, una mitad y un final. Capítulos, o algo así. Quiero decir, debe de haber un esquema o, de lo contrario, ¿cómo se podrían controlar las cosas?
—Soy capaz de ver que quizá resulte necesario creer en algo así —dijo Hawks con tono paciente.
—Sigue sin ceder un centímetro, ¿verdad? —comentó Connington.
Hawks guardó silencio, y Connington esperó un instante; luego abandonó el tema.
—De todas formas —prosiguió—, quería que supiera que me marcho.
Hawks se reclinó en su sillón y le miró de forma inexpresiva.
—¿Adonde irá?
Connington hizo un gesto vago.
—Al este. Creo que allí encontraré trabajo.
—¿Claire va con usted?
Connington asintió, con los ojos fijos en el suelo.
—Sí. —Alzó la vista y sonrió con desesperación—. Vaya forma graciosa de acabar las cosas, ¿verdad?
—Del modo exacto en que usted lo planeó —indicó Hawks—. Todo, menos la parte en la que, con el tiempo, se convertía en el presidente de la compañía.
La expresión de Connington cambió a una sonrisa desafiante.
—Oh, yo no lo calculé como algo seguro. Lo único que deseaba ver era lo que ocurría cuando le colocaban a usted un poco de sal en la cola. —Se puso rápidamente de pie—. Bueno, creo que eso es todo. Sólo quería hacerle saber cómo habían terminado las cosas.
—Bueno, no —dijo Hawks—. Barker y yo aún no hemos acabado.
—Yo sí —repuso Connington retadoramente—. Yo tengo parte en ello. Lo que ocurra a partir de ahora ya no tiene nada que ver conmigo.
—Entonces, usted es el vencedor de la contienda.
—Claro —replicó Connington.
—Y eso es lo que siempre es. Una contienda. Entonces surge un ganador, y así acaba esa parte de la vida de todos. De acuerdo. Adiós, Connington.
—Adiós, Hawks —dio media vuelta y vaciló. Miró por encima del hombro—. Creo que eso es todo lo que deseaba decirle.
Hawks no comentó nada.
—Podía haberlo hecho con una nota o una llamada telefónica —expuso desde la puerta—. En realidad, ni siquiera tenía por qué hacerlo.
Agitó la cabeza, perplejo, y observó a Hawks como si esperara una respuesta a una pregunta que se estuviera formulando a sí mismo.
Hawks dijo con voz suave:
—Lo único que deseaba era asegurarse de que yo supiera quién era el ganador, Connington. Eso es todo.
—Sí, eso supongo —admitió inseguro Connington, y salió lentamente del despacho.
Al día siguiente, cuando el tiempo transcurrido alcanzó los seis minutos y treinta y nueve segundos, Hawks fue al laboratorio y le dijo a Barker:
—Tengo entendido que se muda aquí, a la ciudad.
—¿Quién se lo comunicó?
—Winchell. —Hawks miró atentamente a Barker—. El nuevo director de personal.
Barker gruñó.
—Connington se ha marchado a algún lugar del este. —Alzó la vista con una expresión de perplejidad en el rostro—. Él y Claire subieron ayer a recoger las cosas de ella, mientras yo me encontraba aquí. Rompieron todos los ventanales del salón que daban al jardín. Tendré que colocarlos de nuevo antes de que pueda poner la casa a la venta. Nunca creí que él fuera así.
—Me gustaría que se quedara con la casa. La envidio.
—Eso no es asunto suyo, Hawks.
Pero, no obstante, el tiempo transcurrido había sido aumentado hasta alcanzar los seis minutos y treinta y nueve segundos.
El día que el tiempo transcurrido llegó a los siete minutos y doce segundos, Hawks se hallaba en su oficina, recorriendo con un dedo el arrugado mapa, cuando sonó el teléfono.
Lo miró con un movimiento veloz de los ojos, encorvó los hombros y prosiguió con lo que estaba haciendo. La yema del dedo descendió por la insegura línea de color azul, atravesando las ocultas zonas negras, cada una marcada con sus instrucciones y su relación de tiempo relativo, cada una bordeada con una X roja, como si el mapa representara un diagrama de una playa prehistórica, donde un tambaleante organismo hubiera marcado su laborioso recorrido sobre la arena sucia entre las largas hileras de algas resecas y otros desechos que ahora yacían varados bajo el moribundo cielo. Miró el mapa ensimismado, agitando los labios, luego cerró los ojos y frunció el ceño, repitió las relaciones y las instrucciones, los abrió y volvió a inclinarse otra vez hacia delante.
El teléfono sonó de nuevo, suave pero insistente. Cerró la mano en un momentáneo puño y, después, hizo a un lado el mapa y cogió el auricular del aparato.
—Sí, Vivian —contestó. Escuchó y, finalmente, dijo—: De acuerdo. Llame a la entrada, por favor, y haga que le concedan un pase de visitante al doctor Latourette. Le esperaré aquí.
Colgó el teléfono y miró las desnudas paredes de su despacho.
Sam Latourette llamó suavemente a la puerta y entró, con la boca torcida en una semísonrisa tímida, los pasos lentos e inseguros mientras cruzaba el despacho.
Vestía un traje arrugado y una camisa blanca con el cuello abierto sin corbata. Debajo de su barbilla, y en algunas partes del cuello, se veían pequeños cortes recientes, como si acabara de afeitarse. Llevaba el cabello cuidadosamente peinado; aún estaba húmedo del agua que había empleado en él, y se abría en mechones entre los cuales se podía ver el cuero cabelludo, como si alguien hubiera hallado un viejo busto y, en un arranque de añoranza, lo hubiera acicalado tan bien como lo permitían las circunstancias.
—Hola, Ed —saludó con voz suave, tendiendo la mano al tiempo que Hawks se ponía rápidamente de pie—. Ha pasado tiempo.
—Sí. Es verdad. Siéntate, Sam… Aquí, en esta silla.
—Tenía la esperanza de que pudieras hacerme un hueco en tu tiempo para verme —comentó Latourette, hundiéndose en el asiento. Alzó la vista con gesto de disculpas—. Las cosas deben estar avanzando a toda velocidad ahora.
—Sí —repuso Hawks, sentándose en su propio sillón—. Sí, bastante.
Latourette bajó la vista al mapa, que Hawks había doblado y colocado en un extremo del escritorio.
—Parece que me equivoqué con respecto a Barker.
—No lo sé. —Hawks alargó una mano hacia el mapa y, luego, la retiró y la colocó con la otra sobre su regazo—. Ha hecho muchos progresos para nosotros. Supongo que eso es lo que cuenta.
Observó a Latourette con ojos intensos y cierta vacilación.
—¿Sabes? —empezó Latourette, con la misma expresión de incomodidad en el rostro—. No deseaba el trabajo con la Hughes Aircraft. Al principio pensé que sí. Ya sabes. Un hombre…, un hombre quiere seguir trabajando. De todas formas, se supone que eso es lo que desea.