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—Llevad a la Dama la noticia de que su hijo Valentine viene a verla tras cruzar el Mar Interior y atravesar Zimroel entero, y que él es un hombre rubio. No pido más que eso.

—Llevas la ropa del Segundo Risco —dijo el hombre que había al lado de Lorivade—. No te está permitido efectuar este ascenso.

—Lo comprendo. —Valentine suspiró—. Mi ascenso no está autorizado, es ilegal y presuntuoso. Pero afirmo tener poderosas razones de estado. Si mi mensaje tarda en llegar a la Dama, vosotros responderéis de ello.

—Aquí no estamos habituados a las amenazas —declaró Lorivade.

—No estoy amenazándoos. Sólo me refiero a consecuencias inevitables.

—Es un lunático —dijo la mujer que estaba a la derecha de Lorivade—. Tendremos que recluirlo y tratarlo.

—Y censurar a los encargados de ahí abajo —dijo otro hombre.

—Y averiguar de qué terraza procede este hombre, y por qué se le permitió salir de ella —dijo el tercero.

—Lo único que pido es que llevéis mi mensaje a la Dama —dijo tranquilamente Valentine.

Le rodearon y, avanzando en formación, le obligaron a seguir la senda del bosque hasta un lugar donde había tres flotadores custodiados por varios acólitos más jóvenes. Era indudable que habían previsto graves problemas. Lorivade llamó por señas a un acólito e impartió breves órdenes. Después, los cinco jerarcas subieron a un flotador y se alejaron.

Los acólitos se aproximaron a Valentine. Le agarraron sin miramientos y le empujaron hacia un flotador. Valentine sonrió y les indicó que no pensaba ofrecer resistencia, pero los acólitos continuaron asiéndole y le obligaron a sentarse. El vehículo se elevó a máxima altura y, tras darse la señal, las monturas enganchadas al flotador trotaron hacia la terraza más cercana.

En la Terraza de las Sombras había edificios anchos y de poca altura y grandes plazas con pétreo suelo, y las sombras que daban nombre al lugar eran tan oscuras como la más negra de las tintas, misteriosas, exhaustivas rebalsas de la noche que se extendían formando figuras extrañamente significativas sobre las abstractas estatuas de piedra. Pero Valentine hizo un breve recorrido de la terraza. Sus aprehensores se detuvieron frente a un austero edificio que carecía de ventanas. Una puerta de ingenioso diseño giró sobre sus silenciosos goznes tras un suavísimo toque. Valentine fue conducido al interior.

La puerta se cerró y no dejó rastro alguno en la pared. Estaba prisionero.

La habitación era cuadrada, baja de techos, y triste. Un solitario flotador luminoso arrojaba una suave luz verdosa. Había un limpiador, un lavabo, una cómoda, un colchón. Aparte de eso, nada.

¿Enviarían su mensaje a la Dama?

¿O iban a dejarle aquí, devorado por el polvo mientras investigaban las irregularidades de su advenimiento al Tercer Risco, mientras hacían averiguaciones entre la burocracia de la isla durante semanas enteras?

Transcurrió una hora, dos, tres. Que envíen a alguien a interrogarme, suplicó Valentine, un inquisidor, alguien, pero no este silencio, este aburrimiento, esta soledad. Valentine contó pasos. La habitación no era exactamente cuadrada: un par de paredes eran un paso y medio más largas que las otras dos. Buscó el perfil de la puerta y no lo encontró. El ajuste era inconsútil, una maravilla de diseño que poco ánimo dio a Valentine. Inventó diálogos y los embelleció en silencio: Valentine y Deliamber, Valentine y la Dama, Valentine y Carabella, Valentine y lord Valentine. Pero esa diversión no tardó en hacerse sosa.

Escuchó un tenue zumbido y se volvió. Vio una rendija abierta en la pared y una bandeja que se deslizaba en su celda. Le ofrecían pez frito, un racimo de uva color marfil y una jarra que contenía un jugo rojo y fresco.

—Os doy cordiales gracias por esta comida —dijo en voz alta.

Sus dedos tantearon la pared, en busca del lugar por donde había entrado la bandeja: ni rastro.

Comió. Inventó más diálogos, conversó mentalmente con Sleet, con la anciana intérprete de sueños Tisana, con Zalzan Kavol, con el capitán Gorzval. Se interesó por la infancia de sus compañeros, por sus esperanzas y sueños, por sus opiniones políticas, por sus gustos en cuanto a la comida, bebida y vestimenta. Nuevamente el juego se hizo aburrido al cabo de un rato, y Valentine se tumbó para dormir.

También el sueño fue breve, una somera cabezada, interrumpida seis veces por incoloros y deprimentes momentos de vela. Sus sueños fueron irregulares. En ellos flotó la Dama, Farssal, el Rey de los Sueños, el cacique metamorfo y la jerarca Lorivade, pero estos personajes sólo le ofrecieron embrolladas y lóbregas palabras. Cuando finalmente despertó, una bandeja con el desayuno había aparecido en la habitación.

Transcurrió un largo día.

Valentine jamás había conocido un día tan interminable. No tenía nada que hacer, nada, nada en absoluto, una eterna extensión de grisácea nada. Estuvo a punto de hacer malabares con los platos, pero eran objetos livianos y frágiles, habría sido como hacer malabares con plumas de ave. Intentó practicar con las botas, mas sólo tenía dos y hacer malabares con dos objetos era un deporte de necios. En vez de eso, Valentine hizo malabares con recuerdos, revivió todo lo sucedido desde Pidruid, pero la perspectiva de estar haciendo eso durante infinidad de horas le produjo consternación. Meditó hasta que notó un apagado zumbido de fatiga entre las orejas. Se acuclilló en el centro de la habitación para intentar prever el momento en que llegaría la próxima comida, pero la tensión que liberó con ese ejercicio sólo le redituó débil diversión.

Durante la segunda noche, Valentine hizo la prueba de comunicarse con la Dama. Se preparó para dormir, pero al notar que su mente iba separándose de la conciencia trató de dormir en un lugar intermedio entre el estado de vela y el estado de sueño, algo así como un estado de trance. Fue una espinosa tarea, porque si se concentraba con excesiva determinación se inclinaba del lado del estado de vela, y si se relajaba demasiado se dormía. Hizo equilibrios en ese punto, el punto de flotación, durante largo rato, ansiando haber aprovechado una oportunidad para pedir a Deliamber que le instruyera en esas artes en alguna etapa tranquila del viaje por Zimroel.

Finalmente proyectó su espíritu.

¿Madre?

Imaginó que su alma se desplazaba sobre la Terraza de las Sombras y flotaba hacia el interior, pasaba terraza tras terraza hasta llegar al corazón del Tercer Risco, el Templo Interior, y a la sala donde reposaba la Dama de la Isla.

Madre, soy Valentine. Soy tu hijo Valentine. ¡Tengo tantas cosas que contarte, madre, y tantas preguntas que hacerte! Pero tienes que ayudarme a llegar hasta ti.

Valentine estaba inmóvil, totalmente en calma. Un puro resplandor blanco parecía brillar en su mente.

Madre, estoy en el Tercer Risco, en una celda de la Terraza de las Sombras. Vengo de muy lejos, madre. Pero ahora estoy varado. ¡Que alguien venga a buscarme, madre!

Madre…

Dama…

Madre…

Se durmió.

El resplandor continuaba brillando. Valentine percibió el primer hormigueo musical del estado de sueño, la obertura, las sensaciones iniciales de contacto. Aparecieron visiones. Ya no estaba prisionero. Se hallaba bajo el blanco fulgor de las estrellas en una gran plataforma circular de piedra finamente pulida, similar a un altar. Una mujer de lustroso cabello negro, vestida con una túnica blanca, se acercó a él, se arrodilló y le tocó suavemente. Tú eres mi hijo Valentine, dijo con tierna voz. Reconozco ante todo Majipur que eres mi hijo, y te ordeno que vengas a mi lado.

Eso fue todo. Al despertar, Valentine no pudo recordar más detalles del sueño.

Esa mañana no hubo bandeja de desayuno para él. ¿Ya era de día, o acaso él se había despertado en plena noche? Pasaron las horas. No apareció ninguna bandeja. ¿Se habían olvidado de él? ¿Planeaban matarle de hambre? Sintió una punzada de terror: ¿era eso mejor que el aburrimiento? Valentine decidió que prefería el aburrimiento al terror, aunque no mucho más. Gritó, a pesar de que sabía que era inútil. El lugar estaba cerrado como una tumba. Igual que una tumba. Contempló melancólicamente la acumulación de anteriores bandejas, amontonadas en la pared opuesta. Recordó maravillas y gozos gastronómicos, las salchichas de los líis, el pescado que Khun y Sleet prepararon en la ribera del Steiche, el aroma de las druikas, el fuerte dejo del vino flamígero en Pidruid. Su apetito era cada vez más intenso. Y estaba asustado. No aburrido, sino asustado. Los acólitos debían haber celebrado una reunión y quizá le habían sentenciado a muerte por abrumadora insensatez.