En la tercera semana en la Terraza de Devoción, Valentine obtuvo lo que a él le pareció un inconfundible sueño de citación.
Se vio cruzando la reseca llanura purpúrea que había ensombrecido su sueño en Pidruid. El sol estaba bajo en el horizonte y el cielo era cruel y sombrío. Ante Valentine había dos cadenas montañosas que se alzaban como gigantescos e hinchados puños. En el irregular valle salpicado de rocas que había entre las cordilleras se veía el último destello rojizo de sol, una peculiar luz oleosa, ominosa, más semejante a una mancha que a refulgencia. Un frío y seco viento soplaba en el valle de extraña iluminación, y con el viento llegaban suspiros y canciones, tiernas y melancólicas melodías que cabalgaban en la brisa. Valentine caminó muchas horas pero sin avanzar: las montañas no se acercaban, la arena del desierto se extendía hasta el infinito mientras él proseguía la dura caminata, y el último fragmento de luz no se iba. Su fuerza menguó. Amenazadores espejismos empezaron a danzar ante él. Vio a Simonan Barjazid, el Rey de los Sueños, y a sus tres hijos. Vio al lívido y senil Pontífice que rugía en su trono subterráneo. Vio monstruosos amorfibotes que se arrastraban indolentemente en las dunas, y trompas de enormes dhumkares que brotaban como barreras de arena, escudriñando el aire en busca de presa. Había seres que silbaban, zumbaban o susurraban, insectos que pululaban en repulsivas nubéculas, y empezó a caer una lluvia de seca arena, no muy fuerte, que tapó los ojos y la nariz de Valentine. Él se sentía fatigado y estaba a punto de rendirse y detenerse, de tumbarse en la arena para que las movedizas dunas le cubrieran. Pero había algo que le atraía, una reluciente figura que iba de un lado a otro del valle, una mujer sonriente, la Dama, su madre; y mientras ella fuera visible, Valentine no cejaría en su avance. Notaba el calor de la presencia de la Dama, la atracción de su amor.
—Ven —murmuró ella—. ¡Ven conmigo, Valentine!
Los brazos de la Dama se extendieron hacia él en el terrible desierto de monstruosidades. Los hombros de Valentine estaban caídos. Sus rodillas cada vez tenían menos fuerza. No podía continuar, pero sabía que tenía que hacerlo.
—Dama —musitó—. Estoy agotado, debo descansar, debo dormir.
El resplandor que había entre las montañas se hizo más cálido y brillante tras esas palabras.
—¡Valentine! —gritó ella—. ¡Valentine, hijo mío! Valentine apenas podía mantener abiertos los ojos. Era tan tentador tumbarse en la suave arena.
—Eres mi hijo —dijo la voz de la Dama tras recorrer la increíble distancia—, y yo te necesito.
Y mientras ella pronunciaba esas palabras, Valentine comprobó que tenía nueva fuerza, y caminó con más rapidez. Luego inició una suave carrera sobre el duro y encostrado suelo del desierto, con el ánimo levantado, con zancadas cada vez más largas. Las distancias menguaron rápidamente, y Valentine vio con claridad a la Dama, que le aguardaba en una terraza de piedra de tinte violeta, sonriente, con los brazos extendidos hacia él, pronunciando su nombre con una voz que resonaba igual que las campanas de Ni-moya.
Valentine despertó mientras el sonido de aquella voz seguía repicando en su mente.
Estaba amaneciendo. Una prodigiosa energía inundó el espíritu de Valentine. Se levantó y se dirigió al gran recipiente de amatista que era la piscina de la Terraza de Devoción, y se zambulló resueltamente en las heladas aguas del manantial. Después corrió hacia la habitación de Menesipta, su intérprete de sueños en aquel lugar, una mujer robusta, espigada, con centelleantes ojos negros y un semblante severo y reservado. Y narró su sueño en un largo torrente de palabras.
Menesipta guardó silencio.
La frialdad de su respuesta apagó la vivacidad de Valentine. Éste recordó que, estando en la Terraza de Evaluación, había explicado a Stauminaup el fraudulento sueño de citación del volivante, y que la oráculo restó importancia al sueño. Pero su último sueño no era un fraude. No contaba con Deliamber para obrar brujerías en su mente.
—¿Puedo pedir una evaluación? —dijo finalmente Valentine.
—El sueño contiene alusiones familiares —replicó tranquilamente Menesipta.
—¿Eso es todo lo que interpretas? Menesipta parecía estar divirtiéndose.
—¿Qué otra cosa quieres que diga?
Valentine apretó los puños en gesto de frustración.
—Si alguien recurriera a mí para interpretar un sueño como éste, yo diría que es un sueño de citación.
—Muy bien.
—¿Estás de acuerdo? ¿Dirías tú que es un sueño de citación?
—Si ello te complace…
—No se trata de complacerme —dijo Valentine, irritado—.O ha sido un sueño de citación, o no lo ha sido. ¿Qué opinas?
Tras una evasiva sonrisa, la intérprete de sueños dijo:
—Yo opino que tu sueño es un sueño de citación.
—¿Y ahora qué?
—¿Ahora? Ahora tienes que cumplir con tus obligaciones matutinas.
—Se precisa un sueño de citación, si no estoy equivocado —dijo Valentine, muy tenso—, para ir a ver a la Dama.
—Cierto.
—¿No debo ir ahora al Templo Interior? Menesipta sacudió la cabeza.
—Nadie va del Segundo Risco al Templo Interior. Sólo cuando se llega a la Terraza de la Adoración basta un sueño de citación para entrar en el Templo. Tu sueño es interesante e importante, pero no cambia nada. Cumple tus obligaciones, Valentine.
El enojo hizo que su cuerpo vibrara al salir de la habitación. Sabía que estaba comportándose como un necio, que un mero sueño no bastaba para salvar los últimos obstáculos que le separaban de la Dama, y sin embargo había confiado tanto en ese sueño… Esperaba que Menesipta aplaudiera, diera gritos de alegría y le mandara inmediatamente al Templo Interior, pero nada de eso había ocurrido, y la desilusión resultaba dolorosa y exasperante.
Hubo más desdicha. Cuando Valentine volvía de los campos de cultivo dos horas más tarde, un acólito le hizo detenerse.
—Se te ordena ir inmediatamente al puerto de Taleis —dijo bruscamente el acólito—, donde nuevos peregrinos aguardan tu guía.
Valentine se quedó atónito. Lo último que deseaba en esos momentos era volver al punto de partida.
Debía partir sin más demora, a pie y solo; debía caminar de terraza en terraza y llegar a la Terraza de Evaluación en el mínimo tiempo posible. En el almacén de la terraza le proveyeron con suficiente comida para llegar a la Terraza de las Flores. También le entregaron un dispositivo de orientación, un amuleto que debía llevar en el brazo, que localizaba enterradas señales y emitía un suave zumbido.
Al mediodía, Valentine abandonó la Terraza de Devoción. Pero eligió la senda que llevaba hacia la Terraza de Capitulación, no la que conducía hacia la costa.
Tomó la decisión repentinamente y con indiscutible fuerza. No podía permitir que le alejaran de la Dama. Salir furtivamente para emprender una caminata no autorizada, estando en una isla altamente disciplinada, era correr riesgos, pero Valentine no tenía más opción.
Caminó por el borde de la terraza y buscó la senda herbosa que atravesaba el campo de esparcimiento en dirección a la carretera principal. Allí debía girar a la izquierda para dirigirse a las terrazas exteriores. Pero Valentine, creyendo ser extraordinariamente conspicuo, giró a la derecha y apretó el paso hacia el interior. Pronto se encontró más allá de la parte arreglada de la terraza, y la ruta se hizo más estrecha: la ancha carretera pavimentada fue sustituida por una senda de tierra, con árboles muy cerca a ambos lados.