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—Ella ha explicado la misma historia —dijo Carabella, con los ojos muy abiertos—. Pero pensábamos que…

—Es cierto, Carabella.

—¡Entonces es un milagro del Divino, y tú serás famoso en las épocas venideras!

—Ya voy a ser famoso —replicó ácidamente Valentine— como la Corona que perdió su trono, y que se hizo malabarista por falta de ocupación real. Con eso obtendré un lugar en las baladas junto al Pontífice Arioc, que se convirtió en Dama de la Isla. En cuanto al dragón, sólo sirve para embellecer la leyenda que estoy creando de mi persona. —La expresión de Valentine cambió bruscamente—. Espero que no habrás dicho nada de mí a esa gente.

—Ni una palabra, mi señor.

—Excelente. Así debe ser. De todas formas, ya tienen suficientes cosas raras que creer respecto a nosotros.

Un isleño, delgado, moreno y con la gran melena rubia que parecía ser el estilo universal de la región, trajo a Valentine una bandeja con comida: sopa poco espesa, un tierno filete de pescado frito, trozos triangulares de una fruta de color índigo oscuro salpicados de diminutas semillas escarlata. Valentine descubrió que tenía un hambre voraz.

Poco después dio un paseo con Carabella por la playa donde estaba situada la casita.

—Una vez más, pensé que te había perdido para siempre —dijo en voz baja Valentine—. Creí que jamás volvería a oír tu voz.

—¿Tan importante soy para ti, mi señor?

—Más que cualquier cosa que pueda decirte.

Carabella sonrió tristemente.

—Qué palabras tan bonitas, ¿eh Valentine? Por eso te llamo Valentine, pero tú eres lord Valentine. ¿Cuántas mujeres hermosas te aguardan, lord Valentine, en el Monte del Castillo?

El mismo Valentine había pensado en lo mismo de vez en cuando. ¿Tendría algún amor en el castillo? ¿Muchos? ¿Estaría prometido? Buena parte de su pasado continuaba velada en el misterio. ¿Y qué pasaría si llegaba al castillo y encontraba una mujer que le había esperado para…?

—No —dijo Valentine—. Eres mía, Carabella, y yo soy tuyo, y si hubo algo en el pasado, suponiendo que lo hubiera, continuará en el pasado. Estos días tengo un rostro distinto. Tengo un alma distinta.

Carabella se sentía escéptica, pero no puso reparos a las palabras de Valentine, y éste la besó y alejó sus preocupaciones.

—Canta para mí —dijo Valentine—. Lo que cantaste cuando estuvimos en el parque de Pidruid, la noche de la fiesta. Era algo así como Todas las gemas del mar profundo son poco comparadas con mi amor. ¿Eh?

—Sé otra muy parecida —dijo Carabella, y cogió la diminuta arpa que llevaba colgada de la cadera:

Mi amor de peregrino se ha vestido muy lejos, allende el mar. Mi amor a la Isla del Sueño se ha ido, al otro lado del mar. Mi amor es dulce y hermosa alborada muy lejos, allende el mar. Mi amor perdí por una isla elevada al otro lado del mar. Afable Dama de la Isla distante, muy lejos, allende el mar, mándame la sonrisa de mi amante al otro lado del mar.

—Esta canción es distinta —dijo Valentine—. Más triste. Cántame la otra, amor mío.

—En otra ocasión.

—Por favor. Es un momento de dicha, volvemos a estar juntos, Carabella. Por favor.

La mujer sonrió, suspiró y volvió a coger el arpa:

Mi amor es hermosa primavera, mi amor es dulce fruta robada, es como una noche placentera…

Sí, pensó Valentine. Sí, esa canción era mejor. Su mano se apoyó tiernamente en la nuca de la joven y le acarició el cuello mientras continuaban el paseo por la playa. Era un lugar asombrosamente hermoso, cálido y tranquilo. Pájaros de cincuenta colores se posaban en los arbolillos de tortuosas ramas, y un mar cristalino, sin resaca, transparente, lamía la fina arena. El ambiente era apacible y benigno, fragante, con perfumes de flores desconocidas. De la lejanía llegaba el sonido de risas y de una música festiva, viva, tintineante. Qué tentador era, pensó Valentine, renunciar a todas las fantasías del Monte del Castillo y establecerse para siempre en Mardigile, salir de pesca en una barca al amanecer y pasar el resto del día retozando bajo el cálido sol.

Pero no habría tal renuncia. Por la tarde, Zalzan Kavol y Autifon Deliamber, ambos con saludable aspecto y muy reposados después de la dura prueba en el mar, se presentaron para hablar con Valentine y no tardaron en referirse a formas y medios de continuar el viaje.

Zalzan Kavol, parsimonioso como siempre, tenía encima la bolsa de dinero cuando el Brangalyn zozobró, y al menos la mitad del capital se había salvado, suponiendo que Shanamir hubiera perdido el resto. El skandar sacó las relucientes monedas.

—Con esto —dijo— podemos pagar a los pescadores para que nos lleven a la Isla. He conversado con nuestros anfitriones. Este archipiélago tiene una extensión de mil quinientos kilómetros y cuenta con tres mil islas. Más de ochocientas están habitadas. No hay nadie que quiera hacer el viaje entero hasta la Isla, pero por unas cuantas coronas podemos conseguir que un trimarán nos lleve hasta Rodamaunt Graun, cerca del punto central de la cadena, y allí es muy probable que encontremos transporte para el resto del viaje.

—¿Cuándo podremos partir? —preguntó Valentine.

—En cuanto estemos todos reunidos otra vez —dijo Deliamber—. Me han dicho que varios de los nuestros vienen hacia aquí procedentes de la cercana isla de Burbont.

—¿Quiénes?

—Khun, Vinorkis y Shanamir —respondió Zalzan Kavol—, y mis hermanos Erfon y Rovorn. Les acompaña el capitán Gorzval. Gibor Haern se perdió en el mar… Vi cómo perecía, golpeado por un madero y ahogado… Y no hay noticias de Sleet.

Valentine tocó el peludo brazo del skandar.

—Lamento tu última pérdida.

Zalzan Kavol tenía bien dominados sus sentimientos.

—Es mejor alegrarse de que algunos sigamos con vida, mi señor —dijo sosegadamente.

A primeras horas de la tarde una barca procedente de Burbont desembarcó al resto de supervivientes. Hubo innumerables abrazos. Después Valentine se volvió hacia Gorzval, que permanecía apartado del grupo, aturdido y azorado mientras se rascaba el muñón del brazo perdido. El capitán del Brangalyn parecía estar conmocionado. Valentine se dispuso a abrazar al desventurado skandar, pero en ese mismo instante Gorzval se arrodilló en la arena, apoyó la frente en el suelo y permaneció en esa postura, tembloroso, con los brazos extendidos y haciendo el signo del estallido estelar.

—Mi señor —musitó roncamente—. Mi señor…

Valentine, disgustado, miró a su alrededor.

—¿Quién se ha ido de la lengua?

Un momento de silencio. Después, Shanamir, un poco asustado, dijo:

—Yo, mi señor. No pretendía causar daño. El skandar estaba tan apenado por la pérdida del barco… pensé consolarlo diciéndole quién había sido su pasajero, diciéndole que de ese modo él formaba parte de la historia de Majipur. Fue antes de que supiéramos que usted se había salvado del naufragio. —Los labios del zagal temblaban—. ¡Mi señor, no pretendía causar daño!

Valentine asintió.

—Y no has causado ningún daño. Te perdono. ¿Gorzval?

El agazapado capitán permanecía postrado a los pies de Valentine.