Hawks replicó con amargura:
—¿Por qué un hombre no puede conseguir lo que se merece?
—Ed, esto es lo peor que te he hecho…
—Quizá sea lo que me merezco. Sam, desearía…
—Adiós, Ed —se despidió Latourette, con una expresión aterrada en el rostro, y salió del despacho.
Hawks se sentó con los ojos cerrados, y las manos realizaron movimientos veloces y sin sentido, en un gesto como de querer asir algo de la superficie del escritorio.
Hawks atravesó el suelo del laboratorio en dirección al transmisor. Inesperadamente, Gersten le salió al paso y le dijo:
—Intenté ponerme en contacto con usted hace un rato. Su secretaria me indicó que Sam Latourette se hallaba en su oficina y que, salvo que se tratara de algo que no pudiera aguardar, no recibía llamadas.
Hawks le observó. El rostro de Gersten estaba pálido. Le temblaban los labios. Con voz insegura, comentó:
—Siento eso. A veces, Vivian olvida la importancia relativa de las cosas. —Escrutó a Gersten—. ¿Le trató con descortesía? —preguntó con mirada perpleja.
—Fue perfectamente educada. Además, en estas circunstancias, no era nada que no pudiera esperar.
Gersten comenzó a dar la vuelta para marcharse.
—Espere —pidió Hawks—. ¿Qué ocurre?
Gersten se volvió. Empezó a hablar, y luego cambió de idea. Aguardó un instante y preguntó con voz pausada:
—¿Sigo en el trabajo?
—¿Y por qué no habría de ser así? —preguntó Hawks. Relajó el ceño—. ¿Qué le hizo pensar que quería que Sam volviera? —inquirió despacio. Miró a Gersten a la cara—. Siempre pensé que era usted un hombre con mucha confianza en sí mismo. Está realizando un trabajo muy bueno para mí. —Se llevó la palma de la mano a la nuca y permaneció allí de pie, tratando de desentumecer los rígidos músculos con las yemas de los dedos—. De hecho, tengo la sensación de que hace rato que debí darle más responsabilidades. Yo…, siento no haber dispuesto de tiempo para llegar a conocerle mejor antes. —Con un movimiento poco fluido, se quitó la mano del cuello y se encogió de hombros—. Eso suele ocurrir. Es una pena cuando le sucede a un buen hombre. Sin embargo, no sé qué más decirle.
Gersten se mordió el labio.
—¿Habla en serio? Nunca sé lo que hay en su cabeza.
Las cejas de Hawks se enarcaron. Su labio sufrió un tic.
—Es extraño que usted me diga eso.
Gersten sacudió la cabeza, molesto.
—Tampoco sé lo que quiere decir con eso. Hawks… —alzó la vista—, éste es el mejor trabajo que he tenido jamás. Es el más importante. Casi soy cinco años más joven que usted. El hecho de que pueda conocer esta profesión tan bien como usted es otra cosa. Sin embargo, suponiendo que así sea, ¿qué posibilidades cree que tengo de encontrarme donde está usted dentro de cinco años?
Hawks frunció el ceño.
—Bueno, no lo sé —repuso, pensativo—. Eso depende, por supuesto. Hace cinco años, empecé a vislumbrar todo este proyecto… —Indicó con un gesto de la cabeza la maquinaria que les rodeaba—. Ocurrió que se trataba de algo que podía tener aplicaciones militares, de modo que recibió un buen empuje. Si se hubiera tratado de algo distinto, quizá no hubiera recorrido un camino tan paralelo con respecto a su utilidad. Aunque ese criterio no sirve. Lo que compra la gente no necesariamente es lo mejor…, si es que algo es lo mejor. —Se encogió de hombros—. No lo sé, Ted. Si usted se encuentra desarrollando una idea básicamente nueva en su tiempo libre, tal como lo hacía yo cuando trabajaba en la RCA, quizá llegue muy lejos con ella. —Se encogió de nuevo de hombros—. En gran medida, eso depende de usted.
Gersten le miró con el ceño fruncido.
—No lo sé. No lo sé. Ahora mismo, lamento haberme dejado llevar por un arrebato. —Exhibió una sonrisa rápida de disculpa que desapareció casi al instante—. Supongo que tiene más cosas en las que pensar que en ingenieros caprichosos. Pero… —Pareció reunir el valor para continuar—. Cuando me alisté en el Ejército durante la guerra —continuó sin preámbulo—, solicité la entrada en la Escuela de Candidatos a Oficiales. Me entrevistó un teniente temporal que había sido un joven sargento indio desde los días en que los civilizaban con un palo bajo la bandera. Me entrevistó, llenó los espacios adecuados del cuestionario y, luego, dio vuelta al impreso, mojó la punta del lápiz con la lengua y escribió: «Este candidato parece tener problemas de habla. Estas dificultades probablemente le impidan ejercer el mando correcto sobre las tropas». Luego giró el impreso, de modo que yo pudiera leer la evaluación confidencial que había hecho. Y eso fue todo. —Gersten estudió el rostro de Hawks con sumo cuidado—. ¿Qué piensa del asunto?
Hawks parpadeó.
—Después de eso, ¿qué hizo el Ejército con usted?
—Me enviaron a la escuela de electrónica de Fort Monmouth.
—Así que, ¿si no fuera por eso, no está seguro de que hoy se encontraría aquí?
Gersten frunció el ceño.
—Supongo que sí —repuso finalmente—. No es así como lo he analizado yo.
—Bueno, no le conozco, Ted; pero yo habría sido un oficial de carrera horrible en la Armada. No creo que el hecho de haber estado allí hubiera mejorado la situación. —De repente, sonrió con una mueca—. Y deje que me preocupe yo de Sam Latourette. —Miró con ojos de disculpa a Gersten—. Quizá, una vez hayamos sorteado el obstáculo de este proyecto, podamos llegar a conocernos mejor mutuamente.
Gersten no dijo nada. Miró a Hawks como si no pudiera decidir qué expresión poner en su cara. Luego se encogió a medias de hombros y comentó:
—Lo que antes quería hablar con usted se refería a ese asunto de la señal del anaquel de amplificadores. Ahora bien, me parece que si…
Se alejaron juntos, hablando de cosas técnicas.
El día en que el tiempo transcurrido llegó a los siete minutos y cuarenta y nueve segundos, el transmisor tuvo que apagarse, ya que el ángulo de emisión habría incluido una porción demasiado elevada de la ionosfera de la Tierra. Los equipos de mantenimiento se pusieron a trabajar en el nuevo y periódico trazado del horario. Hawks trabajó con ellos.
El día en que estuvieron dispuestos a emitir otra vez, Barker llegó al laboratorio a la hora correcta.
—Parece más flaco —comentó Hawks.
—Usted no parece estar mucho mejor.
El día en que el tiempo transcurrido se elevó a los ocho minutos y treinta y un segundos, Benton Cobey llamó a Hawks a su despacho para una conferencia.
Hawks entró con una bata limpia y miró atentamente a los hombres que se sentaban alrededor de la mesa de conferencias que había en el extremo opuesto al escritorio de Cobey. Éste se incorporó en la cabecera de la mesa.
—Doctor Hawks, ya conoce a Carl Reed, nuestro Jefe de Contabilidad —dijo, señalando a un hombre reservado y enjuto, próximo a la calvicie, que se sentaba a su lado, con sus manos de labrador relajadas una encima de la otra sobre la superficie del plástico protector de las hojas de trabajo que había traído con él.
—¿Cómo está? —saludó Hawks.
—Bien, gracias. ¿Y usted?
—Y éste es el comandante Hodge, claro —anunció escuetamente Cobey, indicando al oficial naval de enlace que se sentaba a su otro lado; se había quitado la gorra y la había dejado sobre la mesa, donde lanzaba su reflejo sobre la madera brillante.