El ánimo de Valentine se ensombreció al escuchar las últimas palabras, puesto que no sólo esperaba ver a la Dama, sino que además era absolutamente vital que la viera. Y sin embargo, comprendía el significado de las palabras del acólito. En ese lugar sagrado nadie hacía pedidos a la fábrica de la existencia. Si se esperaba lograr paz, había que rendirse, había que renunciar a demandas, necesidades y deseos, había que entregarse. No era un lugar para la Corona. La esencia de ser la Corona consistía en ejercer el poder, con sabiduría si se era capaz de hacerlo así, pero en cualquier caso de un modo firme; la esencia de un peregrino era la rendición. Valentine podía extraviarse fácilmente en esa contradicción. No obstante, no tenía más remedio que ver a la Dama.
Valentine había llegado, por fin, a la periferia del dominio de la Dama. En la parte superior del risco, él y sus amigos fueron recibidos por impasibles acólitos, plenamente conscientes de que extemporáneos peregrinos llegaban flotando hacia ellos. Y en ese momento, respetuosos y ligeramente ridículos con la blanda y descolorida vestimenta de los peregrinos, se hallaban reunidos en una alargada construcción de lisa piedra rosada próxima a la cresta del risco. Losas de la misma piedra rosada formaban un gran paseo semicircular que se extendía, al parecer a gran distancia, a lo largo del borde del bosque que remataba el risco: la Terraza de Evaluación. Después de la terraza había más árboles. Las otras terrazas se encontraban a mayor distancia. Y hacia el interior, invisible desde el lugar en que se hallaban los peregrinos, se alzaba el segundo risco de creta dominando el llano que formaba el risco externo. Un tercer risco, por lo que sabía Valentine, se alzaba sobre el segundo a cientos de kilómetros isla adentro, y allí estaba el recinto sagrado, el Templo Interior habitado por la Dama. Pese a la enorme distancia recorrida hasta entonces, a Valentine le parecía imposible que alguna vez pudiera completar el recorrido de esos últimos cientos de kilómetros.
La noche caía con rapidez. Valentine miró por la ventana circular que había al lado de él y vio el cielo, cada vez más negro, y el extenso y oscuro fondo del mar, iluminado únicamente por la luz púrpura del sol que se esfumaba, que huía hacia Piliplok. A lo lejos había una mota, un rasguño en la lisa superficie del agua que Valentine supuso que era, y confió en no equivocarse, el trimarán Reina de Rodamaunt rumbo al hogar. Allí estaban también los volivantes, durmiendo en su eterno sueño, los dragones marinos que avanzaban hacia aguas más extensas, y más allá Zimroel, sus atestadas ciudades, sus reservas forestales, sus parques naturales, sus fiestas, sus millones de almas. Valentine tenía muchas cosas que recordar; pero debía concentrarse en el presente. Miró fijamente a Talinot Esulde, el primer guía que tenían en la Isla, una persona alta y delgada, piel de lechoso color y rasurado cuero cabelludo, que tanto podía ser varón como hembra. Valentine supuso que debía ser varón —la estatura y el ancho de la espalda así lo indicaban, aunque no de un modo concluyente— pero la delicadeza de los huesos faciales de Talinot Esulde, sobre todo la frágil curva de los suaves rebordes de sus extraños ojos azules, demostraba lo contrario.
Talinot Esulde estaba explicando cosas: la diaria rutina de la oración, el trabajo y la meditación, el servicio de interpretación de sueños, la disposición de las habitaciones, las restricciones dietéticas, que prohibían el vino y ciertas especias, y muchos detalles más. Valentine se esforzó en memorizarlo, pero había tantas reglas, exigencias, obligaciones y hábitos que se enmarañaron en su mente, y al cabo de un rato desistió del esfuerzo, confiando en que la práctica diaria fuera inculcándole las normas.
Al anochecer, Talinot Esulde les hizo salir de la sala de adoctrinamiento. Pasaron junto al rutilante estanque de roca, alimentado por un manantial, donde se habían bañado antes de recibir la ropa de peregrino y donde se bañarían dos veces diarias hasta que abandonaron esa terraza, y entraron en el comedor, más alejado del borde del risco. Les sirvieron una sencilla cena compuesta por sopa y pescado, las dos cosas insípidas y poco atractivas pese a que los recién llegados estaban furiosamente hambrientos. Los sirvientes eran igualmente novicios, vestidos con ropa de color verde claro. El comedor, muy grande, sólo se encontraba parcialmente ocupado, ya que la hora de cenar casi había pasado, señaló Talinot Esulde. Valentine observó a sus camaradas. Había todo tipo de razas; la mitad de los presentes eran humanos, pero también había muchos vroones y gayrogs, varios skandars, algunos líis, no muchos yorts y, muy apartados, un reducido grupo de raza susúheri. La red de la Dama capturaba miembros de todas las razas de Majipur, al parecer. De todas, excepto de una.
—¿Y los metamorfos, nunca vienen a ver a la Dama? —preguntó Valentine.
Talinot Esulde sonrió como un ángel.
—Si un piurivar llegara aquí, lo aceptaríamos. Pero no participan en nuestros ritos. Viven aislados como si estuvieran solos en Majipur.
—Es posible que algunos hayan llegado aquí disfrazados —sugirió Sleet.
—Lo habríamos sabido —dijo tranquilamente Talinot Esulde.
Después de la cena marcharon a sus habitaciones, salitas individuales apenas mayores que un armario, en una casa de campo con aspecto de colmena. Un lecho, un lavabo, un sitio para poner la ropa, y nada más. Lisamon Hultin lanzó una ceñuda mirada a su habitación.
—Nada de vino —dijo—, he entregado mi espada, y ahora… ¿tengo que dormir en esta caja? Creo que seré un fracaso como peregrino, Valentine.
—Calma, y haz un esfuerzo. Recorreremos la Isla con la máxima rapidez posible.
Valentine entró en su habitación, que se hallaba entre la de Carabella y la de la guerrillera. Inmediatamente se oscureció la esfera luminosa. Valentine se tumbó en el lecho, y en ese mismo instante le dominó la somnolencia, pese a que aún era pronto. Mientras abandonaba el estado consciente, una nueva luz brilló tenuemente en su cabeza, y vio a la Dama, la inconfundible, indiscutible Dama de la Isla.
Valentine la había visto en sueños muchas veces desde que llegó a Pidruid. Afable mirada, pelo oscuro, una flor en la oreja, piel de tinte oliváceo… Pero la imagen del momento era más nítida, la visión más detallada, y Valentine reparó en las suaves arrugas que había en las comisuras de los ojos, las diminutas joyas de color verde que había en los lóbulos de las orejas y la fina banda plateada que rodeaba la frente. En su sueño, Valentine extendió las manos hacia la Dama.
—Madre, estoy aquí —dijo—. Pídeme que vaya a tu lado, madre.
Ella sonrió, pero no respondió.
Estaban en un jardín, con alabandinos en flor por todas partes. La Dama podaba las plantas con un pequeño instrumento dorado, cortaba capullos para que las restantes flores crecieran más. Valentine iba junto a ella, aguardaba a que ella se volviera para verle, pero la poda continuó.
—Hay que dedicar constante atención al trabajo si se desea hacerlo bien —dijo finalmente la Dama, sin mirar a Valentine.
—¡Madre, soy Valentine, tu hijo!
—¿Has visto? Todas las ramas tienen cinco capullos. Si no los toco, todos se abrirán, pero arranco uno aquí, otro allí… y las flores son gloriosas.
Y mientras hablaba, los capullos se desplegaban, y las alabandinas llenaban el aire de una fragancia tan penetrante que produjo sorpresa a Valentine. Los grandes pétalos amarillos se extendieron como platos y dejaron ver los negros estambres y pistilos que contenían. La Dama los tocó suavemente, haciendo flotar una nube de purpúreo polen.
—Tú eres quien eres —dijo la Dama—, y siempre lo serás.
El sueño cambió en ese momento. No quedó nada que recordara a la Dama, sólo un emparrado de espinosos arbustos que agitaba sus rígidos brazos ante Valentine, aves de colosal tamaño, molikahenes, que se contoneaban en los alrededores, y otras imágenes, confusas e inestables, que carecían de cualquier significado coherente.