Connington volvió a reírse, con los tacones altos de sus botas clavados en el césped.
—Yo…, yo soy el hombre que selecciona el personal. No busco causas y efectos. No busco héroes. Explico el mundo de una forma completamente distinta. La gente…, de eso es de lo que sé. Y con ello basta. Los siento. Los conozco. Como un químico conoce valencias. Como un físico conoce las cargas de las partículas. Positiva, negativa. El peso atómico, el número atómico. Atracción, repulsión. Yo lo mezclo todo. Cojo a la gente y le busco un trabajo y a la otra gente que trabaje con ella. Cojo a un puñado de gente separada y la transformo, y de ella saco isótopos, de ella hago disolventes, reactivos, y también puedo conseguir explosivos cuando lo quiero. ¡Ése es mi mundo!
«Aveces guardo a algunas personas…, las guardo para el trabajo adecuado, para conseguir la reacción correcta. Las guardo para la gente adecuada.
»Barker, Hawks…, ustedes van a ser mi obra maestra. Porque, así como no cabe duda de que Dios hizo las manzanitas verdes, les creó a ustedes dos para que se conocieran… Y yo, yo, les encontré, yo lo he hecho, les he unido…, y ahora ya ha concluido todo, y nada conseguirá separar jamás la masa crítica y, tarde o temprano, tendrá que estallar; entonces, ¿a quién vas a ir en busca de protección, Claire?
4
Hawks rompió el silencio. Alargó el brazo, le quitó a Connington la botella de las manos y la arrojó en dirección al risco. La botella voló por el aire y desapareció al otro lado del borde del precipicio. Entonces, Hawks se volvió hacia Barker y dijo:
—Hay unas pocas cosas más que debería contarle antes de que acepte definitivamente el trabajo.
El rostro de Barker estaba tenso. Miraba a Connington. Giró bruscamente la cabeza hacia Hawks y gruñó:
—¡He dicho que haría el maldito trabajo!
Claire tendió el brazo, cogió su mano e hizo que se sentara a su lado. Se adelantó para besar la barbilla de Barker.
—Ése es el viejo luchador. —Comenzó a mordisquear la piel con leves trazos de barba, bajando poco a poco la boca por el cuello, dejando una hilera de ligeras marcas a espacios regulares: paréntesis húmedos, redondos y rojos por el lápiz de labios, que encerraban las marcas más profundas y de color rosado dejadas por sus colmillos en la carne de él—. Lo hará, Ed —murmuró por la comisura de los labios—. Por lo menos, lo intentará como el mejor hombre.
—¿No les importa a ninguno de los tres? —masculló Connington, moviendo la cabeza de un lado para otro—, ¿No me han escuchado?
—Le oímos, —repuso Hawks.
—Bueno, ¿y qué piensan? —les desafió Connington, incrédulo.
—Dígame una cosa, Connington —indicó Hawks—. ¿Nos dio esa breve charla con el fin de que nos detuviéramos ahora? ¿Cree que algo podría pararnos ahora que las cosas marchan como usted había esperado?
—Esperado no —corrigió Connington—. Planeado.
Hawks asintió.
—De acuerdo —aceptó con voz cansada—. Eso es lo que pensé. Lo único que usted deseaba era dar esa pequeña conferencia. Desearía que hubiera elegido otro momento.
Claire se rió entre dientes, un sonido creciente y plateado.
—¿No es una pena, Connie? Estabas tan seguro de que todos nos rendiríamos. Sin embargo, todo continúa igual que siempre. Sigues sin saber dónde tienes que empujar.
Connington retrocedió sin creérselo, con los brazos abiertos, como si quisiera unir de un golpe sus cabezas.
—¿Están ustedes tres locos? ¿Creen que me he inventado todo esto? Escúchense a sí mismos…, aunque afirmen que se trata de meras tonterías, cada uno de ustedes ha de decirlo a su manera. No pueden aislarse de sí mismos ni siquiera por un segundo; no importa lo que se hable, irán adonde sus pies les lleven…, ¿y se ríen de mí? ¿Se ríen de mí? —Giró bruscamente y gritó—: ¡Vayanse al infierno, los tres! ¡Adelante!
Atravesó la hierba corriendo torpemente en dirección a su coche.
Hawks contempló cómo se alejaba.
—No está en condiciones de conducir de regreso.
Barker sonrió con una mueca.
—Y no lo hará. Llorará hasta quedarse dormido unas horas en el interior del coche. Luego, entrará en la casa en busca del consuelo de Claire. —Con un movimiento cortante de su cabeza, que rompió la cadena de mordiscos, bajó la vista hacia ella— ¿No es así? ¿No hace siempre lo mismo?
Los labios de Claire se fruncieron.
—Yo no puedo evitar sus actos.
—¿No? —inquirió Barker—. ¿Es que acaso va detrás de mí?
Con un gruñido ronco y feroz, Claire contestó:
—Quizá ya te tiene. A mí nunca me ha tenido.
La mano de Barker cortó el aire, y Claire salió despedida hacia atrás, cubriéndose la mejilla. Luego sonrió.
—Solías hacerlo mejor. Mucho mejor. Sin embargo, no ha estado mal —admitió.
—Barker —intervino Hawks—. Quiero explicarle a lo que va a tener que enfrentarse.
—¡Dígamelo cuando llegue allí! —restalló Barker—. No pienso dar marcha atrás ahora.
—Tal vez, planteándotelo de esa forma, eso es lo que él quena que afirmaras, Al —señaló Claire, con una sonrisa hacia Hawks—. ¿Quién ha dicho que Connington es el único intrigante?
—¿Cuál es la manera más sencilla para que pueda regresar a la ciudad? —preguntó Hawks.
—Yo le llevaré —ofreció Barker con frialdad. Sus ojos se cerraron en los de Hawks—. Si no le da miedo intentarlo.
Claire emitió una risita baja y, de repente, frotó su mejilla a lo largo de la cadera de Barker. Lo hizo con un espasmo que recorrió todo su cuerpo, un movimiento ondulante, sinuoso. Alzó la vista hacia Hawks y le miró con ojos abiertos y húmedamente satisfechos, con los brazos rodeando la cintura de Barker.
—¿No es fabuloso? —le preguntó a Hawks con voz ronca—. ¿No es todo un hombre?
5
Barker trotó con movimientos rígidos en dirección al garaje y alzó las puertas de un tirón brusco, mientras Hawks le esperaba en el descansillo de los escalones de losas. Claire murmuró a sus espaldas:
—Mire cómo se mueve…, cómo realiza las cosas. Es como una máquina maravillosa hecha de agallas y nogal. No existe otro hombre como él, Ed…, ¡nadie es tan hombre como él!
Las fosas nasales de Hawks se dilataron.
Un motor cobró vida con brusquedad en el interior del garaje; luego apareció un coche deportivo bajo, ancho y con una carrocería casi cuadrada, envuelto en una tormenta de sonido.
—Éste es mi nuevo coche —gritó Barker detrás del volante.
Hawks lo rodeó, se acercó hasta el costado sin puerta del coche y se metió en el asiento del acompañante. Acomodó la parte baja de su espalda en el asiento metálico, no acolchado, que estaba torcido hacia la izquierda para dejarle más espacio al conductor. Todo el coche debía tener una altura máxima de unos setenta y cinco centímetros en la parte más elevada, que era donde se hallaba el salpicadero curvo.
—¡Aún no ha sido probado a fondo! —gritó Barker en el oído de Hawks.