Minutos. Horas. Ya había transcurrido medio día.
Qué insensatez pensar que podía llegar en sueños a la mente de la Dama. Qué insensatez pensar que podía flotar sin esfuerzo hasta llegar al Templo Interior para obtener la ayuda de la Dama. Qué insensatez pensar que podía recuperar el Monte del Castillo, o que alguna vez había sido suyo. Se había lanzado a recorrer medio mundo sin más motivo que la insensatez y ahora, pensó amargamente, obtendría el premio a su presunción y a su locura.
Finalmente escuchó el familiar zumbido. Pero no era la rendija de la puerta lo que estaba abriéndose: era la misma puerta.
Dos canosos jerarcas entraron en la celda. Dedicaron a Valentine una mirada de frío y agrio deslumbramiento.
—¿Habéis venido a traerme el desayuno? —preguntó Valentine.
—Hemos venido —dijo el acólito de más estatura— a llevarte al Templo Interior.
11
Valentine insistió en que antes le dieran de comer. Una medida sensata, porque el viaje fue largo, el resto del día en un veloz vagón flotante arrastrado por monturas. Los jerarcas se sentaron a ambos lados de Valentine y guardaron un gélido silencio. Todas las preguntas que Valentine formuló —el nombre de una terraza que estaban atravesando, por ejemplo— fueron contestadas con el menor número de palabras posible.
Aparte de eso, sus acompañantes no le ofrecieron conversación.
El Tercer Risco tenía numerosas terrazas —Valentine perdió la cuenta después de la séptima— y estaban mucho más juntas que las de los otros riscos, sólo separadas por simbólicas franjas de árboles. La zona central de la Isla aparentaba ser un lugar bullicioso y populoso.
A la hora del crepúsculo llegaron a la Terraza de Adoración, un dominio de serenos jardines e irregulares formaciones de bajos edificios de piedra blanqueada. Como todas las demás, la terraza tenía un perfil circular, pero era mucho más pequeña al hallarse en la parte más interna de la isla, un mero arete que probablemente podía recorrerse, en toda su circunferencia, en un par de horas, mientras que costaba meses completar el recorrido de una terraza del Primer Risco. Vetustos y retorcidos árboles con ovaladas hojas que crecían muy juntas se alzaban a intervalos regulares a lo largo del borde de la terraza. Emparrados de enredaderas con abundantes flores se enroscaban entre los edificios. Por todas partes había atrios, decorados con esbeltos pilares de pulida piedra negra y adornados con arbustos en flor. De dos en dos o de tres en tres, los siervos de la Dama se movían silenciosamente por los pacíficos alrededores. Valentine fue conducido a una sala mucho más amena que la anterior provista de una amplia bañera empotrada en el suelo, una incitante cama, ventanas que daban a un jardín y cestas de fruta en la mesa. Los jerarcas le dejaron allí. Se bañó, mordisqueó fruta, aguardó el próximo evento… que tardó algún tiempo en producirse, una hora o más: un golpe en la puerta, una suave voz que le preguntó si quería cenar. Y en la habitación entró un carrito con la carga más sustanciosa que Valentine había visto desde su llegada a la Isla: diversas carnes asadas a la parrilla, calabazas azules artísticamente rellenas de pescado desmenuzado y una jarra con un líquido frío que incluso podía ser vino. Valentine comió vorazmente. Después permaneció largo tiempo junto a la ventana, examinando la oscuridad. No vio nada, no oyó nada. Probó la puerta: cerrada. De modo que seguía siendo un prisionero, aunque en un ambiente mucho más placentero que antes.
Durmió sin tener sueños. Le despertó un torrente de dorada luz solar que se derramó en su habitación como si fuera una cascada. Se bañó. El discreto sirviente se presentó al otro lado de la puerta, con un desayuno compuesto por salchichas y una fruta asada de color rosa. Poco después de que terminara de desayunar, llegaron los dos sombríos jerarcas.
—La Dama te ha citado para esta mañana —le dijeron.
Recorrieron un jardín de maravillosa belleza y cruzaron un cenceño puente de pura roca blanca que formaba un suave arco sobre un estanque lleno de dorados peces que nadaban describiendo centelleantes figuras. Al otro lado había un prado asombrosamente arreglado en cuyo centro se erigía una enorme construcción de una sola planta. Largas y estrechas alas irradiaban formando rayos de estrella del círculo central.
Sólo puede ser el Templo Interior, pensó Valentine.
Se estremeció. Durante más meses de los que era capaz de recordar, había viajado hacia ese mismo lugar, hacia el umbral de la morada de la misteriosa mujer en cuyo dominio se encontraba, la mujer que él imaginaba como su madre. Por fin había llegado. ¿Y si todo se revelaba ahora como una insensatez, una fantasía o un terrible error? ¿Y si él no era un hombre especial, sino simplemente un holgazán de pelo rubio que habitaba en Zimroel, privado de su memoria a causa de cierta estupidez y al que frívolas compañías habían hartado de absurdas ambiciones? El pensamiento era insufrible. Si la Dama le repudiaba, si no le conocía…
Valentine entró en el templo.
Con los jerarcas aún a su lado, Valentine caminó sin cesar por un vestíbulo increíblemente alargado vigilado cada cinco metros por un ceñudo y rígido soldado, y entró en una habitación interior de forma octogonal con paredes de finísima piedra blanca y un estanque, también octogonal, en el centro. La luz matutina penetraba por un abierto tragaluz de ocho lados. En los ocho rincones de la sala había una severa figura vestida con hábitos jerárquicos. Valentine, ligeramente aturdido, miró a los ocho jerarcas y no vio bienvenida en sus caras, sólo desaprobación en forma de labios fruncidos.
Escuchó una solitaria nota musical que cobró suave fuerza y desapareció, y en cuanto cesó, la Dama de la Isla se hallaba en la sala.
Ella era muy parecida a la figura que Valentine había visto con tanta frecuencia en sueños: una mujer de edad madura y estatura normal, piel oscura, lustroso cabello negro, ojos tiernos y cordiales, carnosos labios que siempre revoloteaban al borde de una sonrisa, una cinta de plata en la frente y, sí, una flor en la oreja, con numerosos pétalos verdes de llamativo grosor. Sin embargo, la Dama parecía estar dotada de un aura, un nimbo, un fulgor de fuerza, autoridad y majestad, tal como correspondía a un Poder de Majipur. Y Valentine no estaba preparado para ese detalle. Sólo esperaba encontrar una mujer maternal, y había olvidado que ella era además una reina, una sacerdotisa, casi una diosa. Valentine permaneció atónito ante ella, y durante largos instantes la Dama le examinó desde el otro lado del estanque, con la mirada fija, suave pero penetrante, en el rostro varonil. A continuación, la Dama hizo un brusco gesto con la mano, un inconfundible gesto de despedida. No dirigido a Valentine, sino a los jerarcas, cuya calma glacial quedó alterada. Intercambiaron miradas, obviamente confusos. La Dama repitió el gesto, un simple, insignificante giro de muñeca, y algo imperioso destelló en sus ojos, una mirada de fuerza casi terrorífica. Tres o cuatro jerarcas salieron de la sala. Los demás demoraron la marcha, como si no creyeran que la Dama se propusiera quedar a solas con el prisionero. Durante unos segundos pareció que iba a ser preciso un tercer movimiento de la mano de la Dama, ya que uno de los jerarcas más anciano e imponente extendió un tembloroso brazo hacia ella en un gesto de clara protesta. Pero una mirada de la Dama bastó para que el brazo levantado volviera a su posición normal. Lentamente, el último jerarca abandonó la sala. Valentine contuvo el impulso de arrodillarse.