Claire estaba allí de pie, observándoles con ojos brillantes. Connington, tumbado sobre el volante de su Cadillac, alzó su abotagado rostro y torció los labios en una mueca triste.
—¿Preparado? —gritó Barker, pisando el acelerador y retirando el pie derecho del pedal del freno hasta que sólo el borde de la suela del talón de sus zapatillas baratas lo mantuvo presionado—. No está asustado, ¿verdad? —Miró de forma penetrante el rostro de Hawks—. ¿Lo está?
Hawks alargó la mano y quitó la llave de la ignición.
—Ya veo —comentó con voz tranquila.
La mano de Barker salió disparada y aplastó su muñeca.
—Yo no soy Connington y eso no es una botella…, devuélvame esas llaves.
Hawks relajó los dedos hasta que las llaves estuvieron a punto de caerse. Adelantó su otro brazo y bloqueó la incómoda presa de la mano izquierda de Barker.
—Use la mano que aferra mi muñeca —dijo.
Lentamente, Barker cogió las llaves. Hawks salió del coche.
—¿Cómo piensa regresar a la ciudad? —le preguntó Claire mientras él dejaba atrás los escalones.
—De muchacho caminaba largas distancias —contestó Hawks—. Pero no con la intención de poner a prueba mi resistencia.
Claire se pasó la lengua por los labios.
—Nadie consigue nada de usted que valga la pena, ¿verdad? —inquirió.
Hawks dio media vuelta y echó a andar con paso regular hacia la pendiente del camino.
Apenas había puesto un pie en el sendero cuando Barker gritó algo forzado e ininteligible a sus espaldas y el coche volvió a la vida, pasando a toda velocidad a su lado. Barker miraba fijamente por encima del bajo parabrisas en el momento en que lanzó el coche a un lado. Levantando polvo y grava, con el motor rugiendo, el embrague pisado y las ruedas de atrás girando frenéticas, se deslizó pendiente abajo, con el morro en dirección a la cara del risco. En el instante mismo en que el parachoques frontal izquierdo hubo pasado el ángulo del risco, Barker soltó el embrague. El lado derecho flotó durante un instante sobre el borde del precipicio. Luego, las ruedas traseras se afianzaron y el coche salió disparado por el primer ángulo del camino, perdiéndose de vista. Se produjo un momentáneo chirrido de frenos y un gran patinazo de las ruedas, que levantaron una nube de polvo.
Hawks bajó con paso regular por el camino, a través del turbulento remolino de polvo que le llegaba hasta las rodillas y que, poco a poco, se fue convirtiendo en dos humeantes surcos procedentes de las amplias guadañas que hendían la curva pronunciada del brusco ángulo del sendero. Barker miraba hacia el mar, sentado con las manos apretadas en el volante, su sudado rostro cubierto por un polvillo amarillo. El coche aparecía lleno de suciedad, y aún vibraba un poco al lado del buzón por la aceleración súbita, separado del océano únicamente por el camino de acceso a la casa. En el momento en que Hawks llegaba a su lado, Barker, sin mover la cabeza, anunció con claridad:
—Ésta ha sido la vez que lo he hecho más rápido.
Hawks se dirigió hacia el sendero y comenzó a atravesar el puente de madera.
—¿Piensa volver a la ciudad andando todo el camino? —gritó Barker con voz áspera—. ¡Gallina hijo de perra!
Hawks se volvió en redondo. Hizo marcha atrás y se detuvo con las manos apoyadas en el lado del acompañante y bajó los ojos para mirar a Barker.
—Le espero mañana, en la puerta de entrada, a las nueve en punto.
—¿Qué le hace pensar que estaré allí? ¿Qué le hace pensar que aceptaré órdenes de un hombre que no se atreve a realizar lo que yo hago? —Los ojos de Barker brillaban frustrados—. ¿Qué le ocurre a usted?
—Yo pertenezco a una clase de hombres. Usted a otra.
—¿Qué se supone que significa eso? —Barker comenzó a aporrear con la palma de una mano contra el volante. Lo que empezó como un golpeteo insistente se convirtió en una sacudida mecánica—. ¡No puedo entenderle!
—Usted es un suicida —explicó Hawks—. Yo soy un asesino. —Se volvió para marcharse—. Tendré que matarle una y otra vez de formas insospechadas. Lo único que anhelo es que, de verdad, ponga usted tanta pasión en ello como piensa que hará. A las nueve en punto de la mañana, Barker. Mencione mi nombre en la entrada. Le tendré preparado el pase.
Se alejó del coche.
—Sí —musitó Barker. Se incorporó sobre el asiento y le gritó a la espalda de Hawks—. Él tenía razón, ¿sabe? ¡Tenía razón! ¡Formamos una gran pareja!
Los destellos del sol danzaron sobre su rostro desde los despedazados reflejos de la botella de whisky que había al borde del camino. Su expresión cambió bruscamente y puso el coche marcha atrás, subiendo por el camino con un chirrido de ruedas a la misma velocidad con la que un camaleón lanza su lengua, desapareciendo de la vista por el pronunciado ángulo del sendero.
DOS
Hawks llegó finalmente al almacén general que marcaba el cruce del camino arenoso y la carretera. Llevaba la chaqueta del traje sobre el brazo, y la camisa, que se había desabotonado en el cuello, estaba húmeda y pegada al delgado torso.
Se detuvo y echó una ojeada a la tienda, un edificio pequeño y de estructura vieja, con una falsa fachada cuadrada donde había apiladas a un lado montones de cajas de botellas de refresco vacías, maltratadas por la intemperie.
Se secó la cara con el borde de la mano, se quitó los zapatos y mantuvo el equilibrio como una garza, mientras, primero uno, luego el otro, volcaba la arena que se había acumulado en su interior. Luego se encaminó a la entrada de la tienda.
Miró más allá de los descascarillados surtidores de gasolina, a ambos lados de la carretera que ardía en la distancia, en cada oscilación ligera de su superficie, bajo los parpadeantes estanques de espejismos. Sólo pasaban coches particulares delante de él. El espejismo cercenaba sus ruedas mientras siseaban al introducirse en ellos y fundía los bordes de los guardabarros.
Hawks dio media vuelta, abrió la puerta, cuya floja mosquitera llevaba un sucio anuncio de pan entrelazado en la rejilla, y entró.
El interior estaba abarrotado de estanterías y alacenas que cubrían casi todos los centímetros cuadrados del espacio disponible y dejaban sólo unos pasillos estrechos. Miró a su alrededor, parpadeando una o dos veces; finalmente, cerró por completo los ojos y los volvió a abrir después de unos momentos con una mueca de impaciencia. Inspeccionó de nuevo la tienda, en esta ocasión con mirada fija. No había nadie. Una puerta angosta y blanca daba a un cuarto trasero del que no provenía ningún ruido. Hawks se abotonó de nuevo el cuello de la camisa y se subió la corbata.
Frunció el ceño y dio la vuelta para mirar la puerta que tenía detrás. Descubrió una campanilla suspendida del marco en un lugar en que la puerta principal tendría que haberla movido al cerrarse. Había sido apartada silenciosamente por la mosquitera más pequeña. Extendió el brazo y dobló la abrazadera hacia dentro. Su gesto no consiguió que la campanilla sonara; se quedó mirándola con expresión molesta. Tuvo la idea de rozar la campanilla; pero bajó la mano y echó otra vez un vistazo. Un número de coches pasó a ambos lados de la carretera en rápida sucesión.
Había depositado la chaqueta sobre la tapa de una nevera de Coca-Cola. La recogió, abrió la tapa y observó las botellas del interior. Todas eran de marcas locales, con un color naranja brillante y un rojo vidrioso, cubiertas hasta arriba de agua sucia. Algunas de ellas habían perdido las etiquetas de papel. Un trozo de hielo, modelado hasta convertirse en algo parecido a la cabeza de una rata gigante, flotaba en un rincón, manchado por el mismo tipo de sedimento que formaba posos en las botellas. Cerró de nuevo la tapa con un movimiento automáticamente controlado, y una vez más no se produjo el suficiente ruido para que llegara hasta el cuarto trasero. Se quedó contemplando la nevera: cada uno de sus arañazos había sido invadido por la herrumbre. Respiró profundamente. Miró hacia la puerta del cuarto.