—No me han dicho eso —repuso Hawks con energía.
—No lo saben. Sin embargo, tengo el presentimiento.
—Un presentimiento.
—Doctor, lo único que muestra ese mapa es lo que yo cuento después del trabajo del día. No tiene principio ni fin, salvo que yo le dé ese fin. —Miró a su alrededor, con una expresión amarga en su rostro—. Toda esta maquinaria, doctor, y al final todo se reduce a lo que haga sólo un hombre. —Observó a Hawks—. Un hombre y lo que haya en su mente. O quizá dos. No lo sé. ¿Qué hay en su mente, Hawks?
Hawks contempló fijamente a Barker.
—Yo no hurgo en su mente, Barker. No lo haga usted en la mía. He de realizar una llamada telefónica.
Cruzó el laboratorio y disco un número exterior. Esperó una respuesta y, mientras aguardaba, miró con ojos desenfocados la vieja y familiar pared blanca. De repente, entró en un espasmo de acción y aplastó la palma de su mano libre contra la superficie. Entonces el zumbido del auricular cesó con un clic, y él dijo con ansiedad:
—¿Hola? ¿Elizabeth? Soy…, soy Ed. Escucha… Elizabeth… Oh, estoy bien. Ocupado. Escucha…, ¿estás libre esta noche? Es que jamás te he llevado a cenar fuera, o a bailar, o a nada… ¿Vendrás? Yo… —Sonrió a la pared—. Gracias.
Colgó el teléfono y se alejó. Miró hacia atrás por encima del hombro y observó a Barker, que no había dejado de mirarle; prosiguió su camino tímidamente.
OCHO
—Elizabeth… —comenzó, y agitó la mano en un gesto de irritación—. No. Las palabras iban a salir precipitadamente. Ocurre así tan a menudo.
Estaban sentados en un saliente rocoso que se adentraba hacia la espuma de las olas del mar. Hawks mantenía alzado el cuello de su chaqueta, sostenido con una mano. Elizabeth llevaba una abrigo, con las manos en los bolsillos, y un pañuelo sobre la cabeza. La luna, que se ponía sobre el horizonte, proyectaba su luz sobre el encaje de nubes que flotaba sobre sus cabezas. Elizabeth alzó el rostro y le sonrió ampliamente.
—Es un lugar muy romántico éste al que me has traído, Edward.
—Yo…, sólo iba conduciendo. No tenía en mente ningún sitio en particular. —Miró a su alrededor—. No estoy lleno de astucia, Elizabeth… Estoy lleno de lógica, y raciocinio, y Dios sabe qué más. —Sonrió, cohibido—. Aunque sospecho lo peor…, pero eso casi siempre surge más tarde. Me digo a mí mismo: «¿Qué estoy haciendo aquí?», y entonces he de obtener una respuesta. No, tengo cosas… —Manoteó en el aire—. Cosas que quiero decir. Esta noche. No después. —Dio un paso hacia delante, se volvió y se quedó mirándola, observando con pose rígida más allá de su hombro hacia la playa vacía, hacia la elevación de la carretera con su coche aparcado a un lado, y hacia el cielo oriental que había más allá—. No sé qué forma adquirirán. Pero he de pronunciarlas; si quieres escucharme.
—Por favor.
La miró y sacudió la cabeza; luego se llevó las manos a los bolsillos del pantalón y mantuvo el cuerpo rígido.
—¿Sabes?… Durante la guerra, los alemanes se negaron a creer que el radar de microondas era práctico. Sus submarinos estaban equipados con receptores de búsqueda de radar, con el que podían detectar el uso del radar antisubmarino. Sin embargo, únicamente recibían ondas comparativamente largas. Cuando nosotros instalamos radares de microondas en nuestros aviones de patrulla y en nuestros convoyes de escolta, empezamos a recoger sus señales de noche, cuando emergían para cargar sus baterías. Sin embargo, antes que eso, al comienzo de la guerra, tuvimos que apoderamos de uno de sus receptores, de modo que pudiéramos determinar sus limitaciones. Por casualidad, a mí se me dio uno para que lo analizara. Un grupo de asalto de un destructor consiguió salvar uno de un submarino que había recibido unas cargas de profundidad y al que se obligó a salir a la superficie. Nuestra gente arrancó la pieza antes de que el submarino se hundiera. El receptor fue enviado al laboratorio en el que yo trabajaba, primero por un avión mensajero con escolta especial y luego por coche. Lo tuve en mis manos durante un lapso de doce horas.
»Bueno, pues lo deposité sobre mi mesa de trabajo y lo contemplé. La carcasa estaba destruida por la metralla, anegada de agua…, y terriblemente manchada por el humo, el aceite y la corrosión marina, los gases tóxicos de las bombas…, ya sabes. Y tenía más restos cubriéndola. Sin embargo, en aquellos días, yo era un joven brillante, con unas recomendaciones y mi encargo de la Reserva, y henchido con la idea de ser un niño prodigio… —Hawks sonrió con una mueca—. Miré la caja, y en silencio me dije algo alentador muy parecido a esto: “Hummm, no ha de ser muy difícil desentrañarlo. Lo único que hemos de hacer es limpiarlo un poco y…”. Y así sucesivamente. Y todo ese tiempo pude ver que la sangre diluida que se secaba en un charco alrededor del agujero más grande formaba parte del “follón”. Algún marinero, me dije a mí mismo de forma profesional, sin haber estado nunca en el mar, algún marinero se hallaba cerca de ella cuando estallaron las cargas de profundidad. Pero, cuando logré sacar el laminado metálico, Elizabeth, allí había un corazón humano, Elizabeth…, entre los tubos y los cables.
Después de un rato, Elizabeth preguntó:
—¿Qué hiciste?
—Bien, pues pasado un tiempo, regresé y analicé el receptor, y construí una réplica. Después, comenzamos a emplear radares de microondas y ganamos la guerra.
«Escucha… la cuestión es que la gente, cuando un hombre muere, dice: “Bueno, ha llevado una vida completa y, cuando llegó su hora, murió sosegadamente”. O, si no: “Pobre muchacho…, apenas había empezado a vivir”. Sin embargo, la cuestión es que la muerte no es un accidente. No es algo que le ocurra a un hombre, más pronto o más tarde, respecto a un día determinado de su vida. Le ocurre a todo el hombre: al muchacho que fue, al joven que fue…, a sus alegrías, a sus penas, a las ocasiones en que se rió, a las veces que, simplemente, sonrió. Ya sea más pronto o más tarde, ¿cómo puede el hombre moribundo sentir que ha sido o no suficiente la vida que vivió? ¿Quién la mide? ¿Quién puede decidir, cuando muere, que ya era su hora? Sólo el cuerpo alcanza un punto en el que ya no puede moverse más. La mente, incluso la mente senil, nublada por las moribundas células del cerebro de su cuerpo, incluso la racional o la irracional, la amplia o la estrecha…, nunca se detiene; sin importar lo que suceda, mientras un destello de electricidad se filtre de una célula a otra, sigue funcionando; sigue moviéndose. ¿Cómo puede mi mente llegar a decirse a sí misma alguna vez: “Bien, esta vida ha alcanzado su final lógico” y desactivarse? ¿Quién puede comentar: “He visto suficiente”? Incluso el suicida ha de volarse los sesos, ya que tiene que destruir lo físico para evadirse de lo que contiene su mente y no le deja vivir en paz. La mente, Elizabeth, la inteligencia; la capacidad de observar el universo; de preocuparse de si el pie falla en su pisada, de lo que la mano toca…, ¿cómo puede evitar el continuar, y seguir adelante, bebiendo de todo lo que percibe?
Realizó con el brazo un arco largo y rígido que abarcó todo el mar y la playa.
—¡Mira esto! ¡Durante toda tu vida tendrás esto de ahora! ¡Y yo también! En nuestros últimos momentos, aún seguiremos siendo capaces de mirar hacia atrás, y de estar aquí de nuevo. A años de distancia de aquí, a miles de kilómetros de aquí, todavía lo tendremos. El tiempo, el espacio, la entropía…, ningún atributo del universo puede arrebatarnos esto salvo matándonos, aplastándonos.
»¡Lo importante es que el universo está muriendo! Las estrellas se están consumiendo. Los planetas giran más lentamente sobre sus ejes. Caen hacia dentro en dirección a sus soles. Las partículas atómicas que lo componen todo se hacen más lentas en sus órbitas. Poco a poco, después de incontables miles de millones de años, ocurre lentamente. Todo se está desintegrando. Y, algún día, se detendrá. Sólo una cosa en todo el universo crece y se hace más rica, y se obliga a subir la colina. La inteligencia, las vidas humanas…, nosotros somos los únicos seres que existen y que desobedecen la ley universal. El universo mata nuestros cuerpos; los aplasta con la gravedad; tira y tira hasta que nuestros corazones se cansan de bombear sangre en su lucha contra ella, hasta que los muros de nuestras células se rompen con su propio peso, hasta que nuestro tejido cede y nuestros huesos se debilitan y se doblan. Nuestros pulmones se agotan de inhalar y exhalar aire. Nuestras venas y nuestros vasos capilares se rompen con la tensión. Poco a poco, desde el día de nuestro nacimiento, el universo tira de nuestros cuerpos hasta que éstos ya no pueden regenerarse a sí mismos. Y de esa forma, al final, mata nuestros cerebros.