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El viaje tuvo una primera etapa en Burbont, a menos de media hora de navegación, para seguir después por un canal de aguas verdes y poco profundas que unían a las dos islas más externas con el resto del archipiélago. En esa zona el fondo del mar estaba formado por blanca arena, el sol penetraba fácilmente hasta allí, creando fulgurantes destellos que permitía ver a los moradores submarinos: sapos de mar, cangrejos crispantes, bogavantes patigruesos, multitudes de peces de llamativos colores y siniestras, furtivas anguilas de arena. Los viajeros vieron incluso un pequeño dragón marino, demasiado cerca de tierra firme para acabar bien y claramente aturdido; una hija de Grigitor insistió en cazarlo, pero su padre rechazó la idea, y explicó que su responsabilidad era llevar rápidamente a los pasajeros a Rodamaunt Graun.

Navegaron toda la mañana, pasaron junto a otras tres islas —Richelure, Grialon y Voniaire, dijo el capitán— y al mediodía echaron el ancla para comer. Dos hijos de Grigitor se lanzaron al agua para pescar. Nadaron como espléndidos animales, desnudos en el brillante mar, y no tardaron en alancear varios crustáceos y peces sin apenas fallar un golpe. El mismo Grigitor preparó la comida, cuencos de pescado blanco crudo marinados con salsa picante y acompañados por un reanimador, punzante vino verde. Deliamber se retiró un rato después de comer, y se colgó en la punta de uno de los otros cascos para mirar fijamente hacia el norte. Valentine reparó en el detalle al cabo de unos minutos, y se dispuso a acercarse al vroon, pero Carabella le cogió por la muñeca.

—Está en trance —dijo ella—. No le molestes.

Retrasaron unos minutos la partida después de comer, hasta que el menudo vroon abandonó su posición y volvió con los demás. El mago tenía aire de satisfacción.

—He proyectado mi mente —anunció Deliamber— y tengo buenas noticias. ¡Sleet vive!

—¡Buenas noticias, ciertamente! —gritó Valentine—. ¿Dónde está?

—En una isla de ese grupo —dijo Deliamber, mientras señalaba vagamente con un racimo de tentáculos—. Le acompañan varios marineros de Gorzval que escaparon del desastre en barca.

—Dígame qué isla, y pondremos rumbo hacia ella —dijo Grigitor.

—Tiene forma de círculo, con una abertura en un lado, y una extensión de agua en el centro. La gente tiene piel oscura y lleva el pelo en largos rizos, con joyas en los lóbulos de las orejas.

—Kangrisorn —dijo instantáneamente una hija de Grigitor.

El capitán asintió.

—Kangrisorn, sí —dijo—. ¡Levad el ancla!

Kangrisorn se hallaba a una hora de navegación a barlovento, ligeramente desviada del derrotero trazado por Grigitor. Formaba parte de un conjunto de seis arenosos atolones, meros bancos de arena que rodeaban pequeñas lagunas. Debía ser anormal que gente de Mardigile visitara los atolones, porque mucho antes de que el trimarán entrara en el puerto, los niños de Kangrisorn salieron en tropel en botes para ver a los forasteros. Eran tan negros como dorados los mardigileños, e igualmente bien parecidos a su solemne manera, con brillantes dientes blancos y un cabello tan negro que casi parecía lúgubre. Entre risas y agitar de brazos, los niños guiaron el trimarán hacia la entrada de la laguna. Y allí estaba Sleet, cierto, con la piel quemada por el sol y un poco andrajoso pero esencialmente intacto. Estaba haciendo malabares con cinco o seis esferas de blanqueado coral ante un público formado por algunos isleños y cinco miembros de la tripulación de Gorzval, cuatro humanos y un yort.

Gorzval mostró aprensión a tener que reunirse con sus antiguos empleados. Había empezado a recobrar el humor durante el viaje matutino, pero mientras el trimarán entraba en la laguna fue retrayéndose y poniéndose tenso. Carabella fue la primera en saltar: chapoteó en las poco profundas aguas y abrazó a Sleet. Valentine fue el segundo. Gorzval se escondió en la parte trasera, con la mirada baja.

—¿Cómo nos habéis localizado? —preguntó Sleet. Valentine señaló a Deliamber.

—Magia. ¿Cómo, si no? ¿Estás bien?

—Pensé que el mareo me mataría antes de llegar aquí, pero he tenido uno o dos días para recuperarme. —Se estremeció, y añadió—: ¿Y tú? Vi que te hundías, y creía que todo había terminado.

—Así lo pareció. Una extraña historia, que te explicaré en otra ocasión. Volvemos a estar juntos, ¿eh, Sleet? Todos menos Gibor Haern —agregó tristemente—, que pereció en el naufragio. Pero hemos aceptado a Gorzval como compañero. ¡Venga aquí, Gorzval! ¿No le complace ver otra vez a sus hombres?

Gorzval murmuró confusas palabras y dirigió su vista entre Valentine y los otros, sin mirar a los ojos de nadie. Valentine comprendió la situación y se acercó a los tripulantes para pedirles que no sintieran rencor hacia el ex-capitán por un desastre que escapaba completamente al control de un mortal. Se sorprendió al ver que los cinco marineros se postraban a sus pies.

—Creí que habías muerto, mi señor —dijo Sleet, avergonzado—. No pude resistir el deseo de narrarles mi historia.

—Veo —dijo Valentine— que la noticia va a propagarse con más rapidez de la que yo deseo, aunque todos me jurasteis solemnemente que guardaríais silencio. Bien, es un acto perdonable, Sleet. —Luego se dirigió a los otros—. Arriba. Arriba. Que os arrastréis por el suelo no es provechoso para ninguno de nosotros.

Se levantaron. Les era imposible ocultar su desprecio hacia Gorzval. Pero ese desprecio quedaba oscurecido por la sorpresa que sentían al estar en presencia de la Corona. De los cinco, Valentine se enteró rápidamente, dos —el yort y un humano— preferían quedarse en Kangrisorn con la esperanza de encontrar, algún día, un medio para regresar a Piliplok y reanudar su trabajo. Los tres restantes suplicaron a Valentine que les dejara acompañarle en su peregrinación.

Los nuevos miembros del grupo, que crecía con rapidez, eran dos mujeres —Pandelon y Cordeine, una carpintero y una zurcidora de velas— y un hombre, Thesme, uno de los encargados de las cabrias. Valentine les dio la bienvenida, y aceptó sus promesas de fidelidad, una ceremonia que le produjo un vago malestar. Sin embargo estaba acostumbrándose a vestir los atavíos del poder.

Grigitor y sus hijos no prestaron atención alguna a los pasajeros que se habían arrodillado y que habían besado la mano de Valentine. Perfectamente: hasta después de conversar con la Dama, Valentine no quería que se extendiera por el mundo la noticia de que había recuperado el conocimiento de sí mismo. Aún dudaba de su estrategia y estaba inseguro de su poder. Además, si anunciaba su existencia, atraería la atención de la actual Corona, que seguramente no se quedaría con las manos quietas si descubría que un pretendiente al trono viajaba hacia el Monte del Castillo.

El trimarán reanudó el viaje. Fue de isla en isla, siempre dentro de los límites de los canales costeros, raramente aventurándose en aguas más profundas y azules. Navegaron junto a Lormanar y Climidole, Secundail, Playa Blayhar, Garhuver, y Reductor Wiswis. Luego vieron Quile y Fruil, Amanecer, Baluarte Nissem y Thiaquil, Roacen y Piplinat, y la gran cantera de arena en forma de media luna conocida por Damozal. Hicieron un alto en la isla de Sungyve para coger agua dulce, en la de Musorn para obtener fruta y frondosas legumbres, y en la de Cadibyre para comprar barriles del joven vino rosado del lugar. Y tras muchos días de viaje por estos lugares que gozaban de la bendición del sol, entraron en el espacioso puerto de Rodamaunt Graun.